Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
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Читать онлайн книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev страница 14

Название: Obras selectas de Iván Turguénev

Автор: Iván Turguénev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066442316

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СКАЧАТЬ me dijo:

      -Bueno, ¿qué?

      Las prendas nos cansaron y empezamos a jugar a la cuerda. ¡Dios mío! ¡Qué arrebato sentí, cuando, al distraerme, me gané un brusco y fuerte golpe en los dedos! Después intentaba adrede hacer como si me descuidaba, pero ella se burlaba de mí y no tocaba las manos que le tendía.

      ¡Qué no hicimos durante esa tarde! Tocamos el piano, cantamos, bailamos, representamos un cam-pamento gitano: vestimos a Nirmatskiy de oso y le dimos de beber agua con sal. El conde Malevskiy nos enseñó varios juegos malabares con las cartas y terminó barajándolas y quedándose con todos los ases en el juego del whist, por lo que Lushin «tuvo el honor de felicitarlo». Maidanov nos recitó frag-mentos de su poema El asesino (estábamos en pleno auge del romanticismo). Lo quería editar con pastas negras, con el título en letras de color de la sangre.

      Robamos al tendero de Iverskiye Vorota el gorro que tenía sobre las rodillas y le obligamos, como rescate, a bailar la danza kazachoc. Al viejo Bonifacio le pusimos una cofia, y la princesa se puso un sombrero de caballero... No es posible contarlo todo.

      Sólo Belovsorov no salía del rincón, donde permanecía ceñudo y enfadado... A veces sus ojos se lle-naban de sangre, enrojecía y parecía que en ese mismo momento iba a lanzarse sobre todos nosotros y que nos tiraría, como astillas, por todos los lados. Pero la princesa le lanzaba una mirada, le amenazaba con el dedo y él volvía a permanecer iracundo en su rincón.

      Por fin, se nos agotaron las fuerzas. La princesa era, como ella misma decía, incansable. No le arre-draba ningún esfuerzo, pero también ella sintió cansancio y dijo que quería descansar. A las doce de la noche la cena, que consistía en un pedazo de queso ya rancio y unas empanadillas frías de jamón picado, que me parecieron más ricas que cualquier foie-gras.

      Había sólo una botella de vino, cuya forma era algo rara: oscura, con el cuello dilatado, de tal manera que el vino en ella parecía tinta roja. Aunque la verdad es que nadie lo bebía. Cansado y feliz hasta la extenuación, me marché de la casa. Al despedirse Zenaida, me apretó la mano y sonrió de una manera misteriosa.

      La noche lanzó su aliento pesado y húmedo sobre mi cara acalorada. Parecía que se estaba prepa-rando una tormenta. Nubes negras crecían y se extendían por el cielo, cambiando, a la vista de nuestros ojos, sus contornos de humo. El viento tiritaba impaciente en los árboles oscuros, y en al-gún lugar de la lejanía, detrás del horizonte, murmuraba en voz baja, enfadado, el trueno.

      Entré en la habitación por la puerta de atrás. Mi criado dormía en el suelo y tuve que pasar por encima de él. Se despertó y me comunicó que mi madre otra vez se había enfadado conmigo y que quería enviar a alguien a buscarme, pero que mi padre la convenció para que no lo hiciera. (Yo nunca me acostaba sin despedirme de mi madre y sin pedirle la bendición). ¡No había nada que hacer!

      Dije al criado que me quitaría la ropa solo y me metería en la cama y apagué la vela... Pero ni me desvestí, ni me acosté...

      Me senté en la silla y estuve así sentado durante mucho tiempo como hechizado... ¡Lo que sentía era tan nuevo y tan dulce! Seguía sentado, mirando un poco hacia atrás, sin moverme, y sólo de vez en cuando me reía calladamente, recordando algo, o me estremecía al pensar que estaba enamorado, que lo que sentía era el amor. Delante de mí el rostro de Zenaida flotaba calladamente en la oscuridad. Flotaba y no acababa de pasar. Sus labios seguían son-riendo misteriosamente; sus ojos me miraban un poco ladeados, interrogantes, pensativos y cariñosos... como en el instante en queme despedí de ella.

