Cien años de sociedad. Carles Sentís
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Название: Cien años de sociedad

Автор: Carles Sentís

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия:

isbn: 9788416372041

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СКАЧАТЬ la gente de letras, lo que viví de cerca cuando fui secretario del ministro sin cartera Sánchez Mazas, intelectual puro, que Franco cesó sin comunicárselo directamente. Mandó retirar su silla del Consejo de Ministros. También debía conocer mis movimientos en Estoril, pues su hermano Nicolás no dejaba de producir fieles informes sobre las personas que se movían en el entorno de don Juan de Borbón.

      Bastantes años después, en 1962, y como estaba establecido protocolariamente, al ser nombrado director de la agencia Efe, fui –esta vez con chaqué– a El Pardo. Había un tema único: hablar de los proyectos de desarrollo e internacionalización de la agencia. Franco escuchó mi exposición sin añadir apenas una palabra, y la visita acabó enseguida.

      Luis Miguel Dominguín de caza con Franco

      Aunque la ocasión de una caza despolitizada no fuera un evento especial, no dejaba de ser interesante ver cómo Franco se desenvolvía cuando estaba, y quería estarlo, alejado de sus funciones. Por eso, aunque el protagonista de este capítulo debería ser Luis Miguel Dominguín, he situado este apartado tras el anterior protagonizado por el Caudillo.

      Conocía a Luis Miquel Dominguín de cuando todavía era un chiquillo que toreaba con sus hermanos. Me lo había presentado en Madrid Alberto Puig Palau, tan aficionado a los toros y al flamenco. Una revista americana, creo que Vanity Fair, publicó un reportaje sobre Puig Palau titulado “The king of the spanish gipsies” (El rey de los gitanos españoles). El semanario americano se equivocaba. Puig Palau conocía a muchos flamencos, pero no era su rey.

      Fue unos años después, ya en pleno éxito personal de Dominguín, cuando trabé amistad con Claude Popelin, un francés que vivía en España, experto en tauromaquia. Juntos acompañamos a Dominguín a unas corridas en Dax y otros lugares del sur de Francia.

      A pesar del éxito del torero, Popelin no logró que toreara en París, pues un reglamento francés prohíbe cualquier corrida que no tenga lugar en alguna de las plazas de antigua tradición al sur del río Loira.

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      Los cazadores frente a sus piezas en la finca de Calderón en 1954. En el centro Carmen Villaverde, rodeada de su padre Francisco Franco y de Luis Miguel Dominguín. Carles Sentís es el tercero a la derecha

      Pero una cosa era Dominguín toreando y otra convertido en un personaje de los que más tarde se han llamado famosos. Había periodistas de la Camarga muy entusiastas de Dominguín. Uno de ellos el muy conocido Jean Cau, que preparaba un libro sobre el torero madrileño.

      En uno de los viajes de Dominguín a París, unos amigos míos del semanario Paris Match le dedicaron un amplio reportaje previamente acordado. Yo había dispuesto el primer contacto entre los periodistas y el torero. Unos acompañantes del matador, que venían de Madrid, y entre los cuales destacaba don Marcelino, que era un muy simpático liliputiense funcionario del Estado, y nosotros mismos (mi mujer y yo), realizamos un recorrido de night clubs, o como se denominaba en la belle époque, una tournée des grand ducs (en referencia a los rusos de la época) con el fin de tomar fotos para el reportaje.

      En una de estas boîtes, L’Orangerie, muy cerca de la avenida George V, uno de los fotógrafos de Paris Match me comentó: “¿Por qué no le propones a Luis Miguel hacer un tour de pista con una amiga nuestra? Las fotos ayudarían a promocionarla”.

      Vi que al lado de la pista se esperaba una chica. Era Brigitte Bardot, un producto de Paris Match que mi mujer y yo conocíamos de vista porque vivíamos en el mismo barrio. Dominguín accedió a la petición bastante displicente. No le gustó en absoluto que lo utilizaran. Al cabo de unos minutos volvió a la mesa. “¿Qué te ha parecido?”, le preguntamos. Con aire de superioridad contestó: “Le sudan las manos y huele”. Probablemente el papel que obligaban a hacer a la debutante le producía tensión, y, como el torero no le dirigió la palabra, la chica debió pasar unos malos momentos.

