Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries
Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Morbus Dei (Español)
isbn: 9783709937129
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Cuánto tiempo había esperado… Evocó con complacencia su carrera en el ejército francés y los recuerdos se sucedieron en su mente…
1665, un año importante: por fin lo ascendieron a teniente en un regimiento de caballería destinado en el sur de Francia. Luego, la siguiente gran oportunidad: la guerra entre Francia y los Países Bajos. Sirvió en Flandes, donde se presentó voluntario para participar en diversas incursiones y demostró que la disciplina y la osadía no tenían por qué ser incompatibles. Tres años después, reconocieron su arrojo ascendiéndolo a maestre de campo.
Una sonrisa se dibujó en su semblante, mientras se acariciaba la cuidada perilla.
En 1679 lo nombraron brigadier. Unos años después se inició la gran campaña del Ejército del Rin, encabezada por él. Recordó los nombres de algunas poblaciones alemanas: Heilbronn, Knittlingen, Mannheim.
Luego, Esslingen, y la hermosa hija del párroco. Gamelin sonrió. Nunca se había interesado mucho por las mujeres, le parecían un estorbo, pero la hija del párroco era especial.
¿Cómo se llamaba…? Daba lo mismo.
Heidelberg en llamas. Oppenheim arrasada. La destrucción total de la fortaleza de Landskrone. El Estado Mayor bautizó esa estrategia con el nombre de «desfortalecimiento de las ciudades», y él contribuyó a aplicarla con entusiasmo: la devastación de gran parte del territorio del Palatinado y de las ciudades de los ducados de Wurtemberg y Baden, con la subsiguiente destrucción de los medios de subsistencia de la población de los territorios enemigos.
Y Gamelin se lució en todos esos hechos.
Y si ahora conseguía conquistar la fortaleza de Turín y salvar con ello la vida de miles de soldados, zapadores y minadores franceses, en París lo nombrarían con toda seguridad maréchal général des camps et armées du roi, el mismo rango que tenía Henri de La Tour d’Auvergne, vizconde de Turenne, el hombre al que siempre había considerado un modelo a seguir. Aunque él no dispensaría a sus soldados un trato tan humano y, en su opinión, despreciable, puesto que ablandaba a los hombres y minaba su espíritu de lucha.
Una brusca parada lo arrancó de sus pensamientos.
Se alisó la guerrera, bajó del carruaje y echó un vistazo. Se habían detenido delante de una plaza. Detrás de la caravana se alzaba la puerta de peaje de Schottwien, cuya muralla defensiva cerraba por completo la salida del valle. Al otro lado de la plaza, el paso también estaba cortado por una muralla, detrás de la cual empezaba el peligroso camino rocoso que conducía al puerto de Semmering. Era imposible cruzar las montañas sin pasar por el peaje.
«No se les escapa un solo florín», pensó Gamelin, sonriendo. Le gustaba la eficiencia, sin importarle con qué método se consiguiera.
Se fijó en que en el mercado había muchísimos herreros, carreteros y guarnicioneros, así como posadas y tabernas en las que seguramente se podían encontrar cualquier diversión imaginable. Todos se ganaban la vida gracias a los carros, puesto que cualquiera que quisiera recorrer en vehículo el escarpado camino que empezaba a los pies del Semmering tenía que hacerse con más caballos o le resultaría imposible avanzar. Gamelin se había informado previamente.
Su edecán se acercó corriendo y lo saludó militarmente. Era un hombre delgado y pelirrojo, al que Gamelin le sacaba una cabeza. El hecho de que llevara más tiempo que todos sus predecesores sirviendo al mariscal de campo se debía al profundo temor que le inspiraba su superior, un miedo que se traducía en unas formas extremadamente correctas.
– Que enganchen tantos caballos como haga falta, no importa cuánto cuesten – le ordenó Gamelin—. No me gustaría quedarme tirado a medio camino porque no tenemos suficientes animales de tiro.
El edecán asintió con la cabeza y volvió a hacer un saludo militar.
– Os hago responsable, Frédéric, no me decepcionéis. ¡Podéis retiraros!
Gamelin respondió al saludo, el oficial dio media vuelta y corrió al lugar donde enganchaban a los caballos.
XVI
El teniente Wolff cabalgaba al mando de su tropa.
No se quitaba de la cabeza el extraño juramento que había prestado ante Antonio Sovino. No se sentía en absoluto obligado a cumplirlo, y no sólo porque despreciara al clero. Él era en principio un hombre creyente, pero no entendía por qué debía someter el ejercicio de la fe a un aparato de poder. Además, cualquier ladronzuelo podía poner la mano sobre un libro y decir «lo juro», puesto que en realidad no tenía ninguna consecuencia, ni para el que no cumplía el juramento ni para el libro.
Wolff aspiró el aire fresco del campo, que tan a menudo añoraba en la ciudad. Le encantaba cabalgar, porque eso siempre le ayudaba a pensar con claridad.
Cuando Tepser le dijo que se trataba de la misteriosa enfermedad, lo comprendió todo al momento. Unos días antes le habían comunicado la orden de extender un manto de silencio sobre las circunstancias que rodeaban la enfermedad y su solución final. Lo primero que pensó fue que no se levantaría ningún monumento en recuerdo de aquellas pobres almas, a diferencia de lo que se hizo con las víctimas de la última peste. Si regresaba victorioso de aquella misión y Tepser seguía siendo alcalde, podía contar con un buen salario adicional. Sí, por el contrario, lo habían destituido, seguramente tendría que buscarse otro empleo, puesto que no podría justificar su ausencia. Quizá incluso tendría que trasladarse a otra ciudad. Lo mismo les ocurriría a sus hombres, y lo sabían.
Después de dejar atrás las puertas de Viena, casi siempre que cruzaban un pueblo pasaba lo mismo: las puertas y las ventanas se cerraban a cal y canto, y las madres obligaban a entrar en casa a sus hijos. Y por todas partes se oía pronunciar en voz baja la misma advertencia: «¡Protegeos, llegan los hombres de azufre!»
Ese era el nombre popular que el pueblo daba a los alguaciles de Viena porque llevaban casacas con vuelta, cuello y solapa de color amarillo. Sin embargo, Wolff no entendía por qué inspiraban tanto miedo. Él y sus hombres se limitaban a hacer su trabajo, ni más, ni menos. Nunca habían hecho sufrir a un inocente y él siempre se permitía cierta libertad de decisión a la hora de cumplir las órdenes. Si creía que las cosas iban demasiado lejos… Bueno, siempre había opciones.
«No obstante, mejor ser temido sin motivo que ser motivo de burla justificado», pensó. La tropa cruzó la cima de una colina; al otro lado se veían granjas desperdigadas por la ladera.
Wolff espoleó al caballo.
– Por aquí no ha pasado ninguna caravana, señor – dijo el viejo aldeano, al tiempo que extendía una mano curtida hacia Wolff.
El teniente lo escrutó con la mirada y exhaló un profundo suspiro. Era agotador que siempre le complicaran la vida con mentiras.
Empuñó rápidamente el sable y se lo puso al aldeano en el cuello. El viejo se echó a temblar y balbuceó:
– Hace tres días, cuatro como mucho… Pasaron la noche en aquella granja… Se fueron al amanecer… En esa dirección. – El labrador señaló temblando hacia el sur.
El teniente Wolff esbozó una sonrisa indulgente, deslizó suavemente la hoja del sable por la mejilla surcada de arrugas del aldeano y envainó el arma.
El viejo retrocedió, bajó la cabeza y se santiguó tres veces.
Wolff СКАЧАТЬ