La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
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Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789560013248

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СКАЧАТЬ y donde quieren vivir hasta el fin de sus días.

      —Usted dice las mismas cosas que mi primo. ¿De qué se trata el negocio que vino a hacer al pueblo?

      —Soy periodista y escribo un reportaje sobre la construcción de la represa —mentí.

      —No necesitará investigar mucho para saber que la represa es una obra especial. Mide doscientos cuarenta metros de alto y casi dos kilómetros de largo. Los que han tenido la oportunidad de sobrevolar la zona dicen que sus dimensiones son impactantes.

      —La represa no es mi único tema de interés. Escribo sobre un abogado que ayudaba a la gente que se opone a la represa —me atreví a decir.

      —¿Al que pillaron merodeando dentro de los terrenos de la minera?

      —De eso no sabía.

      —Lo atraparon los guardias de la minera y lo entregaron a carabineros. Después, otro abogado intercedió por él y consiguió que lo liberaran sin cargos.

      —¿Y usted está al tanto de lo que sucedió al abogado en Santiago?

      —¿Por qué tendría que saberlo? Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba.

      —Alfredo Razetti. Lo asesinaron de un balazo en la cabeza.

      —No es la mejor manera de morir —dijo Quinet y acompañó sus palabras con un gesto para indicar que prefería cambiar de conversación.

      —¿Cómo se llama el abogado que ayudó a Razetti?

      —En estos momentos no lo recuerdo.

      —No embrome, en este pueblo todos se deben conocer.

      —No pensará meterse en líos mientras aloja en mi pensión.

      —¿Cómo se llama el abogado?

      —Vicente Benavides. Tiene su oficina a media cuadra de la plaza —dijo Quinet y luego de observarme un instante, agregó—: Es todo lo que le diré. No quiero problemas con la administración de la minera.

      —Descuide, me quedó claro que usted solo está interesado en el progreso de su negocio. Pero no se preocupe. Voy a la pieza a buscar mis pertenencias y veré donde depositar mis huesos durante el tiempo que permanezca en el pueblo. Mientras tanto, hágame la cuenta por ocupar la pieza durante una siesta de dos horas.

      —Con tal de que se vaya, le regalo esas horas —dijo Quinet, molesto—. Tendré que hablar con Julián y cantarle un par de verdades.

       ***

      Era lógico pensar que Becerra sabía que Razetti había sido detenido al intentar acercarse a la represa. Y si era así, ¿por qué había omitido ese antecedente en su relato? No me había agradado el diálogo con Quinet, pero más me incomodaba descubrir que Becerra había ocultado información.

      Caminé sin rumbo fijo por las calles del pueblo, y luego de veinte minutos di con una casa que lucía un papel pegado en unas de sus ventanas que ofrecía alojamiento y comida. Toqué el timbre y salió a recibirme una mujer morena, de unos cuarenta años, alta y delgada, que vestía pantalones vaqueros ceñidos a sus caderas y una blusa escotada que permitía apreciar las abundantes pecas que tenía en el nacimiento de sus pechos.

      —Estoy interesado en el aviso de la ventana —dije, sin apartar la mirada de los llamativos ojos negros de la mujer.

      —¿Está interesado en el aviso o en la pieza que arriendo?

      —precisó la mujer con la severidad de una quisquillosa profesora de castellano.

      —Por el aviso, la pieza y todo lo que usted desee ofrecerme

      —dije, y al ver el súbito tono sonrosado que coloreó las mejillas de la mujer, supe que había logrado un avance en mi intención de obtener alojamiento.

      —¿Trabaja para Memphis? —preguntó.

      —Trabajo por mi cuenta y me pagan por hacer preguntas

      —respondí.

      —¿Le paga la minera?

      —No. ¿Cuál es su problema con Memphis?

      —Sería largo de explicar y ahora no tengo tiempo. ¿Quiere ver la pieza?

      Seguí a la mujer hacia el interior de la casa. Llegamos a un cuarto limpio, ordenado y luminoso. En su interior había una cama de dos plazas, un par de veladores y una silla de respaldo metálico. Una puerta estrecha comunicaba con un pequeño baño. La ventana de la pieza daba a un patio donde crecían dos árboles y varios cardenales plantados en macetas de greda.

      —Me quedo con la pieza —dije mientras dejaba mi bolso sobre la cama.

      —¿Sin saber las condiciones?

      —Solo quisiera saber su nombre.

      —Adriana Mercado para servirle en lo que pueda o se me antoje.

      —Perfecto, ya puede sacar el aviso pegado en la ventana.

      —No he dicho que quiera arrendarle la pieza.

      —He pasado buena parte de mi vida alquilando piezas y puedo reconocer cuando no me van a dar un portazo en las narices. Me llamo Heredia, y le aseguro que me gusta lo que he visto después de presionar el timbre de su casa —respondí.

      La mujer volvió a sonrojarse.

      —De acuerdo, usted gana en esta ocasión —dijo Adriana Mercado—. El desayuno se sirve de siete a nueve de la mañana, y en el caso de los hombres, no se admite que ingresen mujeres a sus cuartos.

      —¿Y las mujeres pueden ingresar hombres a sus piezas?

      —Cuantos quieran —dijo Adriana Mercado y acompañó sus palabras con una sonrisa que se prolongó hasta que abandonó la pieza.

      A solas, contemplé la reproducción de un cuadro de Monet que colgaba en unas de las paredes, y luego hice lo mismo con los árboles del patio. Llegaría el momento en que me aburriría de Santiago y partiría con camas y petacas a un pueblo pequeño del sur, donde pudiera convivir con el silencio y descifrar el lenguaje de los pájaros o del viento meciendo el follaje de los árboles. Un lugar apropiado para llevar una vida sencilla, dormir sin inquietudes y despertar en el invierno con el sonido de la lluvia.

      Me tendí sobre la cama y encendí un cigarrillo. Me gustaba estar en cuartos extraños, acostumbrarme a sus dimensiones e imaginar qué personas habían ocupado antes ese lugar donde hasta el aire era fugaz, como el de las estaciones de trenes o los aeropuertos.

      Un rato más tarde, y con algo de esfuerzo, me encaminé a la casa de Julián Becerra, quien me esperaba en la puerta de su casa, observando a derecha e izquierda. Una vez dentro de su casa, me presentó a Berta, su esposa, una mujer baja y menuda, a la que evidentemente la vida había quitado muchos de sus atractivos. Sus cabellos negros lucían lacios y unas arrugas prematuras rodeaban sus ojos. Me saludó a la distancia y luego de estudiar mi aspecto por unos segundos, se dirigió a la cocina.

      —Tuve que cambiar СКАЧАТЬ