Ana Karenina. Liev N. Tolstói
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Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 44

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782384230167

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СКАЧАТЬ mientras pensaba así, ¿no se oía en su alma una voz secreta que le decía que era imposible amar a aquel hombre? Y seguía pensando: «Pero no me explico cómo se le ven tanto las orejas. Debe de haberse cortado el cabello … ».

      A las doce en punto, mientras Ana, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly, sonaron los pasos apagados de una persona andando en zapatillas, y Alexis Alejandrovich, lavado y peinado y con su ropa de noche, apareció en el umbral.

      –Ya es hora de dormir –le dijo, con maliciosa sonrisa, antes de desaparecer en la alcoba.

      «¿Con qué derecho la había mirado "él" de aquel modo?», se preguntó Ana, recordando la mirada que Vronsky dirigiera a su marido en la estación.

      Y siguió a su esposo. Pero ¿qué había sido de aquella llama que en Moscú animaba su rostro haciendo brillar sus ojos y prestando luminosidad a su sonrisa? Ahora aquella llama parecía haberse apagado o, al menos, estaba escondida.

      Capítulo 34

      Al irse de San Petersburgo, Vronsky había dejado a su amigo Petrizky su magnífico piso de la calle Morskaya.

      Petrizky, un joven de familia modesta, no poseía otra fortuna que sus deudas. Se emborrachaba todas las noches y sus aventuras, escandalosas o ridículas, le costaban frecuentes arrestos. Pese a todo ello, todos los jefes y los compañeros le querían.

      Al llegar a su casa hacia las once, Vronsky vio a la puerta un coche que no le era desconocido del todo.

      Llamó a la puerta y oyó en la escalera risas masculinas, un gracioso acento de mujer y la voz de Petrizky exclamando:

      –¡Si es uno de esos miserables, no le dejéis entrar!

      Vronsky entró sin anunciarse, procurando no hacer ruido, y se acercó al salón. La baronesa Chilton, amiga de Petrizky, una rubia de carita sonrosada y acento parisiense, vestida a la sazón con un traje de satén lila, preparaba el café sobre una mesita. Petrizky, de paisano, y el capitán Kamerovsky, de uniforme, estaban a su lado.

      –¡Caramba, Vronsky, tú aquí! –exclamó Petrizky, saltando de su silla–. El señor dueño cae de improviso en su casa… Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva. ¡Qué agradable sorpresa! Y, ¿qué me dices de este nuevo adorno de tu salón? Confío en que te gustará –dijo, señalando a la Baronesa–. Supongo que os conoceréis…

      –¡Vaya si nos conocemos! –dijo, sonriente, Vronsky, estrechando la mano de la mujer–. Somos antiguos amigos.

      –Me voy –dijo ella–. Vuelve usted de viaje y… Si le molesto, me marcho.

      –Está usted en su casa, amiga mía, en su casa… Hola, Kamerovsky –añadió Vronsky, estrechando con cierta frialdad la mano del capitán.

      –¿Ve usted qué amable? –dijo la Baronesa a Petrizky–. Usted no sería capaz de hablar con tanta gentileza.

      –Ya lo creo. Después de comer, sí.

      –Después de comer no tiene gracia. Ea, voy a preparar el café mientras usted se arregla –dijo la Baronesa, sentándose y manipulando cuidadosamente la cafetera nueva.

      –Pedro: dame el café; voy a poner más –dijo a Petrizky.

      Le llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de ocultar las relaciones que le unían con él.

      –Le mimas demasiado. ¡Mira que ponerle más café!

      –No, no le mimo… ¿Y su mujer? –dijo de pronto la Baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronsky con sus camaradas–. ¿No sabe que mientras estaba fuera le hemos casado? ¿No ha traído consigo a su esposa?

      –No, Baronesa. He nacido y moriré siendo un bohemio.

      –Hace bien. ¡Déme esa mano!

      Y la Baronesa, sin dejar de mirar a Vronsky, comenzó a explicarle, bromeando, su último plan de vida y le pidió consejos.

      –¿Qué haré si él no quiere consentir en el divorcio? («él» era su marido). Me propongo llevar el asunto a los Tribunales. ¿Qué opina usted? Kamerovsky, eche una mirada al café; ¿ve?, ya se ha vertido… ¿No ve que estoy hablando de cosas serias? Necesito recobrar mis bienes, porque ese señor –dijo con acento despectivo–, con el pretexto de que le soy infiel, se ha quedado con mi fortuna.

      Vronsky se divertía mucho oyéndola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en serio y medio en broma, como solía hacer con aquella clase de mujeres.

      La gente del ambiente en que Vronsky se movía suele dividir a las personas en dos clases: la primera está compuesta por necios, imbéciles y ridículos, que imaginan que los esposos deben ser fieles a sus esposas, las jóvenes puras, las casadas honorables, los hombres decididos, firmes y dueños de sí. Estos estúpidos opinan que hay que educar a los hijos, ganarse la vida, pagar las deudas y cometer otras tonterías por el estilo. La segunda clase, a la que los tipos del mundo de Vronsky se envanecen de pertenecer, sólo da valor a la elegancia, la generosidad, la audacia y el buen humor, entregándose sin recato a sus pasiones y burlándose de todo lo demás.

      Sin embargo, influido ahora por el ambiente de Moscú, tan distinto, Vronsky, de momento, estaba en aquel ambiente, fuera de su centro, y lo encontraba demasiado frívolo y superficialmente alegre. Pero pronto entró en su vida habitual, tan fácilmente como si metiese los pies en sus zapatillas usadas.

      El café no llegó nunca a beberse. Se salió de la cafetera, se vertió en la alfombra, ensució el vestido de la Baronesa y salpicó a todos, pero realizó su fin: provocar el regocijo y la risa general.

      –¡Bueno, bueno, adiós! Me voy, porque si no tendré sobre mi conciencia la culpa de que usted cometa el más abominable delito que puede cometer un hombre correcto: no lavarse. ¿Así que me aconseja que coja a ese hombre por el cuello y… ?

      –Exacto; pero procurando que sus manitas se encuentren cerca de sus labios. Así, él las besará y las cosas concluirán a gusto de todos –contestó Vronsky.

      –Bien, hasta la noche. En el teatro Francés, ¿verdad?

      Kamerovsky se levantó también. Y Vronsky, sin esperar a que saliese, le dio la mano y se fue al cuarto de aseo.

      Mientras se arreglaba, Petrizky comenzó a explicarle su situación. No tenía dinero, su padre se negaba a darle más y no quería pagar sus deudas; el sastre se negaba a hacerle ropa y otro sastre había adoptado igual actitud. Para colmo, el Coronel estaba dispuesto a expulsarle del regimiento si continuaba dando aquellos escándalos, y la Baronesa se ponía pesada como el plomo con sus ofrecimientos de dinero… Tenía en perspectiva la conquista de otra belleza, un tipo completamente oriental…

      –Una especie de Rebeca, querido. Ya te la enseñaré…

      Luego, había una querella con Berkchev, que se proponía mandarle los padrinos, aunque podía asegurarse que no haría nada. En resumen, todo iba muy bien y era divertidísimo.

      Antes de que su amigo pudiera reflexionar en aquellas cosas, Petrizky pasó a contarle las noticias del día.

      Al escucharle, al sentirse en aquel ambiente tan familiar, en su СКАЧАТЬ