Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries
Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Morbus Dei (Español)
isbn: 9783709937129
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– De Francia.
Elisabeth asintió.
– No tienes acento.
– Mi padre estaba convencido de que, si quieres vencer a alguien, tienes que hablar su idioma. – Suspiró—: Ya ves tú adónde me ha llevado.
– Bueno, al menos puedes charlar conmigo – replicó Elisabeth, burlona. Y de repente tuvo una idea.
–¡Johann! – gritó el prusiano con todas sus fuerzas. No recibió respuesta—. ¡Johann, maldita sea!
De pronto, el jinete que cabalgaba delante tiró de las riendas hasta que su caballo se detuvo. El polvo del camino hacía que los ojos le ardieran al prusiano, que también refrenó a su caballo y miró furioso a su amigo.
– Por todos los demonios, vas a matar a los caballos – le reprochó.
Johann no se inmutó.
– Ya compraremos otros. Se nos acaba el tiempo.
– A nosotros, no. A ti. ¿Cuánta distancia crees que puede recorrer una caravana en un día? – le preguntó el prusiano y, sin esperar la respuesta, añadió—: Los alcanzaremos, no te quepa duda.
Johann respiró hondo. En el fondo sabía que su amigo tenía razón. Le acarició el cuello al caballo, que resollaba, y miró a su alrededor. Hans y Karl se acercaban al galope; los seguía Markus, que parecía un gigante a lomos de su pequeño caballo. Los hombres tenían la cara cubierta de polvo y los caballos estaban al borde de la extenuación.
– Si quieres matar a los caballos, será mejor que les peguemos un tiro en vez de obligarlos a cabalgar como posesos – protestó Karl.
Johann miró hacia el horizonte y vio unas nubes densas que se teñían de color anaranjado al sol del atardecer. Su sombra se extendía sobre los campos; anunciaban tormenta.
– Pararemos en la próxima posada.
–¡Aleluya! – exclamó Hans—. Una hora más cabalgando y mi trasero se volvería tan insensible como el corazón del guardián de un harén turco.
–¡Qué sabrás tú de guardianes y de harenes turcos! – dijo Karl entre risas, pero Hans no replicó.
La lluvia azotaba el tejado de la pequeña posada de Ebraichsdorf en la que Johann, el prusiano, Markus, Hans y Karl ocupaban una mesa tosca de madera. Las lámparas de aceite arrojaban una luz trémula y, en el suelo y en las mesas, había jarras de barro para recoger el agua de lluvia que entraba por los agujeros del tejado.
El posadero, que también hacía las veces de cocinero, mozo de cuadra y criada, entró con un caldero de sopa humeante y lo dejó encima de la mesa. «A juzgar por el aspecto del cocinero, la comida tiene que ser repugnante», pensó Johann, mientras observaba cómo el hombrecillo escuálido se apresuraba a ponerles platos y cucharas de madera.
– Q-q-que ap-p-pro… – El posadero acabó la frase haciendo un gesto con la mano y se fue apresuradamente.
– No está en sus cabales – comentó Karl.
Markus olió el contenido del caldero.
– He comido cosas peores – informó.
– Bueno, pues allá vamos – dijo el prusiano, que empezó a servir la sopa en los platos.
Sin embargo, antes de que pudiera coger la cuchara para empezar a comer, Johann se levantó.
– Quiero agradeceros de todo corazón vuestra ayuda – dijo, y respiró hondo—. Sabéis que podéis iros cuando queráis, sin que os pese. Tú también, Markus. Gracias.
– Vaya, ¡ojalá lo hubiera sabido antes! – bromeó Karl, y Hans le dio un codazo—. Sólo añadiré una cosa: empezamos esto juntos y lo acabaremos juntos.
Todos golpearon la mesa con el mango de la cuchara para mostrar su acuerdo.
Cuando ya se habían llenado bien el estómago, el posadero retiró el caldero. Se quedaron sentados a la mesa, agotados y con una jarra de vino delante. Después de devorar la comida, realmente deliciosa, Johann no entendía por qué aquel hombre estaba tan delgado, quizá tenía la tisis.
La tensión que la noche anterior había estado a punto de desgarrarlo en Deutsch-Altenburg se había transformado en ansia. Sin embargo, esa desazón se fue debilitando a medida que recorrían millas y ahora casi había cedido paso a una serenidad inesperada. Johann sabía que estaba en el buen camino. Sabía que volvería a tener a Elisabeth en sus brazos al cabo de pocos días.
Y cuanto más la añoraba, más le costaba imaginarse cómo podía soportar el prusiano la pérdida de Josefa.
–¿Acaso no tengo razón, Johann? – preguntó el prusiano.
Johann volvió a la realidad.
– Pues claro – contestó, sin saber a qué se refería.
– Ya veremos si eres tan bueno – dijo Hans, que sacó una baraja de cartas manoseadas y la colocó ruidosamente sobre la mesa—. ¡Jugamos al Sesenta y seis, caballeros! El que pierda la mano paga un kreuzer[2] y, cuando tengamos suficientes, pedimos otra ronda.
Johann se levantó.
– Yo me voy a dormir.
El prusiano lo agarró del brazo:
– Vamos, el que cabalga como un húsar también puede perder un par de manos, ¿no?
Johann suspiró.
Y volvió a sentarse con sus camaradas.
XII
Un trueno arrancó a Elisabeth de un sueño sin pesadillas. Somnolienta, miró a su alrededor. Los demás prisioneros también estaban tendidos sobre el heno medio podrido, algunos acurrucados muy juntos. Un suave ronquido era lo único que se oía en la oscuridad, iluminada tan sólo por unas lámparas de aceite colgadas del techo. Justo las necesarias para que los guardias pudieran comprobar que todo seguía en orden cuando hacían la ronda.
Sobre el tejado del establo en ruinas empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, pocas y aisladas al principio, pero cada vez más intensas. Y crearon una melodía que recordaba el sonido de las canicas de barro al golpear contra un suelo de piedra.
Elisabeth se incorporó y miró por una rendija de la pared de tablas. Vio la silueta negra de un mercenario que montaba guardia. El hombre murmuró una maldición, se subió el cuello del abrigo y se caló el sombrero.
Johann aún no había llegado.
Confía en él.
¿Y si le había ocurrido algo?
Imposible.
¿Y si no llegaba nunca?
Elisabeth apretó la mano contra la rendija. Cuanto más se desesperaba, más fuerte apretaba, hasta que un dolor punzante acabó con aquella espiral de dudas y miedo. Apartó instintivamente СКАЧАТЬ
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Moneda de uso legal en los estados alemanes del sur, Austria y Suiza antes de la unificación de Alemania. Setenta y dos