Название: Espasmo
Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664131706
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—Lo sé.
—¿Cuáles son las pruebas que tiene usted?
—Ninguna prueba material. Todas las certidumbres morales.
—¿Quién cree usted que la ha muerto?
El joven extendió el brazo, señaló con el índice al Príncipe y la extranjera, y dijo:
Todos los presentes volvieron las atónitas miradas hacia los acusados.
En el primer momento la fisonomía del Príncipe Zakunine había permanecido sin expresión; parecía que éste no hubiera oído, o que no hubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga e irónica contracción de los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de pronto hundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa, revelaron la sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión, que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo. En cuanto a la desconocida, seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al acusador, sin que su rostro de estatua despertara desdén ni estupor.
Antes de decir nada contra alguien—repuso el juez en tono de amonestación—es preciso estar cierto de lo que se dice.
—Si no estuviera cierto no habría hablado.
—¿Qué interés puede haber armado el brazo de estas personas?
El joven rompió a hablar con una violencia que en vano trataba de contener.
—La maldad del alma de uno y otro, el placer salvaje de hacer mal, de destruir una vida, de derramar sangre. La voluptuosidad de poner fin con la muerte al largo martirio que han infligido a esa infeliz.
La voz le temblaba, sus manos también estaban trémulas, sus ojos estaban preñados de lágrimas. Pero a la emoción que aquellas palabras habían producido en los circunstantes, sucedió de improviso otro sentimiento de verdadero pavor, cuando el Príncipe, acercándose a su acusador, el puño tendido, las facciones contraídas, clavó en él una mirada dura, rencorosa, y le apostrofó así:
—¡Loco! ¿Qué dices?
Los dos hombres se miraron cara a cara. Aceros afilados y agudos, aceros que despedían centellas eran las miradas de ambos. Parecían querer uno y otro penetrar con ellas hasta el alma.
El juez y el comisario se vieron obligados a interponerse.
—¡Diga usted de dónde viene su certidumbre!—intimó el primero.
—¡De todo, de todo! De los sentimientos de esta criatura, que yo conocía y apreciaba; de la cristiana resignación, de la angélica bondad de su alma. De la conducta de estos dos, de sus instintos sanguinarios, de su complicidad en el mal a que viven consagrados. Nadie que la haya conocido creerá nunca que sea ella misma quien se ha dado muerte.
Pregúntenlo a quien quieran, pregúntenlo a todos... digan ustedes—agregó dirigiéndose a los criados, que se miraban azorados: deseaba provocar en el acto el testimonio de los presentes—digan ustedes que la conocieron, que poseyeron su afecto, si es posible, si es creíble...
El juez le interrumpió, clavando otra vez en su rostro una mirada escrutadora:
—Esta mujer ha dicho lo contrario: ha declarado que su patrona ha intentado otras veces matarse; que esta mañana la alejó deliberadamente y que hoy no ha hecho más que poner en práctica un propósito antiguo y firme.
—¿Usted cree eso?—exclamó el joven desconcertado—¿usted ha dicho eso?
La mujer no contestó. Miraba en torno suyo, extraviada, como ausente; parecía no comprender ni ver.
—¿De quién era esta arma?—la preguntó el magistrado.
—Suya.
—¿Podía alguien tomarla? ¿Dónde la tenía?
—Encerrada, escondida.
—¿Ve usted—dijo otra vez el juez, volviéndose hacia el joven—que nada confirma sus acusaciones? ¿Insiste usted en ellas?
El magistrado hablaba con gravedad, casi en tono de desdeñoso reproche por la ligereza de que el joven daba pruebas. Pero éste, después de un momento de silencio durante el cual se pasó una mano por la frente y lanzó en su derredor una mirada de duda, contempló una vez más el cuerpo exánime que yacía en el suelo, las formas rígidas de la muerta, el rostro más blanco aún que al principio, sobre el cual las manchas de sangre iban perdiendo su color purpúreo al secarse, la boca todavía entreabierta, los ojos fijos, ya no en éxtasis, sino tremendos; y entonces, extendiendo el brazo, repitió con voz sorda y agitada:
—Atestiguo que esta mujer ha sido asesinada. Pido que se me deje hablar con el juez de instrucción.
II
LAS PRIMERAS INDAGACIONES
Francisco Ferpierre, juez de instrucción adscripto al tribunal cantonal de Lausana, era muy joven: todavía no tenía cuarenta años. Una cultura legal solidísima, mucha ciencia de la vida y del corazón humano, una natural aptitud para la observación, que en el ejercicio de su profesión se había convertido en genial clarovidencia y casi en presciencia inerrable, eran circunstancias reunidas para hacer de él una de las mejores autoridades de la magistratura helvética. Y, sin embargo, su primera vocación había sido otra.
Amante de las letras, había comenzado a cultivarlas, descuidando por ellas en un principio, los estudios legales como inútiles e ingratos, y llegando hasta a alimentar una especie de rencor hacia su familia, que lo exhortaba a seguirlos. Escribiendo versos de amor y prosa de novelas, ejercitando la divina y creadora facultad de la imaginación, era como pensaba conquistarse la gloria, desdeñoso y para nada necesitado de compensaciones más reales. La muerte de su padre, sostén de la numerosa familia, le despertó de su sueño. Comprendió entonces que su deber era sustituir a su padre y de la noche a la mañana dijo adiós a la fantasía y a la fábula, para dirigir su actividad por un camino más positivo. Sus primeros trabajos no le habían sido inútiles del todo: el hábito de la investigación contraído al reflexionar sobre argumentos ficticios, lo habían hecho hábil para desentrañar los misterios con que lucha la justicia. Había comenzado a estudiar la vida en los libros, y gracias a ellos podía comprender sin gran trabajo, cómo era en realidad.
La profesión política y la judicial son sin duda las que mejor y con mas rapidez permiten conocer a los hombres; pero hay casos en que el hombre político es presa de alguna de las mismas pasiones que presume poder juzgar en los otros, mientras que el magistrado, indiferente, sereno, extraño a los intereses que ve agitarse en torno suyo, está más que cualquier otro en situación de leer en el libro del corazón. Y Ferpierre, después de haber dado libre desahogo en los artísticos trabajos, de su primera juventud a sus pasiones vivaces, había comprendido a tiempo todo cuanto hay de exagerado, de falso y malsano en una concepción demasiado amplia y poética de la existencia, y como sus sentimientos habían llegado a ser más austeros, más severos eran por consiguiente sus juicios. El antiguo fondo moral de la raza helvética, la seriedad y la tristeza acumuladas en el corazón de la raza por efecto de la contemplación de los gigantescos Alpes; la rigidez casi СКАЧАТЬ