La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
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Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789560013248

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СКАЧАТЬ o a la farmacia. Y me daba lo mismo, porque al final el rumor iría de boca en boca hasta convertirse en una verdad a medias, distorsionada, recreada según la imaginación o maledicencia del alcahuete de turno.

      Por un momento tuve la intención de dirigirme al terminal y abordar el primer bus que me llevara de regreso a Santiago, lejos de las garras del dinero que estrangulaban al pueblo; y cuya historia, a simple vista, era silenciada igual que tantas otras, personales o colectivas, que existían en el país. Cuenca era un lugar insignificante que un día podría ser borrado de los mapas y de la realidad.

      Me detuve frente a un muro en el que se leía la leyenda: «No permitamos que la minera contamine nuestra agua. Defendamos los derechos de nuestra comunidad». Leí la consigna y seguí mi camino. Pasé frente al hostal del próspero Diego Quinet y entré a uno de los bares que había visto al llegar al pueblo. Ocupé una mesa desde la que podía observar la calle y pedí una copa de vino blanco. Como uno más de los tantos vecinos chismosos del pueblo, miré a la gente que pasaba frente al bar y cuando al cabo de media hora la escena dejó de interesarme, pedí una segunda copa al mozo joven y gordo que no había dejado de vigilarme desde mi ingreso al bar.

      —Así que usted es el antiguo novio de la señorita Mercado

      —dijo el gordinflón una vez que me sirvió la copa—: Me alegro que finalmente se case con ella. Es guapa y buena persona.

      —¿Casarme? —pregunté al tiempo que pensaba en la respuesta que le debía a Doris.

      —Eso dijo la señora que nos trae el pan de los completos. Una boda pospuesta por muchos años. Nada mejor que una historia romántica para animar la vida social del pueblo. ¿En qué fecha será la boda?

      —Para responder a eso, primero tengo que declararme a la novia —respondí con la malsana intención de aumentar la curiosidad del mozo—. Después de eso pensaremos en el carruaje, los monaguillos y los quinientos invitados.

      —Seguro que ella se arroja en sus brazos y acepta la propuesta.

      —Con las mujeres nunca se sabe —respondí utilizando el título de una novela de James Hadley Chase que había leído cinco o seis años atrás, durante un viaje a Puerto Montt—. En una de esas no le seduce vivir en la selva amazónica, que es donde tengo mi finca con plantaciones de cacao y café.

      —¡Cacao y café! —exclamó el mozo, mientras hacia un esfuerzo por mantener su boca cerrada.

      —El paisaje es hermoso, pero hay mosquitos, arañas del tamaño de un puño y serpientes de quince metros.

      —¡Quince metros! ¿Y si la señorita Mercado no quiere ir a ese lugar?

      —Traigo las serpientes a Cuenca.

      —¿Qué haríamos en Cuenca con serpientes de quince metros?

      —Un buen tema a ventilar en la próxima elección de alcalde.

      —¡Serpientes! —volvió a exclamar el mozo mientras se dirigía al mesón del bar con una expresión de preocupación en su rostro.

       ***

      La radio comunal operaba en el segundo piso de una casona de madera, tosca y desconchada. Subí por una escalera de peldaños estrechos y llegué hasta la puerta principal. Una secretaria somnolienta me informó que Zamora leía el noticiero en esos momentos. Preguntó si deseaba esperarlo y me indicó la banca ubicada en un pasillo, desde el que se veía un cuarto de no más de seis metros cuadrados que era el estudio de grabación de la radio. Sus paredes estaban forradas con cajas de las que se usan en el traslado de huevos, más una ventanilla que comunicaba con la caseta del radiocontrolador.

      La voz de Zamora era profunda, nítida y comunicaba con seguridad los textos que leía.

      Era un hombre alto, de hombros amplios y dueño de una barriga significativa. Vestía una arrugada camisa blanca, corbata roja con pequeños lunares verdes y suspensores que sujetaban sus pantalones de gabardina. Su calva relucía como un pan de mantequilla expuesto al sol.

      —¿Viene a contratar una campaña publicitaria? —preguntó minutos más tarde, después de limpiarse la frente con un pañuelo de papel y de estrechar mi mano—. En nuestra radio podemos dar buenos consejos y el mejor de los servicios.

      —Gracias, pero estoy aquí por otros motivos.

      —¿Usted es la persona que estuvo reunida con Benavides? —preguntó, sobresaltado, como recordando de pronto una información importante—. Me llamó hace un rato para avisarme que venía a la radio. Hizo bien en contactar a Benavides. Es un buen abogado y seguramente le será de mucha utilidad.

      —Sí, estuve con el abogado, pero...

      —Antes de que me llamara Benavides, un colega de la radio me comentó que usted piensa instalar una tienda de electrodomésticos —dijo Zamora—. Si quiere publicitar su emprendimiento, está en el lugar indicado. Radio Primavera es la única emisora del pueblo y tiene una gran audiencia en el pueblo y sus alrededores.

      —No sé qué le dijo Benavides, pero no pretendo instalar ninguna tienda. Quiero conversar sobre sus comentarios de apoyo a las personas que se oponen a la presencia de la minera en el pueblo.

      —Ese asunto es parte del pasado y no me interesa recordarlo.

      —Comentarios que emitió a diario hasta que empezó a recibir amenazas —dije y el locutor desvió su mirada hacia un rincón de la habitación—. Necesito que me cuente lo que fue esa experiencia.

      —Usted parece estar suficientemente informado de esos hechos. ¿Qué pretende?

      —Me llamo Heredia, soy detective privado y pretendo descubrir al que mató a Razetti. El abogado que usted conoció cuando él estuvo en el pueblo —dije y advertí que la noticia no le provocaba sorpresa.

      —Sé lo que sucedió con él. Lo leí en el resumen de noticias que nos manda la agencia de prensa con la que estamos asociados. Lo conocí y no parecía mala persona. No obstante eso, debo confesar que no incluí su muerte en el noticiero de la radio. Ya tuve bastantes líos con el asunto de los comentarios.

      —¿Alguien lo amenazó para que no siguiera hablando de las faenas mineras?

      —Digamos que no estoy acostumbrado a que en mitad de la noche me pongan una pistola en la espalda.

      —¿Reconoció al de la pistola?

      —Nunca me dio la cara.

      —Y aparte de la pistola, lo amenazó alguien después. ¿Quién lo hizo?

      —Hay ciertos hechos que es preferible olvidar. Tengo familia que mantener y necesito conservar mi trabajo.

      —Comprendo. ¿Quién lo amenazó? —insistí.

      —Da lo mismo. Si quiere un consejo, váyase mañana mismo del pueblo.

      —Quiero oír su versión de los hechos.

      —Es simple y breve. Durante dos semanas hice comentarios en contra de la minera. El director y único periodista de la radio me apoyó hasta que supo que la estación había sido vendida a Jacinto Avendaño, un empresario al que nadie conocía en el pueblo. Me ordenó acabar con СКАЧАТЬ