Ana Karenina. Liev N. Tolstói
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Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 49

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782384230167

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СКАЧАТЬ en el fondo daba preferencia al primero de aquellos círculos. Pero desde su viaje a Moscú ocurría lo contrario: huía de sus amigos intelectuales y frecuentaba el gran mundo.

      Solía hallar en él a Vronsky y tales encuentros le producían una emocionada alegría. Con frecuencia le veía en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de Vronsky.

      El joven acudía a todos los sitios donde podía encontrar a Ana y le hablaba de su amor siempre que se presentaba ocasión para ello.

      Ana no le daba esperanzas, pero en cuanto le veía se encendía en su alma aquel sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera por primera vez. Tenía la sensación precisa de que, al verle, la alegría iluminaba su rostro y le dilataba los labios en una sonrisa, y que le era imposible dominar la expresión de aquella alegría.

      Al principio, Ana se creía de buena fe molesta por la obstinación de Vronsky en perseguirla. Mas, a poco de volver de Moscú y después de haber asistido a una velada en la que, contando encontrarle, no le encontró, hubo de reconocer, por la tristeza que experimentaba, que se engañaba a sí misma, y que las asiduidades de Vronsky no sólo no le desagradaban sino que constituían todo el interés de su vida.

      La célebre artista cantaba por segunda vez y toda la alta sociedad se hallaba reunida en el teatro.

      Vronsky, viendo a su prima desde su butaca de primera fila, pasó a su palco sin esperar el entreacto.

      –¿Cómo no vino usted a comer? –preguntó Betsy.

      Y añadió con una sonrisa, de modo que sólo él la pudiera entender:

      –Me admira la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero venga cuando acabe la ópera.

      Vronsky la miró, inquisitivo. Ella bajó la cabeza. Agradeciendo su sonrisa, él se sentó junto a Betsy.

      –¡Cómo me acuerdo de sus burlas! –continuó la Princesa, que encontraba particular placer en seguir el desarrollo de aquella pasión–. ¿Qué queda de lo que usted decía antes? ¡Le han atrapado, querido!

      –No deseo otra cosa que eso –repuso Vronsky, con su sonrisa tranquila y benévola–. Sólo me quejo, a decir verdad, de no estar más atrapado… Empiezo a perder la esperanza.

      –¿Qué esperanza puede usted tener? –dijo Betsy, como enojada de aquella ofensa a la virtud de su amiga–. Entendons–nous…

      Pero en sus ojos brillaba una luz indicadora de que sabía tan bien como Vronsky la esperanza a que éste se refería.

      –Ninguna –repuso él, mostrando, al sonreír, sus magníficos dientes–. Perdón –añadió, tomando los gemelos de su prima y contemplando por encima de sus hombros desnudos la hilera de los palcos de enfrente–.Temo parecer un poco ridículo…

      Sabía bien que a los ojos de Betsy y las demás personas del gran mundo no corría el riesgo de parecer ridículo. Le constaba que ante ellos puede ser ridículo el papel de enamorado sin esperanzas de una joven o de una mujer libre. Pero el papel de cortejar a una mujer casada, persiguiendo como fin llevarla al adulterio, aparecía ante todos, y Vronsky no lo ignoraba, como algo magnífico, grandioso, nunca ridículo.

      Así, dibujando bajo su bigote una sonrisa orgullosa y alegre, bajó los gemelos y miró a su prima:

      –¿Por qué no vino a comer? –preguntó Betsy, mirándole a su vez.

      –Me explicaré… Estuve ocupado… ¿Sabe en qué? Le doy cien o mil oportunidades de adivinarlo y estoy seguro de que no acierta. Estaba poniendo paz entre un esposo y su ofensor. Sí, en serio…

      –¿Y lo ha conseguido?

      –Casi.

      –Tiene que contármelo –dijo ella, levantándose–. Venga al otro entreacto.

      –Imposible. Me marcho al teatro Francés.

      –¿No se queda a oír a la Nilson? ––exclamó Betsy, horrorizada, al considerarle incapaz de distinguir a la Nilson de una corista cualquiera.

      –¿Y qué voy a hacer, pobre de mí? Tengo una cita allí relacionada con esa pacificación.

      –Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán salvados ––dijo Betsy, recordando algo parecido dicho por alguien–. Entonces, siéntese y cuénteme ahora. ¿De qué se trata?

      Y Betsy, a su vez, se sentó de nuevo.

      Capítulo 5

      –Aunque es un poco indiscreto, tiene tanta gracia que ardo en deseos de relatarlo –dijo Vronsky, mirándola con ojos sonrientes–. Pero no daré nombres.

      –Yo los adivinaré, y será aún mejor.

      –Escuche, pues: en un coche iban dos jóvenes caballeros muy alegres.

      –Naturalmente, oficiales de su regimiento.

      –No hablo de dos oficiales, sino de dos jóvenes que han comido bien.

      –Traduzcamos que han bebido bien.

      –Quizá. Van a casa de un amigo con el ánimo más optimista. Y ven que una mujer muy bonita les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y –o así se lo parece al menos– les sonríe y saluda. Como es de suponer, la siguen. Los caballos van a todo correr. Con gran sorpresa suya la joven se apea ante la misma puerta de la casa adonde ellos van. La bella sube corriendo al piso alto. Sólo han visto de ella sus rojos labios bajo el velillo y los piececitos admirables.

      –Me lo cuenta usted con tanto entusiasmo que no parece sino que era usted uno de los dos jóvenes.

      –¿Olvida usted lo que me ha prometido? Los jóvenes entran en casa de su amigo y asisten a una comida de despedida de soltero. Entonces es seguro que beben, y probablemente demasiado, como siempre sucede en comidas semejantes. En la mesa preguntan por las personas que viven en la misma casa. Pero nadie lo sabe y únicamente el criado del anfitrión, interrogado sobre si habitan arriba mademoiselles, contesta que en la casa hay muchas. Después de comer, los dos jóvenes se dirigen al despacho del anfitrión y escriben allí una carta a la desconocida. Es una carta pasional, una declaración amorosa. Una vez escrita, ellos mismos la llevan arriba a fin de explicar en persona lo que pudiera quedar confuso en el escrito.

      –¿Cómo se atreve usted a contarme tales horrores? ¿Y qué pasó?

      –Llaman. Sale una muchacha, le entregan la carta y le afirman que están tan enamorados que van a morir allí mismo, ante la puerta. Mientras la chica, que no comprende nada, parlamenta con ellos, sale un señor con patillas en forma de salchichones y rojo como un cangrejo, quien les declara que en la casa no vive nadie más que su mujer y les echa de allí.

      –¿Cómo sabe usted que tiene las patillas en forma de salchichones?

      –Escúcheme y lo sabrá. Hoy he ido para reconciliarles.

      –¿Y qué ha pasado?

      –Aquí viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos excelentes esposos: un consejero titular СКАЧАТЬ