Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Morbus Dei: Bajo el signo des Aries - Matthias Bauer страница 15

Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

Автор: Matthias Bauer

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Morbus Dei (Español)

isbn: 9783709937129

isbn:

СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      Hacia lo único que en aquel momento le quedaba de Johann.

      ¿Tal vez había llegado la hora de esperar menos y actuar más?

      Volvió a mirar por la rendija. La lluvia era cada vez más intensa y cubría la noche con un manto nebuloso.

      – Me encanta la lluvia. – Una voz masculina arrancó a Elisabeth de sus pensamientos.

      La joven se sobresaltó como si la hubieran sorprendido mirando algo prohibido.

      – No quería asustarte – dijo Alain, al tiempo que se sentaba a su lado.

      – Y no lo has hecho – respondió ella con brusquedad.

      – El mundo se renueva con la lluvia; y nada es como antes. Todo es más intenso: los colores, los olores. La vida.

      – Con la condición de que se tenga libertad para disfrutar de esos cambios – dijo Elisabeth.

      – Sí, con esa condición – repitió Alain, pensativo.

      –¿Adónde? – preguntó Elisabeth en voz baja, y se acercó a Alain, cuyo rostro iluminaba débilmente una lámpara de aceite.

      –¿Adónde qué?

      –¿Adónde nos llevan?

      – No lo sé. Sólo nos dijeron que os escoltaríamos hacia al sur – contestó Alain.

      Elisabeth le creyó.

      – Pero tú ya no eres uno de ellos – le susurró—. Ahora eres uno de nosotros. Lo que nos ocurra a nosotros, te ocurrirá a ti también.

      – Pero aún soy francés… – Alain se interrumpió, acababa de comprender que la frase era ridícula.

      – Como si fueras el rey de Francia. Tienes la enfermedad y eres como nosotros.

      Alain bajó la mirada.

      – Y como tal – continuó Elisabeth—, compartirás nuestro destino.

      – Si quisieran mataros…, «matarnos», ya lo habrían hecho.

      – Puede que tengas razón. Pero hay cosas peores que la muerte.

      Alain calló.

      Elisabeth esperó, pero el mercenario no había picado el anzuelo.

      Ponle otro cebo.

      – Piensa que pronto sabrás lo que significa tener esta enfermedad…

      –¿A qué te refieres?

      – El sol te quemará la piel blanca y las ramificaciones negras se extenderán por todo tu cuerpo, quizá también por la cara. Es posible que soportes la luz del día, pero también es posible que sólo puedas salir al amparo de la noche. La gente te evitará, en el mejor de los casos, pero probablemente te echarán de malos modos o incluso irán a por ti, porque no entenderán tu condición. Y algún día te…

      – Ya basta – la interrumpió Alain—, puedo imaginarlo. Pero tú no pareces tan afectada como pronosticas.

      – La enfermedad no se manifiesta del mismo modo en todos los infectados, aunque no sé por qué. Lo único que sé es que no pienso doblegarme.

      –¿Y qué vas a hacer? La desobediencia…

      – Sólo se puede culpar de desobediencia a los que están obligados a obedecer – susurró Elisabeth, saboreando su triunfo. El muchacho había picado el anzuelo—. Nosotros somos prisioneros. Y los prisioneros no le deben obediencia a nadie, salvo a sí mismos.

      –¿Quieres huir? – preguntó Alain.

      – No, no quiero – replicó ella—. Tengo que hacerlo.

      XIII

      – Lo juro ante Dios Todopoderoso.

      El teniente Wolff levantó la mano de la Biblia, un ejemplar con cubiertas de cuero bellamente ornadas.

      El edecán de Sovino se apresuró a retirar el libro sagrado, como si tuviera miedo de que pudiera ensuciarse, y volvió a envolverlo en terciopelo rojo.

      – Que Dios os bendiga – dijo Antonio Sovino, al tiempo que le hacía la señal de la cruz.

      Estaban en el revellín, delante de la Kärntnertor, la puerta que unía el glacis con la muralla. La Guardia Negra formaba en semicírculo detrás de Sovino y su edecán, y trece jinetes montados en corceles blancos andaluces esperaban detrás de Wolff. Todos eran hombres aguerridos, que el teniente había seleccionado cuidadosamente. Vestían guerreras de color gris claro y sólo llevaban el equipo imprescindible. Cada uno de ellos iba armado con un sable y un mosquetón de chispa.

      – Que Dios os proteja en el camino de la perversión que hay en el mundo – le dijo Sovino a Wolff.

      – Bueno, si me bendice uno de sus siervos más fieles… – respondió secamente el teniente.

      Sovino vaciló un instante, luego sonrió y dio un paso hacia Wolff. Lo miró con frialdad y le dijo en voz baja:

      – Cumplid la tarea que se os ha encomendado y dejaos de discursos perspicaces, ¿entendido?

      Wolff asintió en silencio, pero no retrocedió.

      El visitador dio media vuelta y se dirigió hacia la Kärntnertor con sus hombres.

      El teniente los siguió con la mirada; luego contempló la sólida fortificación que protegía la ciudad de Viena. Una sensación de angustia se adueñó de él, como si aquélla fuera la última vez que vería su ciudad natal. Y a sus amantes.

      Carraspeó para quitarse de la cabeza esos pensamientos y subió a su caballo blanco.

      –¡Dios con nosotros! – gritó a sus hombres, y cruzó al galope el puente que se extendía sobre el glacis.

      Sus hombres lo siguieron.

      XIV

      Desde que partieron al despuntar el día, Johann se esforzaba por dejar que fuera su montura la que determinara la velocidad de la marcha. Era consciente de que el día anterior se había excedido. Si uno de los caballos se desplomaba, les costaría mucho sustituirlo. No por el precio, puesto que el conde Von Binden les había entregado una generosa suma, sino por la falta de oferta.

      Ya habían dejado atrás las localidades de Gottendorf, Rohrau y Prukh. Ese día habían cabalgado por campos y bosques, sin encontrar una sola ciudad en millas. Además, el suelo reblandecido dificultaba el avance, la tormenta del día anterior no se había alejado hasta pasada la medianoche.

      Al llegar a Traskirch preguntaron por primera vez por la caravana, pero no obtuvieron resultados. Cada vez que alguien negaba con la cabeza o se encogía de hombros, la inquietud de Johann aumentaba. ¿Habría confiado Von Binden en un inútil que no le había contado más que mentiras? ¿Y si Gamelin había tomado el camino de Santiago en dirección a Salzburgo y cada vez estaba más lejos?

      El СКАЧАТЬ