Cien años de sociedad. Carles Sentís
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Название: Cien años de sociedad

Автор: Carles Sentís

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

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isbn: 9788416372041

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СКАЧАТЬ ciudad era una plaza internacional con especial intervención hispano-francesa.

      Un día el consulado fue invadido por un grupo de sindicalistas españoles. Durante la protesta pincharon los neumáticos del coche del cónsul, cortaron los teléfonos y ocuparon la sede. Casa-Rojas hizo frente a los asaltantes con este argumento: “Si me elimináis, hay otros en el escalafón que esperan ocupar mi lugar. Yo soy el cónsul de España y vosotros sois españoles. Yo os atenderé si hay una petición. Pero, naturalmente, debo mantener mi autoridad de cónsul. Si no lo soy, seré sólo José Rojas Moreno y no os serviré de nada. Por lo tanto, tenéis que arreglar las ruedas del coche, activar de nuevo los teléfonos, evacuar el consulado y nombrar una comisión de cuatro o cinco, y yo los recibiré”.

      Entonces Franco residía normalmente en un campamento del interior de Marruecos. Aquel día, sin embargo, se encontraba de permiso en Tánger, donde vivió de primera mano lo que sucedió en el consulado. Parece que quedó impresionado por el coraje mostrado por Casa-Rojas. Esta anécdota, ignorada por la mayoría, provocó que la denuncia de Juan José Pradera contra Casa-Rojas le resbalase. Otro fracaso de Pradera no se podía repetir en el caso de mi persona. Entonces yo era como un pájaro en un árbol seco.

      Casa-Rojas me defendió hasta donde pudo. Podía poco, porque él mismo estaba tocado. Le supo tan mal que años después, en una situación política distinta, me nombró agregado honorario de la embajada. Así, los que podían creer que mi salida obedecía a razones oscuras, me vieron reivindicado en aquella situación honoraria, que significaba no percibir ningún emolumento, pero sí, en cambio, disponer de las franquicias diplomáticas, como por ejemplo el distintivo CD (cuerpo diplomático) en la matrícula del coche.

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      Retrato y dedicatoria de José Rojas Moreno a Carles Sentís y su esposa Maria Casablancas

      Salida de la embajada

      Abandonada la embajada, no me expulsaron de París. Retomé la actividad de corresponsal de prensa, que siempre ha sido mi norte. Primero un corto periodo por el ABC, que acabó cuando su director pretendía enviarme a Londres –equiparado a París, pero que para mí significaba un gran traslado, con los problemas familiares que comportaba–. Luego, enterado de que La Vanguardia iba a cambiar su corresponsal, hablé con don Juan de Borbón, el cual incluso escribió al conde de Godó.

      Además de La Vanguardia, al poco tiempo tuve la corresponsalía de Clarín de Buenos Aires. El dr. Roberto Noble era director y propietario de esta cabecera. Venía a menudo a Europa, pero muy especialmente a París un par de semanas durante la primavera y durante el otoño. A veces también en verano. En un cierto momento le alquilé un yate en Cannes y lo acompañé hasta Italia. Él continuó hacia Grecia con unos amigos suyos.

      Como corresponsal de Clarín tenía acceso a países del bloque comunista, lo que no era posible desde España. El pasaporte español no era válido para entrar en esos países. Pero en cambio, con una credencial de Clarín, pude viajar varias veces a Alemania Oriental y a Polonia, donde construyeron un gran petrolero para Argentina en los astilleros de Dansk. Clarín, como es lógico, tenía mucho interés en explicar el significado y alcance de esta construcción naval. En la recepción por la botadura del barco, un capataz me desafió con un vaso de vodka en la mano: “A ver si un argentino puede con un polaco”. No quise que los argentinos cargaran con ningún fracaso y le dije que era español. Él me respondió: “Es igual, todos habláis el mismo idioma”. Recordé que una cosa parecida experimentó Ernest Hemingway. Lo explica en Por quién doblan las campanas. Cuando se encontraba en un frente de la guerra española, unos milicianos le gritaron de lejos:

      –¡Eh, tú, inglés, inglés!

