Ana Karenina. Liev N. Tolstói
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Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 47

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782384230167

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СКАЧАТЬ ¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! –dijo dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba–. ¿Sabes lo que tienes que hacer, Kitty? –agregó, hablando a su hija menor–. Pues cualquier día en que luzca un buen sol te levantas diciendo: «Me siento completamente sana y alegre y voy a salir de paseo con papa, tempranito de mañana y a respirar el aire fresco». ¿Qué te parece?

      Lo que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó como un criminal cogido in fraganti.

      «Sí: él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que, aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza.»

      Pero no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.

      –¿Ves el resultado de tus bromas? –dijo la Princesa, enfadada–. Siempre serás el mismo… –añadió, y le espetó un discurso lleno de reproches.

      El Príncipe escuchó durante largo rato las acusaciones de su esposa y callaba, pero su rostro adquiría una expresión cada vez más sombría.

      –¡Se siente tan desgraciada la pobre, tan desgraciada! Y tú no comprendes que cualquier alusión a la causa de su sufrimiento la hace padecer. Parece imposible que pueda una equivocarse tanto con los hombres.

      Por el cambio de tono de la Princesa, Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería a Vronsky.

      –No comprendo que no haya leyes que castiguen a las personas que obran de una manera tan innoble, tan bajamente.

      –No quisiera ni oírte –dijo el Príncipe con seriedad, levantándose y como si fuera a marcharse, pero deteniéndose en el umbral–. Hay leyes, sí; las hay, mujer. Y si quieres saber quién es el culpable, te lo diré: tú y nadie más que tú, Siempre ha habido leyes contra tales personajes y las hay aún. ¡Sí, señora! Si no hubieran ido las cosas como no debían, si no hubieseis sido vosotras las primeras en introducirle en nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a donde hiciera falta a ese lechuguino. Pero como las cosas fueron como fueron, ahora hay que pensar en curar a Kitty y en enseñarla a todos esos charlatanes.

      El Príncipe parecía tener aún muchas cosas más por decir, pero apenas le oyó la Princesa hablar en aquel tono, ella, como hacía siempre tratándose de asuntos serios, se arrepintió y se humilló.

      –Alejandro, Alejandro… –murmuró, acercándose a él, sollozante.

      En cuanto ella comenzó a llorar, el Príncipe se calmó a su vez. Se aproximó también a su esposa.

      –Basta, basta… Ya sé que sufres como yo. Pero ¿qué podemos hacer? No se trata en resumidas cuentas de un grave mal. Dios es misericordioso… démosle gracias… –continuó sin saber ya lo que decía y contestando al húmedo beso de la Princesa que acababa de sentir en su mano. Luego salió de la habitación.

      Cuando Kitty se fue llorando, Dolly comprendió que arreglar aquel asunto era propio de una mujer y se dispuso a entrar en funciones. Se quitó el sombrero y, arremangándose moralmente, si vale la frase, se aprestó a obrar. Mientras su madre había estado increpando a su padre, Dolly trató de contenerla tanto como el respeto se lo permitía. Durante el arrebato del Príncipe, se conmovió después con su padre viendo la bondad demostrada por él en seguida al ver llorar a la Princesa.

      Cuando su padre hubo salido, resolvió hacer lo que más urgía: ver a Kitty y tratar de calmarla.

      –Mamá: hace tiempo que quería decirle que Levin, cuando estuvo aquí la última vez, se proponía declararse a Kitty. Se lo dijo a Stiva.

      –¿Y qué? No comprendo…

      –Puede ser que Kitty le rechazara. ¿No te dijo nada ella?

      –No, no me dijo nada de uno ni de otro. Es demasiado orgullosa, aunque me consta que todo es por culpa de aquél.

      –Pero imagina que haya rechazado a Levin… Yo creo que no lo habría hecho de no haber pasado lo que yo sé. ¡Y luego el otro la engañó tan terriblemente!

      La Princesa, asustada al recordar cuán culpable era ella con respecto a Kitty, se irritó.

      –No comprendo nada. Hoy día todas quieren vivir según sus propias ideas. No dicen nada a sus madres, y luego…

      –Voy a verla, mamá.

      –Ve. ¿Acaso te lo prohíbo? –repuso su madre.

      Capítulo 3

      Al entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty sólo dos meses antes. Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.

      Vio a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil fija en un punto del tapiz, y el corazón se le oprimió.

      Kitty miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su rostro.

      –Ahora me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a verme –dijo Daria Alejandrovna, sentándose a su lado–. Así que quisiera hablarte.

      –¿De qué? –preguntó Kitty inmediatamente, algo alarmada y levantando la cabeza.

      –¿De qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?

      –No paso ningún disgusto.

      –Basta Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas hemos pasado por eso.

      Kitty callaba, conservando la severa expresión de su rostro

      –¡No se merece lo que sufres por él! –continuó Daria Alejandrovna, yendo derecha al asunto.

      –¡Me ha despreciado! –dijo Kitty con voz apagada–. No me hables de eso, te ruego que no me hables…

      –¿Quién te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta de que te quiere ahora, pero…

      –¡Lo que más me fastidia son estas compasiones! –exclamó Kitty de repente. Se agitó en la silla, se ruborizó y movió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del cinturón que tenía entre las manos.

      Dolly conocía aquella costumbre de su hermana de coger la hebilla, ora con una, ora con otra mano, cuando estaba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y habría querido calmarla, pero ya era tarde.

      –¿Qué es, dime, qué es, lo que quieres hacerme comprender? –dijo Kitty rápidamente–. ¿Qué estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pensando probarme de este modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!

      –No eres justa, Kitty.

      –¿Por qué СКАЧАТЬ