Название: Cien años de sociedad
Автор: Carles Sentís
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9788416372041
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Sucedió que, en vez de restaurar la convivencia en nuestro país, se practicó una represión sangrante e inacabable. En un país y una época en que los asesinos habían proliferado por todos lados, Franco no quiso dejar de ser el gran represor. La firma, de rúbrica enroscada, la estampaba fríamente bajo las sentencias de muerte. Incluso firmó la de su primo hermano.
Estuve en Estoril trabajando con don Juan de Borbón, tan pronto como descendió del avión que lo trajo desde Lausana. Al final de la Segunda Guerra Mundial parecía que podía producirse un relevo y que una noche, desde Lisboa, don Juan se presentaría en Madrid. No fue así, pero mi posición respecto al franquismo quedó perfectamente reflejada. Escribí un opúsculo, distribuido clandestinamente, titulado Conversaciones con Don Juan, dirigido de una manera clara a los que podían restaurar la monarquía, que eran en primer término los generales del ejército, tan vigilados por Franco porque sabía que eran los únicos que le podían derrocar. El llamado franquismo fue una responsabilidad múltiple y no de Franco solamente. Barcelona, desde julio de 1936 hasta mayo de 1937 fue víctima del dominio anarquista, ya que la Generalitat catalana contaba muy poco en los primeros meses después del 18 de julio de 1936. El alzamiento militar, mal preparado y pésimamente dirigido, dio pie con su fracaso a la revolución que la FAI preparaba desde hacía años. Por tanto, el primer genocidio que se produjo en la Península tuvo lugar en Catalunya por parte de patrullas anarquistas, trotskistas y otros extremistas. Se mataba por matar, y no hace falta mencionar el caso de los curas o los monjes de Montserrat…
Franco se blindó en el poder, decidido a no dejarlo antes de morir. Lo consiguió al precio de mantener a España en una triste situación. En el marco de los dos males citados –prolongación del poder y represión– se produjeron dos detalles curiosos: no entrar en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la presión de su entorno, y no dejar como sucesor a un general dictador sino al hijo de su víctima, don Juan de Borbón. La dinastía continuó en la persona de Juan Carlos, heredero, también dinásticamente, de don Juan.
¿Era necesario buscar un pretexto para ver actuar a Franco tal como era? Tras su jubilación Charles de Gaulle realizó dos visitas –llamémoslas turísticas– a lugares que durante el ejercicio de su mandato no tuvo ocasión de conocer. Había tratado a todos los jefes de Estado de su época excepto a Franco y entonces proyectó un viaje a España, en especial para seguir sobre el terreno, como un estudio militar, un par de batallas de Napoleón. De paso veía a Franco.
Y así fue como, bajo las directrices del embajador francés, se organizó la visita de De Gaulle. Viajaba en un Citroën con los mapas Michelin y con su mujer, Ivonne, y un ayudante. Nadie más. En Madrid, para evitar a la gente, no visitó ni el Museo del Prado y, después de la entrevista con Franco, marchó directamente a la finca El Cigarral de Toledo. En la puerta, le esperaba la familia Marañón para recibirle y retirarse, dejando así solo al general para que pudiera descansar, corregir las pruebas de su último libro de memorias y pisar el terreno donde se libró la batalla de Bailén.
