Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
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Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

Автор: Matthias Bauer

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Morbus Dei (Español)

isbn: 9783709937129

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СКАЧАТЬ teniente Wolff es el hombre ideal para esta delicada tarea, señor Sovino – dijo Tepser en tono servicial—. En su juventud ya demostró su valía cuando, en el último asedio turco, rompió varias veces el cerco de Viena con un pequeño pelotón para realizar operaciones que minaran las fuerzas de los impíos.

      Sovino observó con ojos críticos al hombre que se encontraba en posición de firmes delante de él y el alcalde. El teniente Georg Maria Wolff parecía un hombre duro, era de constitución vigorosa, llevaba el pelo corto y pasaba de los cuarenta. Su aplomo le confería el aspecto de ser una persona formal y seria; aunque las arrugas en torno a sus ojos, señales de frecuente risa, revelaban que en su vida privada no se comportaba de modo tan cartesiano como cuando estaba de servicio.

      Sovino se mesó la cuidada barba. Por un momento lo asaltó la duda, pero finalmente se decidió.

      – Teniente Wolff, ¿estáis dispuesto a cumplir en nombre de Dios una misión de suma importancia para la Iglesia y de gran relevancia para vuestra amada ciudad imperial?

      Wolff miró a Tepser, pero el alcalde no movió ni un solo músculo de la cara. Wolff asintió.

      –¿Y estáis dispuesto a jurarlo sobre la Biblia?

      – Sí, señor.

      Sovino sonrió satisfecho.

      – No obstante, antes me gustaría saber qué tengo que jurar – añadió Wolff con determinación.

      Tepser dio un manotazo en la mesa.

      –¿Cómo os atrevéis? Vuestra obligación es acatar las órdenes…

      – Pero, señor alcalde – lo calmó Sovino—, prefiero a un hombre leal que piense por sí mismo que a un simple receptor de órdenes que ante el más mínimo contratiempo se vea limitado por su limitado intelecto.

      Wolff miró fijamente a Sovino. Conocía a esa clase de hombres. Se cubrían con un manto de bondad, pero eran capaces de pasar por encima de un cadáver.

      – Un enviado secreto francés, de nombre François Antoine Gamelin, ha conseguido sacar del distrito en cuarentena a unos cuantos enfermos peligrosos para utilizarlos en su propio beneficio y también en beneficio del reino de Francia. – Sovino bajó la voz—. Os hablaré abiertamente: no es ningún secreto que Su Santidad el Papa apoya al rey Luis XIV por haber ayudado a su sobrino Felipe V de Borbón a hacerse con el trono de España. Sin embargo, el daño que el plan de Gamelin podría causar al Sacro Imperio Romano Germánico es incalculable. Y Su Santidad no puede tolerarlo.

      Tepser asintió con la cabeza, fingiendo que lo entendía. Wolff permanecía impasible.

      Sovino prosiguió:

      – Gamelin avanza en estos momentos hacia el sur con un puñado de mercenarios. Alcanzadlo y matadlo. Y destruid su carga.

      – Al francés, en cuanto podamos, pero ¿no hemos «liberado» ya de su sufrimiento a bastantes enfermos? – El tono de voz de Wolff dejó muy claro lo que pensaba de la limpieza del distrito en cuarentena y de lo que les había ocurrido a los enfermos.

      – Desde luego, pero ¿quién sabe a cuántas personas más podrían infectar? – Sovino se acercó a la ventana y miró a la calle—. Sería una pena que tuviéramos que cerrar todos los prostíbulos de Viena, puesto que, como todo el mundo sabe, son un caldo de cultivo para las enfermedades más lujuriosas. Como medida de prevención, se entiende.

      Wolff entendió. Sonrió cínicamente y les hizo un saludo militar.

      – Formad una tropa de unos doce hombres de confianza para que os acompañen en la misión. Recibiréis el resto de la información mañana al amanecer, antes de partir – añadió Sovino sin dejar de mirar por la ventana.

      Con esas palabras despidió al teniente, que salió de la estancia, pero en vez de cerrar la puerta, la dejó entornada. Se detuvo al llegar al pasillo y, después de comprobar que no había ningún guardia a la vista, se inclinó hacia la puerta y aguzó el oído.

      –¿Puedo preguntaros por qué no os encargáis vos mismo del asunto? – le preguntó el alcalde a Sovino.

      – No es de vuestra incumbencia, pero mi misión es de otra naturaleza – respondió Sovino, irritado.

      El visitador continuó hablando y lo que Wolff escuchó entonces lo inquietó y le confirmó la imagen que se había hecho de Sovino durante el breve encuentro.

      De pronto se oyeron pasos en el pasillo. Wolff se apartó rápidamente de la puerta y siguió su camino. Se cruzó con dos hombres de la Guardia Negra, pasó por alto su saludo y salió a toda prisa del edificio.

      XI

      Gamelin se despertó sobresaltado del duermevela en que se había sumido. El carruaje se había detenido inesperadamente. Oyó los gritos de sus hombres y balidos de ovejas.

      Abrió la puerta y bajó los dos escalones de hierro forjado. La luz del sol lo cegó y tardó unos segundos en distinguir lo que ocurría: un rebaño de unas cuarenta ovejas bloqueaba el camino y el pastor no parecía tener prisa en arrear al ganado.

      Uno de los mercenarios se bajó del caballo, empuñó el arma y avanzó decidido hacia el aldeano. El campesino se puso a gritar de inmediato a las ovejas y a darles golpes en los cuartos traseros para que avanzaran.

      Gamelin echó un vistazo al entorno. De las cabañas cercanas empezaban a salir curiosos, algunos vestidos con harapos repugnantes y otros terriblemente desfigurados. «Todos asquerosos y sucios», pensó Gamelin. Su indignación fue a mayores cuando vio que uno de aquellos seres despreciables casi lograba mirar debajo del toldo antes de que la patada de un mercenario lo arrojara justo a tiempo al cieno del camino. De pronto, Gamelin lo tuvo claro: si seguían avanzando hacia el sur por el camino de Santiago, cada vez llamarían más la atención, levantarían más rumores y mayor sería el peligro de que los detuviera una patrulla austriaca.

      A sus espaldas se extendían la llanura que precedía a la ciudad de Viena y ante ellos se alzaba la cordillera boscosa de los Alpes orientales. Tardarían más, pero a partir de ese momento, siempre que pudieran, tomarían senderos alejados del camino principal que conducía al puerto de montaña de Semmering.

      Le hizo una señal al jefe de la caravana para que se acercara y compartió sus reflexiones con él. El hombre asintió, espoleó a su caballo y se abrió paso entre las ovejas como Moisés en el mar Rojo, separando al galope el rebaño, que dejó oír sus protestas.

      La caravana se puso de nuevo en marcha y Gamelin desapareció en el interior de su carruaje. Antes de irse, cuatro mercenarios se hicieron con sendas ovejas: la próxima comida estaba asegurada.

      Elisabeth pudo echar algunas miradas al exterior, reconoció el Semmering, el puerto de montaña que habían cruzado hacía pocas semanas —¿o eran años? – de camino a Viena.

      A su lado se sentaba el joven mercenario, que miraba estupefacto las venas negras que se le extendían por la mano.

      – Te acostumbrarás – le susurró ella.

      – No puedo imaginarlo – respondió en un alemán sin acento.

      – Me llamo Elisabeth.

      El joven la miró titubeando, pero al final se decidió a presentarse.

      – Alain.

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