Название: Obras selectas de Iván Turguénev
Автор: Iván Turguénev
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4064066442316
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-Me parece que no has visto nunca a las grisettes-dijo mi padre.
-¡Gracias a Dios!
-Desde luego... Pero, ¿cómo puedes opinar de ellas?
Zenaida no me hacía ningún caso. Al poco rato de terminar la comida, la princesa empezó a despedirse.
-Confío en su protección, Maria Nikolayevna y Piotr Vasilievich- dijo, como si entonase una melo-día, a mi padre y a mi madre-. ¿Qué puede uno hacer? Tuvimos buenos tiempos, pero ya se fueron. Heme aquí, con categoría de alteza- añadió riéndose desagradablemente-. Pero, ¿de qué sirve la nobleza si no da para comer?
Mi padre le hizo una reverencia cortés y la acompañó hasta la puerta de salida. Yo estaba de pie, vestido con mi blusón corto, y miraba al suelo, como si me hubieran condenado a muerte. La actitud de Zenaida hacia mí me aniquiló definitivamente. Cuál no sería mi sorpresa, cuando, al pasar a su lado, me dijo muy de prisa en voz baja, con esa expresión cariñosa en los ojos que ya conocía:
-Venga a visitarnos hoy a eso de las ocho, ¿me oye? Venga sin falta.
Yo sólo pude expresar mi sorpresa moviendo las manos, pero ella ya se había ido, echándose sobre la cabeza un chal blanco.
Capítulo VII
A las ocho en punto, vestido con la chaqueta y peinado con esmero, entraba yo en la antesala del ala de la casa donde vivía la princesa. El criado viejo me miró hoscamente y se levantó de la silla con desgano. En la sala se oían voces alegres. Abrí la puerta y, a causa del asombro, di un paso hacia atrás. En medio de la habitación, subida sobre una silla, estaba la princesa sujetando con sus manos un sombrero de caballero. La rodeaban cinco hombres. Querían meter la mano en el sombrero, pero ella lo subía y lo agitaba. Cuando me vio, dijo en voz alta:
-Un momento, un momento. Tenemos un nuevo invitado. Hay que darle también un billete- y, saltando de la silla con agilidad, me cogió por la solapa de la chaqueta-. Vamos- dijo-, ¿por qué se queda parado? Messieurs, permítanme que les presente a monsieur Voldemar, el hijo de nuestro vecino. Aquí-dijo, dirigiéndose a mí y mostrándome por turno a los invitados- el conde Malevskiy, el doctor Lushin, el poeta Maidanov, el capitán Nirmatskiy, ya retirado, y Belovsorov, el húsar que usted ya conoce. Espero que sean buenos amigos.
Estaba tan aturdido que no saludé a nadie. El doctor Lushin resultó ser aquel señor moreno que tan despiadadamente me hizo avergonzarme en el jardín. A los otros no los conocía.
-¡ Conde!- siguió Zenaida-. Escríbale su billete a monsieur Voldemar.
-Eso no es justo- replicó el conde, con ligero acento polaco, hombre moreno, de bellas facciones, vestido con mucha elegancia, ojos castaños muy expresivos, nariz blanca y fina y un bigotito sobre una boca minúscula-. El señor no jugó con nosotros a las prendas.
-No es justo- repitieron Belovsorov y el que ha-bía sido presentado como capitán retirado, de unos cuarenta años, que tenía la cara feamente picada de viruelas, el pelo rizado como un moro, y era cargado de hombros, torcido de piernas, vestido con una chaqueta militar sin galones, que llevaba desabro-chada.
¡Escriba el billete, se lo ordeno!– repitió la princesa-. ¿Qué motín es este? Monsieur Voldemar está con nosotros por primera vez. Hoy no hay leyes para él. ¡Nada de protestar! ¡Escriba, pues así lo quiero yo!
