Название: El prisionero de Zenda
Автор: Anthony Hope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664139122
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Tarlein vio que yo no comprendía.
—El coronel y yo—me explicó,—saldremos de aquí a las seis de la mañana para ir a caballo a Zenda, regresaremos con la guardia de honor a las ocho, y entonces cabalgaremos todos juntos hasta la estación.
—¡El diablo cargue con la tal guardia de honor!—gruñó Sarto.
—No, ha sido una atención muy delicada de mi hermano el pedir esa distinción para su regimiento—dijo el Rey.—¡Ea, primo! Tú no tienes que levantarte temprano. ¡Venga otra botella!
Y despaché otra botella, o, mejor dicho, parte de ella, porque lo menos los dos tercios de su contenido se los apropió el monarca. Tarlein renunció a predicar moderación y pronto nos pusimos todos tan alegres de cascos como sueltos de lengua. El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a mí me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día.
—Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.
—Ya he bebido bastante—dijo.
—No seré yo quien contradiga al Rey—asentí.
La verdad es que había bebido demasiado. Y entonces se presentó José y puso delante del Rey un venerable frasco, que, por su apariencia, debía de haber reposado largos años en obscuro sótano.
—Su Alteza el duque de Estrelsau me ordenó presentar este frasco al Rey cuando hubiese gustado ya otros vinos menos añejos, y suplicarle que lo bebiera en prenda del cariño que le profesa su hermano.
—¡Bravo, Miguel!—exclamó el Rey.—¡Destápalo pronto, José! ¿Pues qué se ha creído mi caro hermano? ¿Que me iba a asustar una botella más?
Destapado el frasco, José llenó el vaso del Rey. Apenas hubo probado el vino nos dirigió una mirada solemne, muy en consonancia con el estado en que se hallaba, y dijo:
—¡Caballeros, amigos míos, primo Rodolfo (¡cuidado que es escandalosa la historia esa, Rodolfo!), la mitad de Ruritania os pertenece desde este momento. ¡Pero no me pidáis una sola gota de este frasco divino, que vacío a la salud de... de ese taimado, del bribón de mi hermano, Miguel el Negro!
Y llevándose el frasco a los labios bebió hasta la última gota, lo lanzó después lejos de sí y apoyando los brazos en la mesa dejó caer sobre ellos la cabeza.
Bebimos una vez más a la salud del Rey y es todo lo que recuerdo de aquella noche. Que no es poco recordar.
IV
el rey acude a la cita
Al despertarme no hubiera podido decir si había dormido un minuto o un año. Me despertó repentinamente una sensación de frío; el agua chorreaba de mi cabeza, cara y traje, y frente a mí divisé al viejo Sarto, con su burlona sonrisa y con un cubo vacío en la mano. Sentado a la mesa, Federico de Tarlein, pálido y desencajado como un muerto.
Me puse en pie de un salto, y exclamé encolerizado:
—¡Esto pasa de broma, señor mío!
—¡Bah! No tenemos tiempo de disputar. No había modo de despertarlo, y son las cinco.
—Repito, coronel...—iba a continuar más irritado que nunca, aunque medio helado el cuerpo, cuando me interrumpió Tarlein apartándose de la mesa y diciéndome:
—Mire usted, Raséndil.
El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo. Tenía el rostro tan rojo como el cabello y respiraba pesadamente. Sarto, el irrespetuoso veterano, le dio un fuerte puntapié, pero no se movió. Entonces noté que la cara y cabeza del Rey estaban tan mojadas como las mías.
—Ya hace media hora que procuramos despertarlo—dijo Tarlein.
—Bebió tres veces más que cualquiera de nosotros—gruñó Sarto.
Me arrodillé y le tomé el pulso, cuya lentitud y debilidad eran alarmantes.
—¿Narcótico?... ¿la última botella?—pregunté con voz apenas perceptible.
—Vaya usted a saber—dijo Sarto.
—Hay que llamar a un médico.
—No encontraríamos uno en tres leguas a la redonda; y además ni cien médicos son capaces de hacerlo ir a Estrelsau. Sé muy bien en qué estado se halla. Todavía seguirá seis o siete horas por lo menos sin mover pie ni mano.
—¿Y la coronación?—exclamé horrorizado.
Tarlein se encogió de hombros, como tenía por costumbre.
—Tendremos que avisar que está enfermo—dijo.
—Me parece lo único que podemos hacer—asentí.
El viejo Sarto, en quien la francachela de la víspera no dejara el más leve rastro, había encendido su pipa y fumaba furiosamente.
—Si no lo coronan hoy—dijo,—apuesto un reino a que no lo coronan nunca.
—¿Pero, por qué?
—Toda la nación, puede decirse, está esperándolo allá en la capital con la mitad del ejército, y digo, con Miguel el Negro a la cabeza. ¿Mandaremos a decirles que el Rey está borracho?
—¡Que está enfermo!
—¿Enfermo?—repitió Sarto con sarcasmo.—Demasiado saben la enfermedad que le aqueja. No sería la primera vez.
—Digan lo que quieran—repuso Tarlein con desaliento.—Yo mismo llevaré la noticia y la daré lo mejor que sepa y pueda.
—¿Creen ustedes que el Rey está bajo la influencia de un narcótico?—preguntó Sarto.
—Yo sí lo creo—repliqué.
—¿Y quién es el culpable?
—Ese infame, Miguel el Negro—rugió Tarlein.
—Así es—continuó el veterano;—para que no pudiera concurrir a la coronación. Raséndil no conoce todavía a nuestro sin par Miguel. Pero usted, Tarlein, ¿cree usted que el Duque no tiene ya elegido candidato al trono, el candidato de la mitad de los habitantes de Estrelsau? Tan cierto como hay Dios, Rodolfo pierde la corona si no se presenta hoy en la capital. Cuidado que yo conozco a Miguel el Negro.
—¿No podríamos llevarlo nosotros mismos a la ciudad?—pregunté.
—Bonita figura haría—dijo Sarto con profundo desprecio.
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