Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
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Читать онлайн книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev страница 15

Название: Obras selectas de Iván Turguénev

Автор: Iván Turguénev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066442316

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СКАЧАТЬ alguna para el futuro, como si todo hubiera sido un sueño. Me ponía a veces a contemplar su rostro inteligente, diáfano, de bellas facciones... y mi corazón empezaba a temblar. Todo mi ser se dirigía hacia él... parecía que comprendía lo que estaba pasando en mí. Entonces me acariciaba la mejilla y luego se mar-chaba, o empezaba a ocuparse de otra cosa, o de repente adoptaba una actitud fría, como sólo él sa-bía hacerlo. En ese mismo instante yo me quedaba helado y me replegaba sobre mí mismo.

      Estos momentos de ternura hacia mí, a los que pocas veces se entregaba, nunca estaban motivados por mis súplicas, silenciosas aunque evidentes. Siempre venían de una manera inesperada. Medi-tando más tarde sobre el carácter de mi padre llegué a la conclusión de que otras cosas le impedían pensar en mí y en la vida familiar. Amaba otra cosa y supo gozar de esa otra cosa plenamente. «Coge todo lo que puedas, pero no te dejes dominar. Ser dueño de uno mismo, ése es el truco de la vida», me dijo una vez. Otra vez, en calidad de joven demócrata, me puse en su presencia a razonar sobre la libertad (ese día tenía un momento «bueno», como yo lo llamaba. Entonces se podía hablar con él de lo que fuese).

      -Libertad- repitió-. ¿Sabes tú lo que puede hacer libre a un hombre?

      -¿Qué?

      -Su voluntad, su propia voluntad, y le dará también poder, que es mejor que libertad. Aprende a querer y así serás libre y mandarás.

      Mi padre, antes que nada y más que otra cosa, quería vivir... y vivía. Quizá presentía que no dis-frutaría durante mucho tiempo del «truco» de la vi-da: murió a los cuarenta y dos años.

      Le conté a mi padre con todo detalle la visita a la casa de los Zasequin. Me escuchaba medio aten-to, medio distraído, sentado en un banco y dibujan-do algo con la punta de una vara. Se reía de vez en cuando, me miraba de una manera inocente y socarrona, y me incitaba con preguntitas y objeciones. Al principio no me atreví a pronunciar el nombre de Zenaida, pero no me pude contener y empecé luego a cantar sus alabanzas. Mi padre de vez en cuando se reía. Luego se quedó pensativo, se ende-rezó y se levantó.

      Me acordé de que al salir de casa había mandado que le ensillaran un caballo. Era un buen jinete y sabía domar, mucho antes que el señor Reri, a los caballos díscolos.

      -¿Voy contigo, padre?- le pregunté.

      -No- contestó, y en su rostro adoptó la expresión indiferente y atenta de siempre-. Vete solo si quieres, y dile al caballerizo que esta vez no salgo.

      Me dio la espalda y rápidamente se marchó. Le seguí con la vista, hasta que desapareció detrás de la puerta. Vi cómo su sombrero se movía por encima de la valla: entró en casa de los Zasequin.

      No estuvo allí más de una hora, pero inmediatamente después se marchó a la ciudad y no volvió a casa hasta la tarde.

      Después de la comida fui yo mismo a ver a los Zasequin. En la sala encontré a la vieja princesa so-la. Al verme, se rascó la cabeza por debajo de la cofia con el extremo de la aguja de hacer punto y, sin más, me preguntó si podría pasarle a limpio una instancia.

      -Con mucho gusto- contesté y me senté en el borde de una silla.

      -Sólo que cuide de poner las letras lo más grandes posible- dijo la princesa, tendiéndome una hoja llena de garabatos-. ¿Podría hacerlo hoy?

      -Hoy lo hago.

      La puerta de la habitación contigua se entrea-brió un poco y pude ver en el hueco de la puerta el rostro de Zenaida, pálido, pensativo, con el pelo descuidadamente echado hacia atrás. Me miró con sus ojos grandes y fríos y cerró con cuidado la puerta.

      -¡ Zenaida, Zenaida!- dijo la vieja.

      Zenaida no contestó. Me llevé la instancia de la vieja y la estuve copiando toda la tarde.