      Por fin me levanté, me acerqué de puntillas a mi cama y puse con cuidado mi cabeza sobre la almohada, sin desnudarme, como si tuviese miedo de ahuyentar con algún movimiento brusco el sentimiento que me embargaba...

      Me acosté, pero ni siquiera cerré los ojos.

      Pronto noté que empezaban a entrar en mi habitación unos débiles destellos. Me incorporé y miré a la ventana. El marco se distinguía ya claramente de los cristales, que emitían una tibia y misteriosa luz blan- ca. «Hay tormenta», pensé, y, en efecto, había tormenta, pero sonaba muy lejos. Apenas los truenos se oían: sólo se veían en el cielo unos rayos opacos, largos y ramificados. Mas que brillar se sacudían convulsivamente, como el ala de un pájaro mori-bundo. Me levanté, me acerqué a la ventana y estuve allí hasta la mañana del día siguiente. Los rayos no cesaban ni un solo momento. Era lo que en el pueblo llaman una noche de gorrión. Miraba ab-sorto el descampado de arena, la masa oscura del jardín Nescuchnoye, las fachadas amarillentas de los edificios lejanos, que también parecían estremecerse a cada destello... Miraba y no podía dejar de mirar: esos rayos mudos, esos destellos contenidos parecían armonizar con los estremecimientos mudos que destellaban en mi interior. Empezó a amanecer.

      Manchas de color carmín anunciaban la aurora.

      Conforme amanecía, los relámpagos palidecían y se hacían más cortos. Ya iban perdiendo intensidad y al fin desaparecieron ahogados por la luz del nuevo día.

      También desaparecieron los destellos luminosos en mi interior. Sentí un gran cansancio y el peso del silencio... pero la imagen de Zenaida seguía volando triunfante sobre mi alma. Sólo que esta imagen pa- recía que estaba ya apaciguada. Como un cisne blanco se sacude las hierbas del pantano, así se separó ella de otras figuras prosaicas que la circunda-ban, y yo, durmiéndome ya, le rendí con mi recuerdo un culto confiado de despedida...

      ¡Oh, sentimientos humildes, sonidos blandos, bondad y tranquilidad de un alma conmovida, alegría diluida de las primeras devociones del amor!

      ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis...?

      Capítulo VIII

      Índice

      Al día siguiente por la mañana, cuando bajé para tomar el té, mi madre me riñó, pero menos de lo que esperaba, y me obligó a contar cómo había pasado la tarde del día anterior. Le contesté en pocas palabras, omitiendo muchos detalles y tratando de presentarlo de la forma más inocente.

      -A pesar de todo, no son gente comme il faut- dijo mi madre-. No tienes por qué meter la nariz en esa casa, en lugar de preparar tu examen y estudiar.

      Como sabía que las preocupaciones de mi madre por mis estudios no iban más allá de estas palabras, no creí necesario contradecirle, pero, después de tomar el té, mi padre me cogió del brazo y, sa-liendo conmigo al jardín, me hizo contarle todo lo que había visto en casa de los Zasequin.

      Era extraña la influencia que tenía mi padre sobre mí, y extrañas eran nuestras relaciones. No se ocupaba en absoluto de mi educación, pero jamás me insultaba. Respetaba mi libertad hasta tal punto, que era, si se puede decir así, cortés conmigo..., sólo que no accedía a que me acercase a él. Le quería, le admiraba, me parecía un modelo de hombre, y, ¡Dios mío, con qué pasión me hubiese acercado a él, si no hubiese sentido la mano que nos separaba! En cambio, cuando quería, sabía casi instantáneamente, con una sola palabra, con un solo movimiento, inspirar en mí una confianza sin límites. En esos momentos mi alma se abría, hablaba con él sin trabas, como si fuese un amigo comprensivo, un mentor benevolente... Después me dejaba de una manera igualmente inesperada y su indiferencia volvía a se-pararme de él de un modo suave y cariñoso, pero decidido.

      A veces estaba de buen humor y entonces era capaz de jugar y hacer travesuras conmigo, como si fuese un niño (le gustaba cualquier movimiento corporal que exigiese esfuerzo.) Una vez СКАЧАТЬ