Debemos marcar cauces si tenemos en cuenta la densa y rica doctrina del Concilio Vaticano II como camino ideal a recorrer. Por ello, esta reflexión tiene como trasfondo la doctrina conciliar sobre el ministerio.
Si este itinerario nos resulta adecuado, es porque encontramos en él las claves esenciales sobre el tema que nos ocupa. Estos principios aparecen también en la doctrina del postconcilio. Pensemos especialmente en la metodología sistemática de la segunda Asamblea universal de Obispos de 1971 cuyo tratamiento versó sobre la justicia en el mundo y el sacerdocio ministerial.
Las claves serán, por tanto, fruto y resultado basadas, sobre todo, en las enseñanzas del magisterio: exhortaciones apostólicas (pensemos de una forma singular en la exhortación PDV, del Papa san Juan Pablo II y fruto del Sínodo de Obispos sobre la vocación y misión de los presbíteros en la Iglesia y en el mundo contemporáneo; las catequesis y alocuciones de los Papas, los documentos de conferencias episcopales…. Y en las aportaciones de teólogos de cuño, que conocen, interpretan y viven la Iglesia como misterio de comunión y misión.
Nos pueden servir de ejemplo teólogos de la talla de René Latourelle, Karl Rahner, Jean Daniélou, Ives Maríae Congar, Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Olegario González de Cardedal, Giuseppe Alberigo, Marie-Dominique Chenu, Fernando Sebastián, y muchos otros que podríamos citar y que contribuyeron grandemente a preparar, realizar, exponer e interpretar la doctrina del Concilio Vaticano II.
A algunos de estos teólogos se les mandó silencio en momentos difíciles; ellos supieron obedecer y callar; y durante ese espacio de tiempo no escribieron, no dieron conferencias, no impartieron la docencia… La Iglesia posteriormente les llamó para que interviniesen activamente en el Concilio Vaticano II, siendo extraordinarios padres conciliares. Ellos han creado escuela, han marcado las grandes pautas de la teología y de la eclesiología de comunión y no han creado forofos ni han pretendido ser esnobistas, en el sentido de adherirse a un gusto con admiración excesiva por todo lo que está de moda en supuestos ambientes de distinción ante algo tan serio donde se podría jugar el porvenir de la Iglesia posconciliar.
¡Cuántas gracias hay que dar a dar a Dios por estas mentes privilegiadas y serenas, que amaban a la Iglesia y su magisterio por encima de todo! Recuerdo con qué ilusión leíamos —allá por el curso 1968-69— el libro Introducción al Cristianismo, de Josef Ratzinger, que aún está en vigor y hace mucho bien. Por eso cuando en el año 2005 fue elegido Papa era conocido por muchos de nosotros por haber leído este magnífico libro suyo.
Y cuando hablo de estos grandes teólogos conciliares y posconciliares no pretendo en absoluto que olvidemos ni que se tenga ningún signo displicente a la gran riqueza dogmática de la anterior generación de insignes teólogos y maestros anteriores al Vaticano II, como por ejemplo los PP. Aldama, Cuervo, Royo Marín, Lorenzo Turrado, Peinador… y tantos otros que vivieron la Iglesia de su tiempo con una profundidad y una hondura tales, que los llevaron a publicar escritos ardientes que hicieron época. Muchos de ellos nos sirvieron de libros de texto en los años de estudio en los seminarios y universidades.
Tanto es así que estos padres podrían considerarse los referentes para la elaboración de esa nueva teología que se venía sintiendo, gestando y, me atrevo a decir, necesitando, pero teniéndoles siempre a ellos en el punto de mira y como línea referencial de la teología, de la moral y de la teología espiritual.
No podemos dejar de señalar que algunos hicieron verdaderos estragos con el trato y los juicios indolentes que les otorgaron; es verdad que al haber cambiado las circunstancias sociológicas, políticas, de relaciones entre los pueblos y, de manera singular, eclesiales, se estaba necesitando una teología más abierta al mundo actual y que no perdiese de su horizonte los signos de los tiempos.