      –No, yo no soy inglés, soy norteamericano.

      –Pero hablas inglés, ¿no?

      –Sí

      –Pues eres inglés inglés, y ya está.

      Al dr. Noble le gustaba jugar en los casinos. Lo acompañé un par de veces. Su grandilocuencia, que utilizaba cuando dictaba los editoriales por teléfono, en la sala de juegos se traducía en un alud de apuestas. Decía: “Puede que lo pierdas todo, pero también puedes ganar mucho dinero con pocas jugadas”. Una vez me propuso: “¿Por qué no hacemos una vaca juntos?”. Le respondí que no me gustaba jugar y todavía menos perder. Pero habría ganado un buen fajo de francos si me hubiera sumado a su vaca. Yo mismo fui a cambiar sus fichas por dinero contante y sonante, logrando así que por aquella noche abandonara el juego.

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      La boda de Rainiero y Grace Kelly en 1956, con Carles Sentís al fondo entre la pareja

      Roberto Noble y su hermano, junto con Luis Sciutto, su secretario uruguayo, vinieron un verano a la Costa Brava.

      Sciutto siempre le acompañaba. Además escribía en Clarín con el famoso pseudónimo Diego Lucero. Rubricaba el apartado de fútbol y era uno de los periodistas más leídos en la especialidad. Escribía las crónicas en lunfardo, el argot propio del barrio de La Boca, en Buenos Aires, y popularizado por las letras de los tangos.

      Como corresponsal de Clarín me relacionaba con los argentinos que iban a París por cuestiones políticas y económicas. Conocí a Frondizi quien, más tarde, cuando se convirtió en presidente, me invitó a la Casa Rosada. En Argentina viví, pues, una etapa de buena ley: después de Perón y antes de que la Junta Militar tomara el poder.

      En Argentina estuve, con otras personas, en casa de Ramón Gómez de la Serna, autor de las greguerías, aquel género de prosa tan curioso. Tenía todas las paredes y el techo de su casa decorados con recortes de diarios con textos suyos. Estaba casado con una mujer yugoslava muy pálida. Era un noctámbulo pintoresco como de otra época, de cuando muchos escritores hacían vida e incluso escribían en los cafés. Colaboraba también en diarios de Venezuela, de lo que estaba muy satisfecho porque cobraba en dólares. Aunque volvió a España tras el exilio, murió en Argentina.

      Clarín tenía dos o tres colaboradores franceses que yo veía de vez en cuando. Uno de ellos era Paul Reynaud y el otro Paul Goncourt. Reynaud había sido primer ministro del Gobierno francés en 1940 y fue quien descubrió a De Gaulle cuando todavía era teniente coronel. Era senador vitalicio y escribía un par de artículos al mes para Clarín. De vez en cuando le visitaba en su despacho de la Asamblea Nacional y aprovechaba la ocasión para entregarle un sobre con el abono de sus artículos. No valía la pena hacerlo a través de un banco, dadas las complicaciones de la época. Le pagaba con francos y quedaba la mar de contento porque así disponía de lo que en Francia llaman argent de poche, dinero de bolsillo. Yo aprovechaba la visita para hablar un rato de política. Reynaud y algún otro me pasaban informaciones confidenciales, por decirlo de alguna manera. Esto me permitía anticiparme, a veces, a lo que publicaban los diarios franceses.

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      Balenciaga y otros diseñadores de moda

      En una de las comidas que de vez en cuando organizabamos en nuestra casa de París de la avenida Victor Hugo, a mi derecha se sentó una distinguida y guapa señora, Mme. de Chiris, esposa de uno de los principales perfumistas –creador de esencias– de entonces. La señora se lanzó a hablar de moda autoritariamente. A la derecha de mi mujer, al otro lado de la mesa, se sentaba un señor muy correcto que escuchaba sin abrir boca. De pronto, aquel hombre discreto tomó la palabra y pronto toda la mesa enmudeció. Después, disimuladamente, mi vecina me preguntó quién era aquel señor. Cuando, tapándome la boca, le dije que era Cristóbal Balenciaga, quedó petrificada.

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