      Capítulo IX

      Índice

      Mi «pasión» empezó ese día. Recuerdo que sentí algo parecido a lo que debe sentir un hombre que ha encontrado un empleo: dejé de ser simplemente un joven adolescente para convertirme en un enamorado. He dicho anteriormente que desde aquel día empezó mi pasión. Podría añadir que mis sufrimientos también empezaron ese mismo día. Sufría en ausencia de Zenaida. Mi mente no podía fijarse en nada y todo se me caía de las manos. Durante días enteros pensaba obstinadamente en ella... Su-fría... pero en su presencia me sentía más aliviado. Tenía celos, comprendía que era poca cosa para ella, me enfadaba tontamente y tontamente me humilla-ba. A pesar de todo, una fuerza irresistible me llevaba hacia ella, y cada vez que traspasaba el umbral de su casa sentía una bocanada de felicidad. Zenaida comprendió en seguida que estaba enamorado, y yo no pensé nunca en ocultarlo. Ella se reía de mi pa-sión, jugaba conmigo, me mimaba y me hacía sufrir. Es dulce ser la única fuente, la causa tiránica e ina-pelable de las grandes dichas y de la desesperación más honda de otro ser, y yo era, en manos de Zenaida, como la blanda cera.

      Hay que decir que no era el único que se había enamorado de ella. Todos los hombres que visita-ban su casa estaban locos por Zenaida y ella los te-nía a todos a sus pies. Le divertía inspirarles unas veces confianza y otras, dudas, y manipularlos según su capricho (a esto llamaba «hacer que los hombres choquen los unos contra los otros»), y ellos no pen-saban hacer resistencia y se sometían con gusto. En todo su ser, lleno de vitalidad y belleza, había una mezcla de astucia y despreocupación, de afectación y sencillez, de calma y vivacidad. Sobre todo lo que hacía o decía, sobre cada movimiento suyo lleno de fina y delicada gracia, sobre todo su ser se traslucía su fuerza original y juguetona. Su cara también cambiaba constantemente, como en un juego ince-sante: casi al mismo tiempo expresaba ironía, serie-dad y apasionamiento. Pasaban sin cesar por sus ojos y labios los más diversos, inestables y fugaces sentimientos, como sombra de nubes en un día de sol y viento.

      Cada uno de sus admiradores le era necesario. Belovsorov, a quien llamaba «mi animal», o simplemente «mío», se hubiera dejado gustoso prender fuego por ella. No esperando nada de sus capacidades mentales y demás virtudes, le propuso, sin embargo, casarse con él, insinuando que lo de los otros sólo eran palabras. Maidanov respondía a la vena poética de su alma. Hombre bastante frío, como casi todos los escritores, trataba obstinadamente de convencerla-probablemente también a sí mismo- de que la adoraba. La cantaba en versos interminables y se los declamaba con entusiasmo poco natural, pero sincero. Ella le compadecía, y a la vez se burlaba un poco de él. No le creía demasiado y, después de haber escuchado atentamente sus expansiones, le obligaba a leer algo de Pushkin, para despejar el aire, como decía. Lushin, hombre mordaz, aparentemente cínico y médico de profesión, la conocía mejor que todos y la amaba más que nin-guno, aunque a sus espaldas y en presencia de ella la injuriaba. Lo respetaba, pero no le hacía ninguna concesión y, algunas veces con un deleite especial y maligno, le hacía sentir que él también estaba en sus manos.

      -Soy una coqueta, no tengo corazón, soy una actriz- le dijo una vez delante de mí-. Pues bien, deme su mano, que le voy a clavar un alfiler. Sentirá vergüenza ante este joven, sentirá dolor, pero sin duda tendrá la bondad de reírse.

      Lushin se sonrojó, se dio la vuelta, se mordió el labio, pero todo terminó con que le dio la mano. Le pinchó, y él, efectivamente, empezó a reírse... y ella se reía también, introduciendo bastante profundamente el alfiler y mirándole a los ojos, que él en va-no procuraba mover de un sitio a otro.

      Lo que peor comprendía eran las relaciones que existían entre Zenaida y el conde Malevskiy. Este era un СКАЧАТЬ