Cien años de sociedad. Carles Sentís
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Название: Cien años de sociedad

Автор: Carles Sentís

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

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isbn: 9788416372041

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СКАЧАТЬ unos pocos libros. Gran error. Se equivocaba porque las cosas improvisadas y no noveladas que decía ante el micrófono eran banalidades. Se adivinaba un hombre poco culto y con ideas muy extravagantes. La realidad de Simenon era mucho más adocenada que su proyección novelesca. Incluso grabó el número de veces que había practicado lo que se llama hacer el amor. Y explicaba que lo había hecho con todas las secretarias y con todas las domésticas de la casa, así como con profesionales. Lo tenía contado y no hablaba ni una sola vez de ningún enamoramiento ni de personalidad femenina que lo hubiera atraído espiritualmente. Además, demostró una gran falta de discreción. Escribió que el suicidio de su hija se debió a que se había enamorado de él y la pobre chica no encontró otra salida. Tal vez era cierto, pero al escribirlo, hizo gala de una gran insensibilidad. Muchos años antes Simenon ya lo había dejado patente. En el libro Je me souviens explica recuerdos de su infancia y vida familiar. Cuenta que no quería en absoluto a su madre, que sentía preferencia por su hermano. Éste se inclinaba más por la tendencia flamenca, ya que su familia era mixta: valona y flamenca. Además, por lo que parece, había colaborado, mucho o poco, con los alemanes ocupantes de Bélgica. Pero una cosa es evocar recuerdos de infancia, incluso defectos de la madre, y otra es poner en juego el suicidio de su hija.

      No sé si por los hechos de esa última etapa o por un cambio de apreciación literaria, el caso es que, de simenonista decidido, pasé a no ser su lector.

      Vuelos de prueba y otros viajes exóticos

      Dado que los temas de actualidad a tratar me obligaban a continuos desplazamientos durante la posguerra mundial, adquirí una cierta fama de viajero. Tal vez por eso, el jefe de prensa de Iberia me invitó a la inauguración del vuelo Madrid-Caracas. Hasta entonces Iberia tenía una sede en San Juan de Puerto Rico, pero quería extenderse a otros lugares del Caribe. Se trataba de un vuelo de escasa relevancia, pero me permitió planear un recorrido de vuelta y escribir sobre Haití y la República Dominicana además de, por primera vez para mí, viajar a Puerto Rico. Sobre esta última isla el diario ABC me publicó tiempo después un librito titulado Puerto Rico, puerto pobre.

      La segunda invitación para un vuelo experimental me la hicieron en París. Era amigo del jefe de prensa de Air France, que me convocó en el aeropuerto de la capital francesa. El resto de invitados y yo subimos a un avión Caravelle –modelo que se estrenaba entonces– sin conocer nuestro destino. Solamente sabíamos que saldríamos del eje de París a 12 kilómetros de altura. Fue a esta altitud cuando pararon los motores –punto muerto– y dejaron que el avión demostrara la calidad de su diseño: planeaba, es decir, avanzaba conforme perdía altitud. De este modo llegamos hasta Dijon sin extremar la prueba, que nos podría haber conducido hasta Ginebra. La demostración que el avión, si se producía un fallo en los motores, podía llegar hasta un aeropuerto lejano había resultado satisfactoria.

      También por el mismo conducto de la compañía Air France fuimos invitados, mi mujer y yo, a sumarnos a un pequeño grupo de periodistas para realizar un vuelo de un itinerario nuevo: Tahití. Normalmente los vuelos desde Europa a la Polinesia pasan por Los Angeles o San Francisco y desde allí descienden por el Pacífico hasta Papeete. El nuestro, en cambio, se dirigía hacia América del Sur; hacía escala en Lima y de allí saltaba a Tahití.

      El viaje no tuvo éxito por un motivo técnico: la distancia de Lima a Papeete es muy grande y, por tanto, exigía demasiado tiempo. Pero gracias a esta prueba, conocimos la Polinesia. Deleitamos nuestros ojos con paisajes de ensueño y comimos cerdo asado entre palmas, o bien frutos del árbol de pan, tan diferente a nuestro pan de cada día.