Se llegó, pasados los días, a adentrarse en la realidad y en las necesidades de todo género del sacerdote secular; se ahondó mucho más en cómo debería ser su fisonomía, su ser ontológico y existencial, sus maneras de actuar, sus comportamientos y su forma concreta de hacer creíble su ministerio. De ahí que su espiritualidad también —sin dejar lo esencial que le debería identificar— tuviese que ser sometida en aquellos momentos de crisis y confusión a una profunda revisión.
Por eso afirma también el Directorio, anteriormente citado, que el ministerio sacerdotal es una empresa fascinante, pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y a veces la soledad.
Podemos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que a más de cincuenta y cinco años de distancia de la clausura del Concilio Vaticano II la realidad sacerdotal expuesta en sus grandes documentos sigue siendo un don para la Iglesia y para el mundo y un singular hecho de gracia para todos y cada uno de nosotros con grandes repercusiones en los fieles laicos y en la vida consagrada. Cosa distinta es que lo aprovechemos en su totalidad o lo dejemos pasar.
Como acontecimiento nos invita a una mayor fidelidad, para construir la imagen del sacerdote entre dos milenios y ante un cambio cultural histórico significativo. Y nos habla de la seriedad con la que se ha de afrontar la formación permanente del clero.
La figura del buen Pastor, descrita por los evangelios, vivida por los Apóstoles y explicada por los Santos Padres, ha sido siempre el punto de referencia de la vida y espiritualidad sacerdotal. Los grandes sacerdotes de la historia, como san Juan María Vianney, lo recuerdan. El magisterio y la doctrina teológica inmediatamente antes del Vaticano II, son exponentes, cada uno a su modo, de esta gracia. De ahí que podamos decir que el Concilio es un punto de llegada y un punto de partida en la concepción del sacerdote en una Iglesia que peregrina hasta la parusía.
El magisterio de los últimos Papas, con sus cartas encíclicas, sus exhortaciones apostólicas, sus numerosos discursos sacerdotales en los viajes apostólicos, audiencias, ordenaciones, visitas ad limina, etc., presenta un estilo sacerdotal que expresa el gozo de serlo en el seguimiento generoso a Cristo buen Pastor, en la fraternidad entre los hermanos y en la disponibilidad misionera local y universal. Y, como veremos, con mayor claridad, en la abundante doctrina de Benedicto XVI, con ocasión del año sacerdotal que él convocó para toda la Iglesia en el año 2009, no sólo no se aleja de los principios conciliares y de los de los anteriores Papas, sino que los fortalece y refuerza de manera admirable.
Debemos recordar que si hasta el Concilio de Trento el sacramento del orden estaba en íntima relación con el sacrificio, es decir, si toda la fuerza del ministerio sacerdotal provenía de la relación presbítero-eucaristía, el Vaticano II, que asentó firmemente la sacramentalidad del episcopado y la cooperación de los presbíteros con el obispo, dio un cambio significativo. ¿En qué iba a consistir?: sencillamente en hacer depender toda la acción ministerial de la misión de la Iglesia, única e idéntica para todos, aunque con distintas formas de realización y con diferentes expresiones.
Por ello, en la práctica, la misión encomendada a los sacerdotes no es la misma que tienen confiada en su actuación un monje contemplativo, una religiosa de vida activa, un laico implicado en el tejido social, un hermano lego en un convento o una madre de familia en su hogar.
La misión se fundamenta en el encargo que Jesucristo dio a los apóstoles: Como el Padre me ha enviado así os envío yo. Y ellos, siguiendo este encargo que no podían rehuir, van enviando a sus sucesores, y así continuamente para que nunca termine ni deje de cumplirse el mandato del Señor.
Antes de señalar, a modo de síntesis, los principales desafíos que se desprenden del Concilio Vaticano СКАЧАТЬ