Название: Espasmo
Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664131706
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—Con eso no haría más que cumplir con mi deber; pero hagamos algo mejor: olvidemos nuestras respectivas condiciones y confíese usted no al magistrado, sino al hombre.
—¡Gracias, señor! ¡Mucho le agradezco sus bondadosas palabras!... Al magistrado no tendría, efectivamente, mucho que decir, ni conseguiría probablemente comunicarle, faltándome las pruebas materiales, mi convicción moral...
—¿Y al hombre?
—Al hombre... al hombre le preguntaré: ¿cree usted que quien ha soportado una vida siempre tenebrosa, huya de ella cuando ve que por fin resplandece la luz? ¿que quien ha sufrido con resignación, en silencio, puede exasperarse, rebelarse contra una esperanza imprevista?
El juez le escuchaba con la cabeza inclinada, sin mirarlo, y de pronto no contestó.
Pero alzando luego la vista y fijándola en Vérod, se puso a su vez a interrogarle:
—¿Tenía usted mucha intimidad con la difunta?
El joven no respondió. Lentamente los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No debo, no, decirlo...—murmuró con voz ahogada.—A nadie revelaré un secreto que no es mío... que no es del todo mío... Y hasta creo, mire usted, que a ella la lastimaría, que ella me prohíbe decirlo.
—¿La amaba usted?
—Sí.
Sus lágrimas se habían detenido, su mirada expresaba el orgullo y la alegría, una altiva felicidad.
—Sí; con un amor que puede ser confesado, alta la frente, delante de cualquiera. ¿Por qué lo habría de negar?
—¿Y ella le amaba a usted?
—¡Sí!... Y el mundo no sabe, jamás sabrá, lo que fue nuestro amor. El mundo es triste, y a poco andar la vida lo amarga todo. Pero nada, ni un acto, ni una palabra, ni un pensamiento contaminó una sola vez ese sentimiento que nos hacía vivir.
—¿De modo que al Príncipe no le faltaría razón de estar celoso?
A la expresión de soberbio gozo que animaba el rostro de Vérod, sucedió un amarga contracción de desdén.
—¿Celoso?... ¡Para estar celoso habría debido amarla! ¿Y si la hubiera amado fielmente, a ella sola, me habría ella amado a mí?
Ferpierre se quedó estupefacto ante la manifestación de semejante idea. O conservaba un mal recuerdo de las verdades brutales e ingratas de que Vérod había sido apóstol desde joven, o el pesimista, el escéptico se había convertido.
—Pero entonces ¿en qué estado se encontraban las relaciones del Príncipe con la Condesa?—siguió preguntando mientras tanto.—¡No cabe duda de que hubo un tiempo en que se amaron!
—Usted sabe, señor, que este nombre, el nombre de amor, se da a tantas cosas diversas: a nuestras ilusiones, a nuestros caprichos, a nuestra codicia... Si; ella le amó, con un amor que fue ilusión y engaño. Le amó porque creyó ser amada por él, ¡por él, que solamente sabe odiar!
—¿Cómo fue, entonces, que no llegaron a separarse?
—Por la parte de él sí: él quiso separarse. Se lo dijo, le echó en cara, como un reproche, su fidelidad, y varias veces la abandonó. Pero ella no quiso reconocer que se había engañado, o lo reconocía únicamente en su interior, y, pensando que los engaños se pagan, que hay que sufrir las consecuencias del error, aceptó el martirio.
—¿Podría usted precisar en qué consistió ese mal trato?
—¿Quién podría referirlo punto por punto? Todos sus actos, todas sus palabras envolvían una ofensa, un agravio.
—¿Cómo lo sabía usted? ¿Quién se lo dijo?
—¡No ella, señor! ¡Nunca oí de sus labios una queja contra ese hombre!... Yo lo supe, lo oí personalmente... Había conocido al hombre en París, muchos años atrás, antes de que estuviera con ella, y sabía lo que valía. En esto no estaba solo, pues todo el mundo sabe lo mismo que yo a su respecto.
—¿Se encontró usted con él alguna vez después de haber conocido a la Condesa?
—Nunca. El año pasado ya parecía haberla abandonado para siempre, y ahora, después de su vuelta, no lo he visto sino de lejos, una o dos veces.
—¿Qué sabe usted respecto a lo que ella pensaba de su actividad política?
—Que eso no fue uno de los dolores menos crueles de la infeliz.
—¿Ignoraba ella, cuando lo encontró por primera vez, los fines que perseguía?
—No sé... no creo... Pero si acaso supo que lo habían desterrado de su patria y condenado a muerte, buena y sensible como era, debió temblar de compasión por él. Y si él la dijo que su sed de sangre no era otra cosa que amor a la libertad y a la justicia, caridad hacia los oprimidos y sueños de perfección, el alma de la desventurada, ignorante del mal, debió seguramente inflamarse de entusiasmo y admiración.
—¿Cree usted que el desengaño le haya sobrevenido muy pronto?
—¡Muy pronto... y demasiado tarde! ¡Sí!
—¿Cuándo la conoció usted?
—El año pasado.
—¿Dónde?
—Aquí, en el Beau Séjour.
—¿Todavía no había alquilado la villa?
—Sí, pero pasó algunas semanas en el hotel.
—¿Dónde vivía en invierno?
—En Niza.
—¿Entonces el año pasado ya no estaban juntos?
—No.
—Y ahora, ¿hacía poco tiempo que él había vuelto a unírsele?
—En estos últimos meses.
—Esa mujer, esa joven, ¿podría usted decirme quién es?
—Una compatriota y correligionaria suya.
—¿Conoce usted la naturaleza de sus relaciones?
—No, pero no es difícil adivinarla.
—¿Sería ella también su querida?
—¿Se asombraría usted de ello? ¿No sabe usted que estos vengadores de la oprimida humanidad aman el placer, lo buscan, tienen mucho gusto en asociarse al deber?
La manera de expresarse del joven era más y más amarga cuando hablaba de aquellos que en su concepto debían haber deseado СКАЧАТЬ