La Corona De Bronce. Stefano Vignaroli
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Название: La Corona De Bronce

Автор: Stefano Vignaroli

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Историческая литература

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isbn: 9788835420880

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СКАЧАТЬ en serio, de tener a sus órdenes hombres valerosos ―decía Andrea a su amigo mientras recorrían un largo pasillo, en el cual sus pasos eran amortiguados por alfombras dispuestas en el suelo, y a los ruidos y voces no se les permitía rebotar gracias a una serie de tapices que cubrían las pareces. ―Haré todo lo que me ordenen, pero en una cosa, sólo en una cosa, seré intransigente con el Duca. Tú, Gesualdo, deberás acompañarme. Serás mi guía y mi brazo derecho. No quiero ningún otro a mi lado en el trayecto desde aquí a Rimini.

      ―Mi joven amigo, tú eres fuerte y robusto mientras que yo soy un viejo inválido. No creo que nuestro Señor consienta tu petición. Aunque hace tiempo que no me llama y no me ha confiado misiones después de aquella que ambos conocemos, sólo saber que estoy lejos de aquí podría ser motivo de enojo para el Duca. Hazme caso. ¡Permanece callado y no formules pretensiones absurdas!

      ―¡Cállate tú! Serás viejo e inválido pero combates mucho mejor y eres mucho más astuto que un joven guerrero. Y además…

      Las palabras se suavizaron porque habían llegado al final del pasillo. La puerta abierta de par en par enfrente de ellos mostraba el comedor, donde una larga mesa estaba repleta de manjares. Dos reverentes servidores mantenían abiertas las pesadas cortinas de terciopelo rojo que encuadraban la entrada. A su paso hicieron una profunda reverencia, luego volvieron a cerrar las cortinas una vez que los huéspedes hubieron traspasado el umbral. Andrea y Gesualdo miraron asombrados los asados de pavo, faisanes y pintada gris, las patatas al horno y las verduras cocidas. Todos los platos estaban embellecidos con decoraciones, en un derroche de colores difíciles de ver. Por no hablar de los aromas que llegaban hasta las narices de Andrea recordándole los efluvios que sólo en la casa paterna había apreciado en su momento y que casi había olvidado. El vino de las jarras era rojo, del típico color oscuro del vino de Monte Conero. Andrea sintió un ligero codazo, preludio del consejo susurrado por el Mancino.

      ―Ve despacio con el vino. Para uno como tú, habituado al Verdicchio y a la Malvasía, el Rojo Conero puede ser peligroso. ¡Enseguida se sube a la cabeza!

      ―El momento favorable podría no durar demasiado y, por lo tanto, debemos actuar ahora para apoyar a nuestro amigo Sigismondo Malatesta ―comenzó a decir Berengario volviéndose a sus huéspedes mientras le metía el diente a un muslo de pollo, sosteniéndolo por el hueso, mientras la grasa resbalaba desde la mano hasta el antebrazo. ―Ahora que Leone X está muerto, ¡arrebataremos Urbino y Montefeltro a los Medici y a la Santa Sede! Dentro de poco todos los territorios de Le Marche, comprendida la Marca Anconitana, deberían volver a su justo equilibrio. Sometidos, sí, al Estado de la Iglesia, pero siempre con gobiernos civiles independientes. Por desgracia, el Duca Francesco Maria della Rovere parece ser que se ha retirado a su Senigallia, renunciando a reconquistar el Ducato di Urbino, que le había sido quitado por Cesare Borgia y luego había pasado al sobrino del Papa Leone X. Además, los territorios de Jesi se hayan en el más total abandono. Después de la muerte del Cardenal Baldeschi se envió a un legado pontificio que parece que no tenga tanto la intención de gobernar la ciudad como la de acabar de mermarla, reduciéndola a la miseria, aprovechando la falta de un gobierno civil.

      Al oír estas últimas palabras, el corazón de Andrea se sobresaltó. El gobierno civil de la ciudad de Jesi era suyo. Si el Duca di Montacuto quería restablecer el equilibrio político, bastaría que lo hubiese enviado a su ciudad y se habría ocupado él de arreglar las cosas y hacer entrar en razón a aquel famoso legado pontificio. ¿Qué sentido tenía mandarlo a combatir por el Señor de Rimini? Pero quizás, las intenciones de Montacuto eran otras. Quizás le venía bien mantener la situación de desorden en la cercana Jesi, ahora que había expulsado al Consiglio degli Anziani y había tomado en sus manos el gobierno de la ciudad y de la Marca Anconitana. A lo mejor, en el último momento, daría la espalda a todos y vendería Ancona al Papa por unas decenas de miles de florines de oro. O quizás se aliaría en secreto con el Duca della Rovere y harían un frente común contra el Papa y contra el mismo Malatesta, a fin de que éste último no extendiese sus miras expansionistas hacia el sur. ¡Quién sabe! A Andrea no le disgustaría regresar a Jesi y poder volver a ver a su amada. Pero si ni siquiera había sido informado de la muerte de su jurado enemigo el Cardenal Baldeschi, imaginemos si hubiese pasado por la mente del Duca hacerlo volver a su patria. Así que Andrea decidió permanecer en silencio y seguir escuchando la argumentación del Duca Berengario, mientras se llevaba distraídamente a la boca algunas patatas y saboreaba su delicado sabor. Sólo unos pocos años antes ni se conocía la existencia de este delicioso tubérculo que había sido importado del Nuevo Mundo. Un siervo le echó vino rojo en la copa y él lo tragó para acompañar a las patatas en su largo recorrido hacia el estómago.

