Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
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Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

Автор: Matthias Bauer

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Morbus Dei (Español)

isbn: 9783709937129

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СКАЧАТЬ de los matorrales.

      –¡Daos prisa, no tenemos toda la noche!

      Los niños lloraban, las lágrimas se deslizaban por sus pequeñas mejillas, marcadas por ramificaciones negras.

      Elisabeth se apartó la mano del vientre y notó que se le humedecían los ojos. Se apresuró a secárselos y se dirigió a la fuente.

      Una hoguera crepitaba en medio del corro que habían formado los vecinos del pueblo y los gitanos que habían acampado allí con sus carros hacía unas horas. Todos bromeaban, reían, comían y bebían como si se conocieran desde hacía una eternidad y celebraran el reencuentro. Dos músicos, con un violín y un caramillo, tocaban alegres canciones con un halo de nostalgia.

      Johann miró el corro, sonrió a los niños que tocaban palmas, a los hombres que bebían y a las muchachas que bailaban. Pero lo que él quería era levantarse y marcharse, partir en busca de Elisabeth. A cada segundo que pasaba, el peso que le aplastaba los hombros parecía más grande y aumentaba su confusión.

      Markus estaba sentado a su lado, royendo las últimas costillas del cordero asado. Victoria Annabelle dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su padre, tapada con una manta de tejido basto.

      Hans y Karl se abrazaban, reían y se emborrachaban.

      El prusiano todavía no se había despertado, el médico lo velaba roncando en la casa.

      Von Binden miró pensativo a Johann.

      – No lo hagas. Fracasarías.

      Johann se sobresaltó como si lo hubieran sorprendido robando.

      – Solo, no conseguirás nada. Ten paciencia. Juntos, la encontraréis.

      – Quizá entonces ya sea demasiado tarde, señor conde.

      – Quizá —replicó Von Binden, mascando tabaco—. Pero, si te vas solo, el fracaso está asegurado.

      Johann volvió a contemplar el fuego. Sabía que Von Binden tenía razón. Y lo maldijo por ello.

      El conde escupió en el suelo y le ofreció su jarra de vino con una sonrisa.

      –¡Y hazme el favor de llamarme Samuel!

      V

      «No malgastes tus energías, vas a necesitarlas.» Las palabras de Von Pranckh resonaron en la mente de Johann, como si las forjaran a golpe de martillo.

      Luego vio el instrumento con que Von Pranckh se le acercaba y le dio la impresión de que las paredes de la mazmorra se le caían encima.

      Un dolor ardiente se apoderó de sus sentidos y le cortó la respiración cuando el militar le clavó la herramienta en el costado.

      Von Pranckh paró un momento y esperó a que volviera la calma después de aquella tempestad de dolor. Luego siguió girando el instrumento para la que la espiral de hierro penetrara un poco más.

      Johann supo que esta vez no tenía escapatoria.

      Perdóname, Elisabeth.

      Un dolor ardiente invadió a oleadas su cuerpo, a Johann todo le daba vueltas, estaba muy cerca de la liberadora pérdida de conocimiento.

      Y de nuevo un dolor ardiente… dolor… más dolor…

      Johann abrió los ojos. Victoria Annabelle lo pinchaba en el hombro con el palo que el día anterior intentaba mantener en equilibrio en la punta de la nariz. Al ver que Johann se había despertado, sonrió con picardía y entró corriendo en la cabaña del médico.

      Johann se llevó la mano al hombro y palpó la herida que le había hecho Von Pranckh.

      Aún le dolía.

      Miró el entorno. Los rayos de sol del amanecer sumían las casas bajas de Deutsch-Altenburg en una luz agradable. El heno sobre el que descansaba era cálido y blando. En el aire aún flotaba el olor a humo de la fogata que habían encendido por la noche, en la que aún quedaban algunos rescoldos.

      El pueblo estaba tranquilo, sólo se oían las voces y las risas de las gitanas que lavaban la ropa en las aguas del Danubio. Johann se levantó y se desperezó. Notó un leve dolor de cabeza, probablemente por culpa de la jarra de vino que esa noche había vaciado mano a mano con Von Binden. O por la que se bebieron después.

      Entró en la cabaña y vio que, en la mesa en la que unas horas antes habían atado al prusiano, había un cuenco de madera lleno de sopa de cerveza humeante. Leonardus, Von Binden, Victoria Annabelle, Hans y Karl estaban sentados a la mesa. Con excepción de la niña, a todos se les notaban en la cara los excesos de la noche anterior.

      Sin decir nada, se sentó en un taburete y se sirvió un cucharón de sopa en el plato que tenía delante. Echó dentro unas migas de pan y lo removió todo con una cuchara.

      – Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar – murmuró el médico, y se santiguó.

      Los demás lo imitaron.

      Johann tomó un sorbo de sopa; la cerveza rebajada con agua tenía un sabor intenso y aromático. Paseó la mirada por los semblantes que lo rodeaban, de los que había desaparecido la despreocupación cargada de alcohol de la noche anterior. Todos volvían a pensar en la huida, en lo que habían dejado atrás o en lo que no volverían a ver nunca.

      –¡Resucitado de entre los muertos! – exclamó Leonardus de pronto.

      Todos dirigieron la mirada a la figura que salía tambaleándose de la habitación situada en la parte de atrás. Era el prusiano.

      –¡Heinz, amigo…! – Johann se levantó de un salto y corrió a ayudarlo, pero el prusiano rechazó la ayuda con un gruñido y lo agarró por el cuello de la camisa.

      – Guárdate tu ayuda para las viejas y los tiroleses, desertor.

      – Hoy tienes carta blanca para decir todas las impertinencias que quieras. Aprovecha – le respondió Johann, y lo abrazó con tanta fuerza como pudo.

      –¡Qué bonito es el amor! – bromeó Karl.

      Hans y Victoria Annabelle se rieron.

      – Siéntate con nosotros. ¿Cómo te encuentras? – le preguntó Leonardus, escrutándolo con la mirada.

      – Bastante bien – respondió el prusiano—. No es la primera vez que me disparan.

      – Pero podría haber sido la última – replicó el médico.

      – No había llegado mi hora – contestó sonriendo el prusiano.

      Luego se sentó a la mesa con los demás. Se movía como un anciano.

      –¿«Bastante bien»? ¡Lo que hay que oír! – murmuró Leonardus.

      El prusiano lo observó malhumorado. Johann le ofreció un cuenco lleno de sopa humeante. El prusiano cogió la cuchara, la sumergió en el líquido y se la llevó a la boca con mano temblorosa. Tragó y puso cara de gozo.

      – Y enseguida estaré mucho mejor – dijo СКАЧАТЬ