La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic страница 17

Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789560013248

isbn:

СКАЧАТЬ después supe que era un palo blanco de Memphis. Llegó con una buena oferta y el antiguo dueño, que ya estaba viejo y sin ganas de seguir batallando por la sobrevivencia de su radio, aceptó el cheque que le ofrecieron.

      —Y el nuevo dueño cambió la línea editorial de la radio.

      —Despidió al director y contrató como supervisor a un periodista joven que a duras penas logra hilar tres frases seguidas. Luego reunió al personal de la radio y en pocas palabras nos dijo que la emisora se dedicaría a transmitir música, a informar sobre algunas actividades locales y que se acababan las alusiones a cualquier tema que pudiera ser conflictivo. Más claro no podía ser.

      —Pero usted conservó su trabajo.

      —Por estos lados no hay muchas voces que sirvan para la locución radial.

      —Y además, usted se habrá comprometido a mantener silencio.

      —¿Qué insinúa?

      —El silencio siempre tiene un precio o un costo. ¿Por qué no quiere revelar el nombre de la persona que lo amenazó?

      —Hay que preocuparse del futuro.

      —¿Por qué hizo los comentarios?

      —A veces uno olvida el terreno que pisa, pero no volveré a cometer el mismo error. Ahora leo las noticias que me pasan los periodistas, hablo del tiempo y del horóscopo, comento resultados deportivos, cumplo mi horario y regreso a casa sin temor a encontrarme otra vez con una pistola en el camino.

      —La vida feliz de Gastón Zamora.

      —Si usted quiere luchar contra molinos de vientos es cosa suya. No me mezcle en sus entuertos.

      —Contaba con su ayuda, pero veo que me equivoqué.

      —Usted se marchará y otros pagarán los platos rotos. A la minera nadie la va a derrotar. Ni usted ni los vecinos organizados.

      —Pretendo estar unos días más en el pueblo. Si de pronto recuerda el nombre del fulano que lo amenazó, no dude en decírmelo. Podría ser de gran ayuda.

      —No sea majadero.

      —Piénselo y no me decepcione, Zamora. Y sobre todo, no se decepcione a sí mismo.

       9

      La conversación con Zamora terminó por agotarme. Y no era un cansancio físico, sino que cierta forma de hastío por el comportamiento de las personas como él. El mediocre apego a una existencia ratonil es tan nefasto como el arribismo o el lambisqueo a los poderosos de turno. Caminé hacia la pensión con la intención de darme una ducha y luego, si aún me quedaba ánimo, beber una copa de vino que me adormeciera el malestar. Pero, para mi sorpresa, al llegar a la pensión me estaba esperando su dueña en el salón que unía el pasillo central con los dormitorios. Fumaba un cigarrillo y escuchaba una música que no logré identificar.

      —Me ha colocado en una situación complicada —dijo, esforzándose en sonreír—. Tendrá que hacer algo y terminar con los rumores.

      —¿Se refiere a que andan diciendo que soy su futuro esposo?

      —Su promesa al fin cumplida, sus tierras en no sé qué selva, sus serpientes de quince metros. La gente del pueblo cree cualquier cosa que la saque de la monotonía. En la última hora he recibido seis llamadas de amigas interesadas en saber si es verdad lo que se dice.

      —Si me preocupara por lo que dicen de mí, no tendría tiempo para hacer nada más.

      —Usted no sabe lo que es vivir en este lugar.

      —¿Y qué quiere que haga? —pregunté—. Puedo casarme con usted o bien ponerme en la plaza a gritar que no soy su novio.

      —Acabo de perder a una persona que estimaba y no tengo ánimo para aceptar que se festine con mis sentimientos.

      —¿Quiere hablar de eso?

      —Desde luego que no. No ventilo mi corazón frente a extraños.

      —Disculpe, reconozco que me excedí en lo que dije, pero fue el mozo del bar el que inició la historia del novio.

      —Modere su imaginación.

      —Cuente con ello, y si hay algo más que pueda hacer, me lo dice.

      —Basta con su silencio —dijo, y luego de hacer un gesto para dar a entender que el tema no merecía más comentarios, agregó—. Y si le apetece, puede compartir conmigo la copa de vino que suelo beber por la tarde.

      —Es la mejor oferta que me han hecho desde que llegué al pueblo —dije.

      Ella aprobó mis palabras con una nueva sonrisa.

      Después de probar el vino, me escuchó con atención y tuve la certeza de que, al igual que Zamora, conocía muy bien los problemas de Cuenca.

      —Becerra, su esposa y quienes le acompañan tienen razón en lo que hacen, pero nunca van a conseguir que la minera abandone la represa o construya el muro de resguardo. Los que toman decisiones en el pueblo están comprados por la minera. El alcalde, los concejales y hasta el cura Gutiérrez. De un modo u otro todos reciben una tajada de la torta.

      —Parece saber mucho.

      —Cuando el proyecto estaba en sus inicios y nadie sabía muy bien de qué se trataba, alojé a un ingeniero que trabajaba en Memphis. Decía que la minera iba a entregar recursos al pueblo durante unos años y luego, cuando la represa fuera una realidad, haría lo que estuviera a su alcance para ocultar el tema de la contaminación y desgastar a sus posibles opositores. La represa implicó una fuerte inversión y su vida útil está calculada en treinta años.

      —¿Qué pasó con ese ingeniero?

      —Cometió el error de hablar en público sobre los efectos ambientales del proyecto. La gerencia de la minera lo despidió en menos tiempo del que canta un gallo.

      —¿Cómo se llama?

      —Arturo Fonseca. Hace nueve meses me envió una postal desde un país de la antigua Unión Soviética. No podía conseguir trabajo en Chile y terminó aceptando la oferta de un colega que trabaja en Ucrania.

      —Mala suerte —dije, y luego de una pausa, agregué—. Me parece que usted considera la represa y la contaminación una causa perdida.

      —La difusión de los problemas que origina la represa no ha tenido el efecto esperado. La minera se limita a esperar que pase el tiempo.

      —Hay que dar las peleas, por difíciles que parezcan.

      —Pero eso tiene su costo —dijo Adriana Mercado y enseguida guardó silencio, como si un mal recuerdo hubiera atrapado a sus pensamientos.

      —¿Qué pasa? Se puso triste.

      —Imaginaciones suyas —agregó Adriana y acompañó sus palabras con una sonrisa forzada.

      —¿Segura? A veces puedo СКАЧАТЬ