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      Su pecho respiraba frente al mío, sus manos to-caban mi cabeza.

      De pronto- ¡qué maravillosa sensación me invadió entonces!- sus labios suaves, frescos empezaron a cubrir mi rostro de besos... Pero pronto Zenaida debió de darse cuenta, por la expresión de mi rostro, que ya había recobrado el conocimiento, aunque permanecía con los ojos cerrados, pues, poniéndose bruscamente en pie, dijo: -¡Levántese, niño travieso, loco! ¿Qué es eso de estar tumbado sobre el polvo?

      Yo me levanté.

      -¡ Deme mi sombrilla!- dijo Zenaida-. ¿Sabe dónde la dejé? ¿Por qué me mira así? ¡Vaya tontería que ha cometido! ¿No se ha hecho daño? ¿Le han picado las ortigas? ¡No sé por qué le pregunto todo esto! ¿Por qué me mira?... ¡Pero si no se entera de nada! ¡No dice nada!- prosiguió , como diciéndoselo a sí misma-. ¡Váyase a casa, monsieur Voldemar, y límpiese! Y no venga detrás de mí porque me voy a enfadar y entonces nunca...

      Se alejó deprisa sin terminar su discurso. Yo me senté en el camino... No me tenía en pie. Las ortigas me quemaban la cara, me dolía la espalda y sentía mareos, pero la dicha que sentí entonces no la volví a sentir en mi vida.

      Era como un dolor dulce diluido por todo mi cuerpo, que acabó en saltos de júbilo y exclamacio-nes de alegría. Efectivamente, era todavía un niño.

      Capítulo XIII

      Índice

      Me sentí tan contento y orgulloso todo aquel día, conservaba tan vivo el recuerdo de los besos de Zenaida en mi cara, recordaba cada palabra suya con tal estremecimiento y éxtasis, celebraba tanto mi inesperada dicha, que hasta sentía pavor de la misma, y no quería ni siquiera ver a la causante de estas nuevas sensaciones. Me parecía que ya no de-bía pedir más al destino, que ahora había de «aspirar bien el aire por última vez y morir». En cambio, al día siguiente, al ir de visita, sentía gran nerviosismo, que en vano procuraba encubrir bajo la máscara de una fingida desenvoltura, muy en consonancia con la actitud de un hombre que quiere dar a entender que sabe guardar los secretos. Zenaida me recibió con naturalidad, sin ninguna emoción. Se limitó a amenazarme con el dedo y a preguntarme si tenía algún cardenal. Toda mi desenvoltura y aire de misterio desaparecieron en un instante y con ellos mi aturdimiento. Naturalmente, no esperaba nada extraordinario, pero la tranquilidad de Zenaida fue como un chorro de agua fría.

      Comprendí que para ella era un niño y eso me afligió muchísimo. Zenaida recorría los lugares de la habitación, y me dedicaba una leve sonrisa cada vez que me miraba, pero su pensamiento estaba lejos. Esto lo veía con toda claridad... «¿Le hablaría yo mismo sobre lo de ayer?- pensé-. ¿Le preguntaría a dónde iba con tanta prisa para saberlo ya de una vez?» Pero desistí y me quedé sentado en un rincón.

      Entró Belovsorov. Me alegré de su llegada.

      -No le he encontrado un caballo manso de montar- dijo en tono severo dirigiéndose a Zenaida-. Freutag me habló de uno, pero no me fío. Tengo miedo.

      -¿De qué tiene miedo?- preguntó Zenaida-.

      Permítame que se lo pregunte.

      -¿De qué? Pues de que no sabe montar. No quiera Dios que le pase algo. ¿Por qué se ha enca-prichado con esta idea?

      -Eso ya es cosa mía, monsieur animal mío. Entonces se lo pediré a Piotr Vasilievich... (A mi padre lo llamaban Piotr Vasilievich. Me sorprendió que mencionase su nombre con tanta naturalidad, como si no dudara de que estuviese dispuesto a hacerle ese favor.)

      -¡Ah!, entonces ¿es con él con quien quiere montar?- replicó Belovsorov.

      -Con él, o con otro. Eso para usted no cuenta.

      No es con usted y eso basta.

      -Conmigo, no- repitió Belovsorov-. ¡Como usted quiera! ¡Qué le vamos a hacer! De todos modos, le traeré el caballo.

      Tenga cuidado y no me traiga una vaca. Le digo de antemano que quiero ir de prisa.

      -Vaya al trote si quiere. Con quién va a montar,

      ¿con Malevskiy?

      -¿Y por qué no, guerrero? Bueno, tranquilícese-añadió- y no eche fuego por los ojos. Iré con usted también. Ya sabe lo que siento ahora hacia Malevskiy, ¡uf!- dijo, sacudiendo la cabeza.

      -Lo dice para tranquilizarme- murmuró Belovsorov.

      Zenaida entornó los ojos.

      -¿Eso le consuela? ¡Oh, oh, oh, ¡guerrero- dijo, como si no hubiese podido encontrar otra palabra-.

      Y usted, monsieur Voldemar, ¿vendría con nosotros?

      -No me gusta ir con demasiada gente...- murmuré sin levantar la vista.

      -¿Prefiere tête-à-tête? Bueno, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga- dijo-. Váyase, pues, Belovsorov, a buscar el caballo. Lo necesito para mañana.

      -Bien, pero ¿de dónde saldrá el dinero?- dijo la vieja princesa.

      Zenaida frunció el ceño.

      -A usted no se lo pido. Belovsorov me lo fiará.

      -Lo fiará, lo fiará...- gruñó la princesa y de repente gritó a pleno pulmón-: ¡Duniacha!

      -Mamá, le he regalado una campanilla- objetó Zenaida.

      -¡ Duniacha!- repitió la vieja.

      Belovsorov se despidió y yo me fui con él. Zenaida no me pidió que me quedase.

      Capítulo XIV

      Índice

      Al día siguiente me levanté temprano, me hice un bastón y me marché al campo. «Voy a ver si ol-vido penas», me dije a mí mismo. El día era hermoso, despejado y no hacía bochorno: soplaba un aire fresco y juguetón, silbando entre los árboles, pero sin forzar la voz, moviéndolo todo, pero sin in-quietarlo. Paseé durante mucho tiempo por los montes y por los bosques. No me sentía feliz. Salí de casa con el propósito de abandonarme a la tristeza, pero mi juventud, el día espléndido, el aire fresco, el largo paseo, el deleite de tirarse al suelo sobre la tupida hierba influyeron en mi ánimo. Los recuerdos de aquellas palabras inolvidables, de aquellos besos invadieron mi alma. Me gustaba pensar que Zenaida no podría dejar de comprender justamente mi decisión, mi heroísmo... «Para ella otros son mejor que yo- pensaba-. No importa. Por el contrario: otros dicen que lo van hacer y el que lo hizo fui yo... ¡Y qué no sería capaz de hacer por ella...!» Mi imaginación empezó a avivarse. Empecé a pensar cómo la salvaría de las manos de los ene-migos, cómo, desangrado, la sacaría de una mazmo-rra, cómo moriría a sus pies. Me acordé de un cuadro que colgaba en la pared de la sala de estar de nuestra casa: Malec Adel raptando a Matilde... En ese mismo instante me fijé en un pájaro carpintero que cuidadosamente subía por el fino tronco de abedul y miraba con precaución a la izquierda, a la derecha y hacia atrás, como un músico su contra-bajo.

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