      Al llegar a Tahití, al pasar la aduana, el gendarme que abrió mi pasaporte me habló en catalán. Era de Perpiñán y no de las islas, como las vahinés que nos pusieron collares de flores en la misma aduana. Después de los años treinta, cuando escritores o pintores –Gauguin y más tarde la película Sombra blancas– divulgaron imágenes de los mares del Sur, se podía temer que un turismo masivo invadiría las islas. No ha sido así. La facilidad de ir a otros lugares con playas igualmente atractivas, más próximas y, por tanto, a mejor precio, ha permitido que la Polinesia se haya conservado bastante intacta. Además en algunas islas no se puede construir, y en la que pertenecía a Marlon Brando no es posible ni alojarse. Como nuestra estancia fue breve, nos consolamos con la idea de retornar para visitar más islas. No hemos vuelto nunca más.

      El vuelo de prueba más importante que he realizado también llegó por la vía de Air France: el primer vuelo del avión Concorde, recién salido de los talleres. El trayecto del supersónico era París-Nueva York. Lo realizamos en tres horas. Cuando salimos de la capital francesa vimos coches que llevaban niños a la escuela. Cuando llegamos a Nueva York presenciamos la misma escena. Dentro del avión, además del aviador Mermoz, que había cruzado el Atlántico en solitario, estaba el padre del presidente de la República Francesa, Giscard d’Estaign, y otras personalidades parisinas.

      Una de las primeras personas que vi a la llegada fue Gérard Gaussen, el cónsul de Francia en Nueva York, que poco antes lo había sido de Barcelona. Guardo un buen recuerdo de la estancia en el hotel Pierre y no tanto del avión. Disponíamos de poco espacio, seguramente porque el diseño tenía que dar prioridad a cortar el aire como un cuchillo. El ruido del arranque lo notaban todos los pasajeros, pero en especial los que se ubicaban cerca de la salida. Además, cuando rompía la barrera del sonido, se producía un chasquido muy desagradable.

      A pesar de los inconvenientes, todos los pasajeros de aquel vuelo inaugural pensamos que el Concorde se convertiría pronto en una línea regular que cubriría grandes distancias por todo el mundo. Es sabido que no fue así. El elevadísimo gasto en combustible no resultó compensado por la reducción a la mitad en el tiempo de vuelo. Además, el estruendo que producía levantó quejas por todos lados.

      El fracaso económico conllevó que al cabo de pocos años desapareciera el que se postulaba como el gran avión del futuro. Si hubiese continuado el servicio del Concorde hubieran aflorado otros defectos, como sus excesivas emisiones contaminantes, que hoy, a diferencia de años atrás, preocupan seriamente.

      Otro viaje especial fue un vuelo de París a Los Angeles, organizado el año 1963 por Stanley Kramer, que había tenido la idea de contratar un chárter. Se trataba de asistir a la primera proyección de Un mundo loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World). El productor nos invitó a cenar a su casa. El invitado de honor era el actor cómico Buster Keaton, entonces ya retirado. Cuando anunciaron su presencia y unos proyectores lo enfocaron, el hombre que siempre había hecho reír, poniéndose en pie, lloró.

      María Casablancas y su esposo Carles Sentís en Manhattan en 1965, en una terraza de rascacielos habilitada como heliopuerto

      Curiosamente, un crítico de cine de nuestro país durmió durante la entera proyección del filme. Es decir, había cruzado el océano Atlántico y el continente norteamericano para visionar la película y marchó de Los Angeles sin haberla visto. Las largas horas de vuelo le habían trastocado el sueño.

      Franco y las bicicletas

      En el libro Memorias de un espectador ya explico que cuando Manuel Aznar, como embajador de la República Dominicana, me presentó a su presidente y dictador Rafael Trujillo, éste, en un momento dado, me formuló esta pregunta: “¿Y usted conoce a Franco?”. Al decirle que no, percibí su expresión de decepción. Deduje que había calibrado al alza los elogios que debía de haber escuchado sobre mí del embajador. Y no por ideologías políticas, sino porque debía de considerar que un periodista de cierta importancia estaba obligado a conocer al jefe de Estado de su país. Yo mismo nunca me había preguntado si tenía que conocer a Franco o no. Él estaba por СКАЧАТЬ