La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
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Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

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isbn: 9789560013248

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СКАЧАТЬ me extraña, siempre ha sido temeroso y miserable —dijo la esposa de Becerra en el momento que volvía al comedor con unos platos que contenían puré de papas y unas presas de pollo asado—. Se lo he dicho muchas veces a Julián, pero él insiste en defenderlo porque es parte de su familia.

      —No seas tan severa con mi primo —le contestó Becerra—. Recuerda que ayudó con víveres a los compañeros que están en huelga de hambre.

      —¿De qué huelga habla, Becerra? —pregunté.

      —Dado que las autoridades del pueblo no escuchan nuestras demandas, un grupo de once compañeros iniciaron una huelga en el club deportivo. La idea es llamar la atención de la prensa y de las autoridades regionales, pero hasta ahora no se ha obtenido mucho. El diario del pueblo, que sobrevive gracias a los avisos de la minera, nos ignora; al igual que los de Santiago. Y las autoridades siguen indiferentes, esperando que se resienta la salud de los huelguistas. Los compañeros enviaron una carta al Presidente de la República, y este, a través de uno de sus ministros, respondió que el litigio con la minera era un asunto entre particulares; que debía ser resuelto legalmente y sin la intervención del gobierno.

      —¿Y usted sabía que Alfredo estuvo detenido cuando vino al pueblo?

      —Por supuesto. Lo fui a ver a la comisaría y acompañé al abogado que gestionó su libertad.

      —¿Y por qué no me lo dijo? —pregunté alzando el tono de mi voz.

      —Temí que se arrepintiera de viajar.

      —Espero que sea la última vez que me oculte información. Me gusta confiar en la gente que tengo a mi lado.

      —Disculpe —balbuceó Becerra, y luego me contó su versión de lo sucedido con Razetti, la que no difería sustancialmente de la de su primo.

      —Casi todos en el pueblo se han vendido a la minera —dijo la esposa de Becerra cuando este terminó su relato—. Los carabineros persiguen a los vecinos organizados y hasta el cura de la parroquia predica sobre el supuesto bienestar que nos ha traído la minera.

      —Hay mucho dinero en juego y la minera intenta ganarse la voluntad de la gente. Para algunos pavimenta calles o arregla escuelas, y para otros, los que tienen algún tipo de poder, dispone de recursos que van directamente a sus bolsillos —agregó Becerra, interrumpiendo a su mujer—. La explotación del cobre está proyectada a treinta años, y después la minera se irá con sus utilidades y nos dejará los desechos tóxicos.

      —El dinero les sobra —dijo Berta—. Por eso los vecinos ven que el proyecto avanza sin contrapeso y se aburren de protestar. Otros carecen de la información adecuada. Ignoran que la represa está diseñada para contener más de cuatro millones de metros cúbicos de materiales desechables. Materiales que cualquier día pueden caer sobre nuestras casas y que hoy nos están afectando a través de los elementos químicos que van a dar a las aguas subterráneas que alimentan el río.

      —Berta sabe de lo que habla. Estudió ingeniería en minas hasta que tuvo que dejar su carrera universitaria por falta de dinero. Pero sigue informándose y formó un grupo de apoyo a Cuenca con algunos de sus antiguos compañeros. Realizan estudios sobre la materia y han elaborado el marco técnico que sustenta nuestra demanda —aclaró Becerra.

      —No logramos impedir la construcción de la represa, pero tenemos la esperanza de conseguir que no se siga utilizando o que se adopten mejores medidas de resguardo —dijo Berta—. Pedimos que procesen las aguas contaminadas y que construyan un muro de contención entre la represa y el pueblo. Sería una manera de evitar que los desechos caigan sobre nosotros en caso de filtraciones o de fisuras ocasionadas por un terremoto. Y lo que digo no son fantasías. El año 1985 en el pueblo italiano de Val di Stava se rompió la presa construida por la minera que operaba en el lugar. La rotura provocó una avalancha de fango tóxico que cubrió buena parte del pueblo y mató a centenares de sus habitantes. Y está el caso del relave minero que contaminó el río Opamayo, en Huancavelica, una de las zonas más pobres del Perú. Veinte mil metros cúbicos de desechos fueron a dar al río por el colapso de la represa. Y estos son dos ejemplos en el ámbito minero, porque también están los desastres provocados por fallas de seguridad en plantas nucleares y empresas hidroeléctricas.

      —¿Qué contiene ese relave? —pregunté a Berta.

      —El agua, el barro y los minerales tóxicos que sobran una vez que ha sido procesado el cobre.

      —No me gustaría que eso cayera sobre mi cabeza.

      —Ni a nosotros —dijo Berta—. Tampoco nos gusta que nuestra gente pierda sus siembras por falta de agua o que padezcan enfermedades que eran desconocidas en el pueblo.

      —Tengo una idea general de lo que hacía Alfredo, pero no sé lo que yo puedo hacer por ustedes —dije.

      —Nos puede ayudar a concretar una gestión que el abogado dejó pendiente —agregó Berta.

      —¿Qué gestión? —pregunté a la esposa de Becerra.

      —Necesitamos que una entidad autorizada, chilena o extranjera, certifique la contaminación del agua —respondió Berta—. Parece fácil de conseguir, pero en la práctica no lo ha sido. Hasta ahora no hemos conseguido que se emita un informe sobre la calidad del agua. Nuestras peticiones a distintos organismos públicos y privados han sido desoídas o tramitadas hasta el olvido.

      —Don Alfredo estableció contacto con un laboratorio francés que podía realizar el estudio —agregó Becerra—. En una próxima reunión nos iba a informar sobre el avance de la gestión. Incluso empezamos a recolectar dinero con la finalidad de enviar a Francia a los dos compañeros que llevarían las muestras para el estudio químico y bacteriológico de las aguas.

      —No logro entender qué me están pidiendo que haga —dije.

      —Queremos información sobre el contacto que hizo don Alfredo —agregó Becerra.

       8

      Vicente Benavides ocupaba una oficina cochambrosa, apenas alumbrada por las dos ampolletas que pendían del cielo raso como murciélagos entumidos. Dentro del largo y oscuro despacho se acumulaban varios muebles y escritorios, lo que me hizo pensar que Benavides había tenido un pasado esplendoroso o que se dedicaba al remate de muebles usados. El aspecto de su rostro hacía juego con el deterioro de su oficina. Debía tener más de setenta años. Era de baja estatura y su tez lucía pálida, enfermiza. Sus ojos, de un color indefinido, estaban cubiertos por unas cejas grandes e intimidantes. Su escasa cabellera lucía peinada a la gomina y en general, nada de su aspecto hacía pensar que estuviera al tanto de lo que sucedía en el nuevo siglo que vivíamos.

      Cuando entré a su despacho, el abogado se puso de pie y estrechó blandamente la mano que le ofrecí a modo de saludo. Le dije mi nombre y me indicó una silla que segundos antes había estado ocupada por un quiltro pequeño y patichueco.

      —Ulpiano no se opondrá a que usted haga uso de su silla favorita —dijo el abogado, acompañando sus palabras con una sonrisa que humanizó su aspecto sombrío.

      —¿Ulpiano?

      —Ulpiano y Papiniano, así se llaman mis perros, en honor a dos de los más grandes jurisconsultos romanos. Emilio Papiniano, asesinado por orden del emperador Caracalla, fue maestro de Domicio Ulpiano, famoso por sus preceptos sobre el orden que impone la justicia entre los ciudadanos.

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