Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries
Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Morbus Dei (Español)
isbn: 9783709937129
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IX
El alcalde Tepser iba de un lado a otro en su despacho. Respiraba entrecortadamente y tenía la cara enrojecida y la mirada perdida en el vacío. Se esforzaba por pensar con claridad y entender lo que la aparición del enviado de Roma podía significar para él.
Evidentemente, igual que muchos otros, había oído hablar de la «Guardia Negra». Era una tropa de hombres a las órdenes de la Iglesia, que cumplían misiones que, por cuestiones de discreción o de la problemática que se derivaba de la propia fe, no se podían o no se querían encargar a soldados normales y corrientes. En la época de las cruzadas había sido fácil eludir el quinto mandamiento, «No matarás», porque la Iglesia declaró que matar a un infiel, fuera cual fuera su edad o sexo, no se consideraba un crimen.
Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles en la propia tierra.
Así pues, la Guardia Negra desempeñaba en el fondo un papel similar al de la Inquisición, aunque sin sembrar entre la población el pánico que inspiraban los inquisidores. Solían actuar en la sombra y recorrían los países católicos para «mantener el orden». La propia guardia decidía en qué consistía ese «orden» y el grado de tolerancia respecto a las discrepancias.
Tepser miró por la ventana: Ya habían retirado las barricadas de la calle de enfrente y los vecinos del barrio volvían a sus casas con sus posesiones a cuestas o empujando una carretilla. Entonces pensó que, tan pronto como se repararan las consecuencias del incendio, propondría en el Consejo Municipal que, durante una temporada, se otorgaran privilegios fiscales a los afectados del barrio en cuarentena, y todo volvería a la normalidad.
Paseó la mirada por la calle y oyó el sonido rítmico de los pasos de los soldados que desfilaban por delante.
Tepser carraspeó y se volvió hacia la puerta de dos hojas que conducía a las dependencias del Ayuntamiento.
Había llegado la hora.
–¿Qué decís que hizo Von Pranckh?
El alcalde no daba crédito a sus oídos, la información que acababa de transmitirle Antonio Sovino era demasiado atroz. El enviado del Papa arqueó lacónicamente una ceja y dejó que sus palabras causaran efecto.
Tepser apretó inconscientemente los puños. ¿Cómo diantre podía saber él que el general Von Pranckh había hecho tratos con un francés y que ese francés se había llevado clandestinamente de la ciudad a unos cuantos enfermos, probablemente supervivientes del distrito en cuarentena?
–¿Pero qué demonios piensa hacer ese francés con unos cuantos enfermos?
Sovino suspiró como si tuviera que explicarle otra vez a un niño poco espabilado por qué uno y uno son dos.
– Se os informó de que una parte del ejército francés avanzaba hacia Turín, ¿no es cierto?
Tepser asintió en silencio.
– Y, por pocos conocimientos de estrategia que se tengan, cualquiera sabe que la mejor manera de romper las defensas es hacerlo desde dentro.
Tepser no mostró ninguna emoción, a pesar de que la burla de Sovino lo hizo sentir como un barril de pólvora a punto de estallar.
– Basta con meter a los enfermos en la ciudad sitiada y esperar a que la epidemia devore a los que la defienden. Vos sabéis muy bien que en vuestra ciudad actuó muy deprisa.
Tepser se quedó boquiabierto. ¿Cómo se había enterado aquel siervo de la Iglesia de los sucesos que, unos días antes, habían tenido un desenlace fatal?
Una sonrisa socarrona se dibujó en el semblante de Sovino:
– Podéis evitar que los hechos se registren por escrito, pero eso no significa que la gente no hable ni que yo no me entere, evidentemente. Igual que de la suerte que ha corrido mi sobrino.
– Basilius Sovino – murmuró Tepser, y recordó al joven novicio que seguía al dominico Bernardus Wehrden a todas partes en silencio—. Mi más sentido pésame. Si os sirve de consuelo, debéis saber que no sufrió mucho…
Sovino lo mandó callar con un gesto de la mano.
– Ahorradme vuestras condolencias retóricas sobre la muerte rápida y el alivio que supone. Soy un hombre de la Iglesia y sé perfectamente que eso no es cierto, nadie muere en un instante. La muerte sólo es el principio del verdadero sufrimiento.
– Pero vuestro sobrino era…
– Ni una palabra más sobre mi sobrino – lo interrumpió de nuevo Sovino—. Era el hijo licencioso de mi hermana licenciosa y de su aún más licencioso esposo. Siempre me dio la impresión de que era una rata. Y seguro que murió como tal. De manera licenciosa y cobarde.
Sovino sonrió complacido, pero enseguida volvió a ponerse serio y miró a Tepser a los ojos.
– Creo que queríais contarme algo sobre el barrio en cuarenta que nunca ha existido.
El alcalde era un apasionado jugador de ajedrez y sabía cuándo llegaba el momento de atacar. Y aún no había llegado ese momento, antes tenía que sacrificar alguna pieza.
– Decidme en qué puedo ayudaros.
– El francés no me importa – aclaró Sovino—. Lo que quiero es acabar con la enfermedad, puesto que no cabe duda de que es obra del demonio. Quiero que ordenéis a vuestro mejor hombre que dirija un pelotón de asalto contra el francés y que liberen de su sufrimiento a esas almas enfermas. Ya sabéis a qué me refiero.
Tepser asintió.
– Bien – prosiguió Sovino con frialdad—. No me gustaría verme en la obligación de seguir investigando cómo es posible que vos y las demás autoridades de Viena colaborarais tan estrechamente con Von Pranckh sin sospechar nada de sus intrigas.
Tepser palideció. Sovino esbozó una sonrisa sardónica, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
– Informadme cuando pueda dar instrucciones a vuestro hombre.
X
El teniente Wolff estrechó a su amante, le dio una calada a la pipa y exhaló el humo formando anillos. «No hay nada mejor en este mundo que notar el calor de una mujer en la cama», pensó con placer.
«Salvo notar el calor de dos mujeres», sonrió para sus adentros y atrajo hacia él a su segunda amante, que se acurrucó adormecida sobre su pecho.
El aire estaba cargado de humo y de olor a vino tinto y a sudor. Las dos únicas velas que iluminaban la estancia proyectaban suficiente luz para intuir el brocado rojo que cubría las paredes.
«No me importaría morir ahora mismo», pensó Wolff. Justo en ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe y un soldado del cuerpo de alguaciles entró sin vacilar.
–¡Mi teniente, el alcalde reclama vuestra presencia! ¡De inmediato!
Wolff soltó un profundo suspiro, seguido de un gruñido de resignación. Besó a la mujer a su derecha, luego a la de la izquierda, se puso los pantalones y dejó un florín de oro encima de la cama.
– Maria, СКАЧАТЬ