El prisionero de Zenda. Anthony Hope
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Название: El prisionero de Zenda

Автор: Anthony Hope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664139122

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СКАЧАТЬ que se cerró la puerta. Mi picaresca conductora iba delante y al subir la escalera me dijo:

      —No hay remedio; el pelo de usted es de un color que no le gusta a Juan.

      —¿Prefiere quizás el tuyo, eh?

      —¡Oh! quiero decir en un hombre—replicó coquetonamente.

      —Vamos a ver—dije asiendo el candelero que tenía ella en la mano;—¿qué importa que un hombre tenga el pelo de tal o cual color?

      —Lo que sé es que a mí me gusta el de usted; es el rojo de los Elsberg.

      —Te repito que lo del color es una bicoca, una fruslería. Como ésta; toma.—Y le di algunas monedas.

      —¡Cielo santo!—exclamó.—Lo que es esta noche voy a cerrar la puerta de la cocina, por si acaso.

      De entonces acá he aprendido que el color del pelo es en ocasiones detalle de la más alta importancia para un hombre.

       Índice

      francachela nocturna con un pariente lejano

      La conducta del guardabosque del Duque al siguiente día, fue tan atenta y se mostró tan servicial, que hubiera bastado para reconciliarme con él, suponiendo que yo hubiese podido guardarle el menor rencor porque a él le gustase o no el color de mi cabello. Habiendo sabido que me dirigía a la capital, se presentó cuando estaba yo almorzando para decirme que una hermana suya, casada con un acomodado mercader de Estrelsau, lo había invitado a ocupar un cuarto en su casa durante las fiestas de la coronación. Que había aceptado de mil amores, pero ahora se hallaba con que sus deberes no le permitían ausentarse. Por lo tanto me rogaba que aceptase la invitación en su lugar, asegurándome que la casa, aunque modesta, era cómoda y limpia, y que su hermana se avendría al cambio con placer; acabando por recordarme las molestias que me aguardaban en los coches atestados del tren, en mis idas y venidas entre Zenda y Estrelsau. Acepté su oferta sin la menor vacilación y él fue a telegrafiar a su hermana mientras yo preparaba mis efectos para tomar el próximo tren. Pero me quedaba todavía el deseo de ir al bosque y llegarme hasta la casilla del guarda; y cuando mi linda camarera me dijo que podía tomar el tren en otra estación, andando cosa de dos leguas a través del bosque, resolví enviar mi equipaje directamente a las señas que había dejado Juan, dar mi paseo y continuar después el viaje a Estrelsau. Juan había partido ya y nada supo de este cambio en mis planes; pero como el único efecto había de ser un retraso de algunas horas en mi llegada a la casa de su hermana, no había para qué enterarlo de ello, y desde luego mi futura huéspeda no se había de preocupar por mi tardanza.

      Tomé una ligera colación poco antes de mediodía, y habiéndome despedido de la buena mujer y sus hijas, prometiendo volver a verlas a mi regreso, comencé el ascenso de la colina que lleva al castillo y desde éste al bosque de Zenda. Media hora de pausado andar me llevó a las puertas del castillo. Fortaleza en otro tiempo, los macizos muros se hallaban todavía en buen estado y aparecían muy imponentes. Tras ellos se veía otra sección de la antigua fortaleza, y después de ésta, separada por un ancho y profundo foso que rodeaba también los antiguos edificios, hallábase una hermosa quinta moderna, mandada construir por el difunto Rey y que al presente era la residencia de campo del duque de Estrelsau. Ambas porciones, antigua y moderna, se comunicaban por medio de un puente levadizo, único medio de acceso a la parte antigua de la construcción; en cambio en frente de la quinta se extendía una hermosa y ancha avenida. Era aquella una posesión ideal. Cuando «Miguel el Negro» deseaba compañía, habitaba la quinta; si quería estar solo le bastaba cruzar el puente, alzarlo tras sí, y hubieran sido necesarios un regimiento y una batería de sitio para sacarlo de allí. Proseguí mi camino, alegrándome de ver que el pobre duque Miguel, ya que no pudiese conseguir trono ni princesa, tenía por lo menos una residencia no inferior a la de ningún otro príncipe de Europa.