      Curiosamente, un par de años más tarde, en su finca Saelices, en la provincia de Cuenca, de golpe Dominguín nos dijo, ilusionado, a Torcuato Luca de Tena y a mí: “¿Sabéis con quién me ha propuesto Clouzot rodar una película?”. Después de mantenernos en suspenso, proclamó: “Pues ¡con Brigitte Bardot!”. Le recordé aquel pase de baile, pero sólo conservaba de él una imagen vaga y confusa.

      En uno de sus viajes a París, mi mujer y yo organizamos una recepción en nuestra casa dedicada a Dominguín. Telefoneé a Carmen Tessier, una columnista con talento y humor, que publicaba cada día en France-Soir. La recepción fue un éxito y Luis Miguel quedó muy satisfecho. Tal vez como agradecimiento me dijo que le gustaría invitarme a una de las importantes cacerías que se organizaban en tierras castellanas. Su amigo Calderón había convocado una que más o menos coincidía con un viaje que yo debía efectuar a Madrid.

      El día sugerido por Dominguín llegué a Barajas. Vestía con indumentaria deportiva, tal como me había aconsejado. En el aeropuerto me esperaba un secretario suyo, que me dijo: “Los de la cacería ya están en su puesto. Nosotros llegaremos con un poco de retraso”. Y añadió: “Estará Franco, pero no se preocupe, porque su presencia ya ha sido consultada y aprobada”.

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      Brigitte Bardot entre el embajador José Casas Moreno, conde de Casa-Rojas, y Carles Sentís, invitados a un rodaje

      Desde Barajas nos dirigimos directamente a Toledo, a la finca de Calderón, donde llegamos al atardecer. La primera cosa que vi fue una sala donde había militares y autoridades municipales. Ninguno de ellos eran escopetas. En esta especie de cacerías al ojeo hay dos categorías: las escopetas o cazadores, y los que tienen otras funciones pero que no son escopetas.

      Atravesamos la primera sala y entramos en una segunda estancia donde hacían tertulia las verdaderas escopetas. Sólamente eran seis o siete. La primera persona que vi entrando fue la hija de Franco. En atención a su condición femenina, y por el hecho de que ya la conocía, fui a saludarla directamente. Carmen Franco dirigió su mirada hacia su padre para señalarme su presencia. Pero ya no pude cambiar mi trayectoria. El planchazo estaba hecho: no había saludado, de entrada, al jefe de Estado.

      Acabadas las presentaciones y, al reemprender la conversación, pensé que Franco quizás me preguntaría algo sobre París. No fue así. No me dirigió la palabra. La conversación era muy general. Se trataba, sobre todo, de discutir sobre una perdiz que Franco reivindicaba como suya; su vecino se hacía el sordo. Era una perdiz que había pasado entre Franco y otro cazador. Ambos la reivindicaban.

      Cada cazador, entre los cuales había las mejores escopetas de España, llevaba una libreta donde apuntaba las perdices abatidas, y el cómputo anual equivalía a un campeonato elitista. Una perdiz equivalía a un punto.

      En estas cacerías se hablaba de los incidentes de la partida y otras cosas parecidas. Nunca de algo que tuviese relación con la política. Lo que me sorprendió más, sin embargo, fue ver cómo Franco se disputaba aquella perdiz. En otros momentos lo vi distendido y riendo de buena gana. Franco a carcajada limpia era inimaginable para los españoles de su época, acostumbrados a verlo siempre con su rictus entre amargo y trascendental.

      Al principio de la cacería, de buena mañana, se sorteaban los lugares donde apostarse, excepto el de Franco. A él lo colocaban entre dos planchas de acero en previsión de alguna perdigonada. Eso podía suceder, por accidente, si una escopeta estaba en manos inexpertas. Los buenos disparan primero dos veces, cuando las perdices entran, y después se dan la vuelta y disparan nuevamente si alguna perdiz no ha caído. Ese movimiento de disparar primero delante y después detrás es lo que puede ser peligroso para los otros cazadores СКАЧАТЬ