      ―El Papa que ha sido nombrado hace poco, Adriano VI, es un títere, un fantoche en manos de la oligarquía eclesiástica, que ha apartado de sí al linaje de los Medici, que estaban adquiriendo demasiado poder, incluso en Roma. No creo que dure mucho, antes de que Giulio Dei Medici trame algo para echarlo y volver a tomar las riendas del estado eclesiástico. Por lo que debemos aprovechar el momento antes de que sea demasiado tarde. Mañana por la mañana, temprano, Andrea, partirás hacia Pesaro, donde tomarás el mando de la guarnición del ejército de Sigismondo Malatesta. Guiarás a esta guarnición hasta Urbino mientras Malatesta llegará a la misma ciudad desde el norte con el resto de su ejército, a través de los territorios de Montefeltro. Atenazaréis Urbino desde el norte y desde el sur y, tanto los Medici que ocupan Montefeltro como el conde Boschetti que gobierna Urbino de parte de la Santa Sede, no tendrán escapatoria. Tú, Gesualdo, acompañarás a Andrea hasta Pesaro. El camino es largo y peligroso y tú conoces las mejores vías para recorrerlo. Te asegurarás de que Andrea llegue a su destino lo antes posible. Luego volverás enseguida. Que no me entere de que por algún motivo, por muy válido que sea, tu acompañes a Andrea en la batalla. Dentro de cuatro días te quiero de vuelta en el castillo, en caso contrario… ―y se pasó dos dedos deslizando la piel del cuello, simulando lo que haría la hoja de un cuchillo presionado contra la yugular.

      Aunque, en su interior, intentaba no admitirlo, Andrea había entrevisto brillar una luz de traición en los ojos del Duca mientras éste hablaba. Nunca se había fiado de él y ahora mucho menos. Cuando luego, él y Gesualdo, fueron despedidos y, al salir, se cruzaron con dos brutas caras de esbirros, que nunca habían visto antes en la Corte, los temores de Andrea todavía se acentuaron más. Por suerte el Mancino, en el que tenía completa confianza, en las horas y los días venideros, estaría a su lado para defenderlo a costa de su propia vida.

      ―Según tú, ¿quiénes son esos dos, Gesualdo? ¿Sicarios, quizás, unos matones?

      ―No sabría decirlo. Es la primera vez que los veo. Pero esas caras no me inspiran nada bueno. Pero no hablemos de eso aquí. Ven, vamos a escoger los caballos para mañana. En los establos podremos hablar tranquilamente.

      Cuando Matteo y Amilcare estuvieron dentro del salón, el Duca hizo cerrar la puerta, luego dio unas palmadas. Enseguida algunas sirvientas, con vestidos de colores, con transparencias que ponían perfectamente en evidencia sus gracias femeninas, llegaron a la sala desde una puerta secundaria y comenzaron a bailar teniendo de fondo una melodía tocada por invisibles músicos, escondidos quién sabe dónde. Berengario tenía más de sesenta años y, durante su vida, había tenido tres esposas, todas desaparecidas muy jóvenes y en circunstancias misteriosas. Alguien, en la Corte, murmuraba sobre el hecho de que él mismo había mandado matarlas, una vez que se había aburrido de ellas. Siempre había sido un lujurioso, además de un amante de las delicias de la mesa, tanto que había dudas sobre en qué círculo infernal acabaría después de su muerte. Lo importante era gozar de los placeres que la vida le ofrecía hasta que pudiese. Y desde este punto de vista, en privado, no dejaba que le faltase nada. Alargó el brazo hacia una de las siervas, la que vestía una túnica de color rojo encendido y se la arrancó dejándola desnuda del todo. La muchacha ya sabía lo que tenía que hacer y estaba al corriente de que, si no desenvolvía perfectamente su misión, al día siguiente su cuerpo sin vida sería encontrado en medio del bosque por cualquier cazador. Se acercó al Duca y СКАЧАТЬ