Carles Sentís recibido por Franco en 1963, en la visita protocolaria a raíz de su nombramiento como director de la agencia Efe
Eran momentos en que yo sabía de buena tinta que si Madrid pedía entrar a formar parte de la OCDE no se lo negarían, como la UNESCO aceptó a España el día 30 de enero de 1953 para sorpresa de todos. De eso hablé con el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, que me preguntó también si conocía a Franco. Le respondí que sólo lo conocía de vista. Él me replicó: “Mejor, así sus palabras, viniendo de alguien de fuera, quizás puedan ser más convincentes”. Se refería a que Franco, escarmentado porque en un par de ocasiones lo habían rechazado de una organización internacional, no quería arriesgarse más. Martín Artajo me dijo que me arreglaría una visita a El Pardo para el día siguiente y me anunció proféticamente: “Él le hablará mucho y, si usted no lo tiene muy en cuenta, al final de alguna parrafada dará por terminada la entrevista y usted no le habrá colocado lo que queremos”. Era un mes de julio, y yo, que estaba en Madrid de puro paso para iniciar las vacaciones, no disponía de la adecuada vestimenta protocolaria. Únicamente tenía un traje blanco, de muy buena calidad –eso sí– que había comprado en Puerto Rico. “Es igual –me dijo Martín Artajo–. Usted, al llegar, se lo dice al jefe de gabinete y nada más”. Y en efecto, se lo comuniqué al llegar a El Pardo, y ante mi sorpresa me respondió: “Ah, bueno, tú mismo se lo comentas al Generalísimo cuando entres”. De golpe entendí que el problema del traje, que yo había considerado insignificante, se convertía en algo abrumador.
Recuerdo que, al entrar en el gran salón, tantas veces reproducido en la prensa y el NODO, Franco estaba de pie al lado de aquella mesa repleta de papeles, y el visitante, en este caso yo, estaba obligado a cruzarlo de punta a punta. El suelo, reluciente como el mármol, parecía resbaladizo y todavía lo podía ser más en el punto en que se desplegaba una gruesa alfombra. Había que salvar, pues, esos pequeños obstáculos para llegar al lado de la persona, carente de la menor sonrisa de acogida.
Tras la salutación, empecé a explicar el porqué de mi traje, pensando que un gesto suyo mataría la cuestión. No fue así. Quedó callado esperando escuchar mis razonamientos, que hube de improvisar dado que anteriormente tanto el ministro como el jefe de gabinete lo habían pasado por alto. Pero Franco no. Esperó a que yo acabara mi trabajosa justificación de pie. Una vez sentados, me preguntó por París. Consideraba que Francia nos tenía una especie de envidia. Era conocido su entusiasmo por lo que él llamaba nuestra raza. Justamente se había exhibido una película, cuyo guión era del mismo Franco, que se titulaba Raza. Le dije que en Francia existían unos españoles muy esforzados y que hacía poco había visto en el Tour de Francia un corredor llamado Bernardo Ruiz, tercero de la clasificación general, que cuando llegó a Dax, mientras los franceses, alemanes, italianos, etcétera, eran acogidos por masajistas y otros auxiliares, él, con la mano en el vértice del manillar de la bicicleta, se dirigió a un pequeño hotel que estaba cerca.
Esta noticia de Bernardo Ruiz, tercero del Tour, y sin ayudas, le entusiasmó y dijo: “¿Ve usted la diferencia? Siendo nosotros menos, tenemos corredores muy bien clasificados. Porque, vamos a ver, ¿cuántas bicicletas cree usted que hay en España?”. Yo apunté la primera cifra que me vino a la cabeza. Creo que dije 40.000. “¡Más, muchas más! Sin embargo, en Francia puede haber el triple. ¿Sabe usted cuántas bicicletas hay en Mallorca?”. También evidencié mi ignorancia. Él lo sabía. Después me enteré que los capitanes generales de entonces –Franco lo había sido de las Baleares– cada año realizaban un inventario de toda la locomoción existente en su zona, de la que podían disponer en caso de movilización. Entre los vehículos figuraban los semovientes (creo que se llaman así a las bicicletas). Mallorca ha dado siempre excelentes ciclistas, y él citó tres o cuatro. Como si viajáramos en bicicleta por Mallorca, no había conversación propiamente sino un monólogo en el cual Franco se lucía. Marqué un punto de interrupción por miedo a que se precipitara la despedida, y yo me quedara, como me había anunciado el ministro, sin comunicar mi mensaje. Le expliqué lo que hacía el caso: la buena disposición de la OCDE para aceptar la entrada de España. Franco escuchó mi breve exposición sin hacer ningún comentario. En el momento de la despedida se daban unos СКАЧАТЬ