Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
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Читать онлайн книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev страница 18

Название: Obras selectas de Iván Turguénev

Автор: Iván Turguénev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066442316

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      -¿Dónde? En los hombros, en las manos, en los pies, en todas partes. Dicen que en la antigüedad las mujeres llevaban anillos de oro en los tobillos. Las muchachas de la bacanal llaman a quienes están en la barca. Han dejado de cantar su himno y no pue-den seguir, pero no se mueven. El río las acerca a la orilla. De repente, una de ellas se levanta despacio... (Esto hay que contarlo bien: cómo se levanta despacio a la luz de la luna, cómo se asustan sus arru- gas...) Salta a la orilla y las bacanales la rodean y se la llevan impetuosamente, desapareciendo en la penumbra de la noche... Imagínese ahora el humo y cómo ya no puede distinguir nada. Sólo queda su corona en la orilla...

      Zenaida calló. («¡Oh, está enamorada!» pensé otra vez.)

      -¿Y nada más?- preguntó Maidanov.

      -Nada más- contestó.

      -Eso no puede ser un argumento para un poema- dijo él con aplomo-. Pero aprovecharé su idea para un verso lírico.

      -¿En estilo romántico?- preguntó Malevskiy.

      -Claro a la manera romántica, a imitación del poeta George Byron.

      -Creo que Hugo es mejor que Byron- dijo el conde son suficiencia-. Es más interesante.

      -Hugo es un escritor de primer orden- replicó Maidanov-. Mi amigo Toncosheyev en su novela española El Trovador...

      -¡Ah!, ¿es ése el libro con los signos de interro-gación al revés?- preguntó Zenaida.

      -Sí, así acostumbran a ponerlos los españoles.

      Quiero decir que Toncosheyev...

      -Bueno, otra vez van a discutir ustedes sobre el clasicismo y el romanticismo- le interrumpió por segunda vez Zenaida-. Mejor vamos a jugar.

      -¿A las prendas?- intervino Lushin.

      -No, a las prendas es muy aburrido. Vamos a jugar a las comparaciones.

      (Este juego lo inventó Zenaida. Se menciona cualquier objeto y cada uno procura compararlo con algo, siendo premiado el que encuentre la mejor comparación.)

      Se acercó a la ventana. El sol acababa de ponerse. En el cielo, a gran altura, se veían nubes rojas y alargadas.

      -¿A qué se parecen estas nubes?- preguntó Zenaida. A continuación, sin esperar nuestra contesta-ción, prosiguió-: Encuentro que se parecen a las velas purpúreas del barco de oro de Cleopatra, cuando iba al encuentro de Marco Antonio. ¿Se acuerda, Maidanov, de que me lo ha contado hace unos días?

      Todos nosotros, como Polonio en Hamlet, di-jimos que las nubes recordaban precisamente estas velas y que nadie podría encontrar una comparación mejor.

      -¿Cuántos años tenía entonces Marco Antonio?-

      preguntó Zenaida.

      -Debería ser joven- dijo Malevskiy.

      -Sí, joven- afirmó Maidanov muy seguro.

      -Perdón- dijo Lushin-, pero ya había pasado de los cuarenta.

      -Los cuarenta- repitió Zenaida, mirándole furtivamente.

      Me marché pronto a casa. «Está enamorada, pe-ro ¿de quién?», decían involuntariamente mis labios.

      Capítulo XII

      Índice

      Pasaban los días. Zenaida se volvía cada vez más extraña, más incomprensible. Una vez entré a verla y la encontré sentada en una silla de paja con la cabeza apoyada en el borde afilado de la mesa. Se levantó... Toda su cara estaba bañada en lágrimas.

      -¡Ah, es usted!- dijo con una sonrisa cruel-. Venga aquí.

      Me acerqué. Me puso la mano en la cabeza y cogiéndome de repente del pelo empezó a tirar de él.

      -Me hace daño- dije al fin.

      -¡Ah, le hace daño! ¿Y es que a mí no me hace daño? ¿No me hace daño?- repitió.

      -¡Ay!- exclamó de repente, al ver que me había arrancado un pequeño mechón de pelo- ¿Qué es lo que he hecho? ¡Pobre monsieur Voldemar!

      Estiró con cuidado los pelos que me había arrancado, se los enrolló en el dedo e hizo un anillo con ellos.

      -Los voy a meter en mi medallón y los llevaré conmigo- dijo, mientras las lágrimas brillaban todavía en sus ojos-. Esto probablemente le consolará un poco... Y ahora, adiós.

      Volví a casa, donde me esperaba un contratiempo desagradable. Mi madre tenía una disputa con mi padre. Le reprochaba algo. Él, según su costumbre, callaba fría y cortésmente y enseguida se marchó.

      No pude oír lo que dijo mi madre, ni estaba pa-ra eso, pero sólo recuerdo que, después de haber hablado con mi padre, me mandó llamar a su cuarto y muy disgustada habló de mis frecuentes visitas a la casa de la princesa, que, según sus palabras, era une femme capable de tout, me acerqué para besarle la mano (hacía esto siempre que quería acabar la conversación) y me fui a mi habitación.

      Las lágrimas de Zenaida me habían dejado desconcertado. No sabía qué explicación darle al suce- so. Me encontraba a punto de comenzar a llorar, pues a pesar de mis dieciséis años era un niño.

      Ya no pensaba en Malevskiy, aunque Belovsorov cada día se hacía más amenazante y miraba al mañoso conde como un lobo puede acechar a un cordero. Me perdía en mis pensamientos y buscaba lugares apartados. Sentía predilección por las ruinas del invernadero. Me subía al alto muro, me sentaba y permanecía sentado tan desconsolado, tan solo y tan triste en mi juventud, que me compadecía de mí mismo. ¡Cuánto me complacían estos sentimientos tristes! ¡Cuánto me deleitaba con ellos!

      Una vez estaba sentado en el muro, mirando la lejanía y escuchando el repiqueteo de las campanas...

      Sentí que algo se movía imperceptiblemente dentro de mí: no era el soplo del viento, ni el temblor del misterio, sino algo frágil como el aliento, delicado como la intuición de que alguien estaba cerca... Bajé los ojos. Abajo, por el sendero, vestida con un traje ligero de color gris y con una sombrilla rosa que se apoyaba en el hombro, caminaba Zenaida. Me vio, se detuvo y, levantando el borde de su sombrero de paja, alzó hacia mí sus ojos de terciopelo.

      -¿Qué hace ahí en las alturas- me preguntó, son-riendo de manera extraña-. Usted- siguió-, que siempre me está diciendo que me quiere..., salte aquí a la vereda, si es verdad lo que me dice.

      Aún no había acabado Zenaida de pronunciar estas palabras, cuando ya caía yo desde lo alto, co-mo si alguien me hubiese empujado en la espalda.

      El muro tenía unos cuatro metros de altura.

      Caí en tierra con los dos pies juntos, pero el golpe fue tan fuerte, que no me pude mantener de pie, me caí y por unos instantes perdí el conocimiento.

      Antes de abrir los ojos, sentí a mi lado a Zenaida.

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