      No tardé en llegar al bosque, cuyos frondosos árboles me proporcionaron fresca sombra por más de una hora. Las ramas se entrelazaban sobre mi cabeza y los rayos del sol podían apenas deslizarse entre las hojas, poniendo aquí y allá brillantes toques sobre el húmedo césped. Encantado con aquel lugar, me senté al pie de un árbol, apoyé la espalda contra su tronco y extendiendo las piernas me entregué a la contemplación de la solemne belleza del bosque, a la vez que aspiraba el delicioso aroma de un buen cigarro. Consumido éste y al parecer satisfecha mi contemplación estética, me quedé profundamente dormido, sin cuidarme para nada del tren que debía de llevarme a Estrelsau ni de la rapidez con que iban deslizándose las horas de aquella tarde. Pensar en trenes en aquel lugar hubiera sido un sacrilegio. Lejos de eso, me puse a soñar que era el feliz esposo de la princesa Flavia, con la cual habitaba en el castillo de Zenda y me paseaba por las sombreadas alamedas del bosque, todo lo cual constituía un sueño muy placentero por cierto. No ocultaré que me hallaba en el acto de estampar un ardiente beso en los lindos labios de la Princesa, cuando oí una voz estridente, que al principio me pareció parte de mi sueño, y que decía:

      —¡Pero, hombre, si parece cosa, del diablo! No hay más que afeitarlo y ya tenemos al Rey hecho y derecho.

      Aquella ocurrencia me pareció bastante rara, aun para soñada; ¡el sacrificio de mi bien cuidada barba y aguzada perilla transformarme en un monarca! Hallábame a punto de besar otra vez a mi princesa, cuando me convencí, muy a mi pesar, de que estaba despierto.

      Abrí los ojos y vi a dos hombres que me contemplaban con gran curiosidad. Ambos vestían trajes de caza y llevaban sus escopetas. Bajo y robusto uno de ellos, con una cabeza redonda como bala de cañón, áspero bigote gris y pequeños ojos azules. El otro era joven, esbelto, de mediana estatura, moreno y de distinguido porte. Desde luego me pareció el primero un veterano y el otro un joven noble, pero también soldado. Más tarde tuve ocasión de ver confirmado mi juicio.

      El de más edad se adelantó, haciendo seña al otro de que le siguiera; y éste lo hizo así, descubriéndose cortésmente, a tiempo que yo me ponía en pie.

      —¡Hasta la misma estatura!—oí murmurar al veterano, mientras parecía medir atentamente con la vista los seis pies y dos pulgadas de estatura que Dios me ha dado. Después, haciendo el saludo militar, dijo:

      —¿Me sería permitido preguntarle a usted su nombre?

      —Mi opinión, señores míos—contesté sonriéndome,—es que habiendo tomado ustedes la iniciativa en este encuentro, les toca también comenzar por decirme sus nombres.

      El joven se adelantó con faz risueña.

      —El coronel Sarto—dijo presentando a su compañero.—Y yo soy Federico de Tarlein; ambos al servicio del rey de Ruritania.

      Me incliné y dije descubriéndome:

      —Mi nombre es Rodolfo Raséndil y soy un viajero inglés. También he sido por dos años oficial del ejército de Su Majestad la Reina.

      —Pues en tal caso somos hermanos de armas—repuso Tarlein tendiéndome la mano, que estreché gustoso.

      —¡Raséndil, Raséndil!—murmuró el coronel Sarto. De repente pareció despertarse un claro recuerdo en su memoria y exclamó:

      —¡Por vida de! ¿Sois Burlesdón?

      —Mi hermano es el actual Conde de este título.

      —¡Claro está! Con esa cabeza СКАЧАТЬ