El conde levantó los hombros, pero, inclinando sumisamente la cabeza, cogió la pluma con su mano blanca adornada con varias sortijas, cortó un trozo de papel y empezó a escribir en él.
-Por lo menos, permítame explicarle al señor Voldemar de qué se trata- empezó Lushin con voz socarrona-, porque está completamente desconcertado. Verá usted, joven, y estamos jugando a las prendas. A la princesa le toca pagar una sanción. El que saque el billete de la suerte tendrá derecho a besarle la mano. ¿Ha comprendido usted lo que le acabo de decir?
Sólo pude dirigirle una mirada. Seguía de pie, como enajenado. La princesa subió de nuevo a la silla de un salto y empezó otra vez a mover el sombrero. Todos alargaron sus manos y yo con ellos.
-Maidanov- dijo la princesa a un joven alto, en-juto de cara, de ojos pequeños miopes y pelo muy largo de color negro-. Usted, como poeta, debería ser generoso y ceder su billete a monsieur Voldemar, para que tenga dos oportunidades en vez de una.
Pero Maidanov hizo un gesto negativo con la cabeza y agitó su cabello. Yo metí último la mano en el sombrero y abrí mi billete... ¡Dios mío, lo que me pasó cuando vi escrita la palabra! «beso»!
-¡Beso!- grité sin querer.
-¡Bravo, ha ganado!- dijo la princesa-. ¡Qué contenta estoy!
Bajó de lasilla y me miró a los ojos con una mirada tan diáfana y dulce que mi corazón se estremeció.
-Y usted ¿está contento?- preguntó.
-¿Yo?- respondí apenas.
-Véndame su billete- rugió inesperadamente en mi oído Belovsorov-. Le daré cien rublos.
Contesté al húsar con una mirada que expresaba tal indignación, que Zenaida batió palmas y Lushin exclamó: ¡«Bravo»!
-Pero- siguió él-, como maestro de ceremonias, tengo la obligación de supervisar el cumplimiento de todas las reglas. Monsieur Voldemar, doble una rodilla. Esa es la costumbre.
Zenaida se plantó delante de mí, ladeó un poco la cabeza como para verme mejor y me tendió la mano con mucha dignidad. La vista se me nubló. Quise doblar una rodilla, pero caí sobre las dos. Acerqué los labios a la mano de Zenaida con tanta torpeza que me arañé un poco la punta de la nariz con una uña.
-¡Bien!- gritó Lushin y me ayudó a levantar.
El juego de las prendas seguía. Zenaida hizo que me sentara a su lado.
¡Qué castigos no inventaría! Tuvo que hacer, por cierto, de estatua y eligió como su propio pe-destal al feo Nirmatskiy. Le mandó que se y tirara al suelo y se escondiera su cara bajo el pecho. Las risas no cesaban ni un minuto. A mí, niño educado en la soledad y en el ambiente de una casa señorial seria, se me subió a la cabeza esta alegría sin convencio-nes, casi impetuosa, esta manera de relacionarme con gente desconocida. Simplemente me emborra-ché, como si hubiese bebido vino. Empecé a reírme y hablar subiendo la voz más que nadie, de manera que hasta la vieja princesa, que estaba en la habitación de al lado con un gestor de Iverskiye Vorota, a quien había llamado para pedirle consejo, salió de la habitación para verme. Pero me sentía tan feliz, que, como suele decirse, me importaba todo un bledo y no hacía ningún caso a las réplicas irónicas y mira- das de reprobación. Zenaida seguía mostrándome su predilección y no me dejaba marchar de su lado.
Durante una sanción pude estar junto a ella, cubierto con su mismo pañuelo de seda. Tenía que decirle mi secreto. Me acuerdo de cómo nuestras cabezas entraron en una penumbra sofocante, se-mitransparente y penetrada de un aroma que ma-reaba. ¡Con qué suavidad brillaban sus ojos en esta penumbra! СКАЧАТЬ