El prisionero de Zenda. Anthony Hope
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Название: El prisionero de Zenda

Автор: Anthony Hope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664139122

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СКАЧАТЬ que Estrelsau, la capital, estaba atestada de forasteros. Las habitaciones disponibles alquiladas todas, los hoteles llenos, iba a serme muy difícil obtener hospedaje, y dado que lo consiguiera tendría que pagarlo a precio exorbitante. Resolví, pues, detenerme en Zenda, pequeña población a quince leguas de la capital y a cinco de la frontera. El tren en que yo iba, llegaba a Zenda aquella noche; podría pasar el día siguiente, martes, recorriendo las cercanías, que tenían fama de muy pintorescas, dando una ojeada al famoso castillo e ir por tren a Estrelsau el miércoles, para volver aquella misma noche a dormir a Zenda.

      Dicho y hecho. Me quedé en Zenda y desde el andén vi a la señora de Maubán, que evidentemente iba sin detenerse hasta Estrelsau, donde por lo visto contaba o esperaba conseguir el alojamiento que yo no había tenido la previsión de procurarme de antemano. Me sonreí al pensar en la sorpresa de Jorge Federly si hubiera llegado a saber que ella y yo habíamos viajado tanto tiempo en buena compañía.

      Me recibieron muy bien en el hotel, que no pasaba de ser una posada, presidida por una corpulenta matrona y sus dos hijas; gente bonachona y tranquila, que parecía cuidarse muy poco de lo que sucedía en la capital. El preferido de la buena señora era el Duque, porque el testamento del difunto Rey lo había hecho dueño y señor de las posesiones reales en Zenda y del castillo, que se elevaba majestuosamente sobre escarpada colina al extremo del valle, a media legua escasa del hotel. Mi huéspeda no vacilaba en decir que sentía no ver al Duque en el trono, en lugar de su hermano.

      —¡Por lo menos al duque Miguel lo conocemos!—exclamaba.—Ha vivido siempre entre nosotros y no hay ruritano que no sepa de él. Pero el Rey es casi un extraño; ha residido tanto tiempo fuera del país, que apenas si de cada diez hay uno que lo haya visto.

      —Y ahora—apoyó una de las muchachas,—dicen que se ha afeitado la barba y que no hay quien lo conozca.

      —¡Que se ha quitado la barba!—exclamó la madre.—¿Quién te lo ha dicho?

      —Juan, el guardabosque del Duque, que ha visto al Rey.

      —¡Ah, sí! El Rey, señor mío, está de cacería en una posesión que tiene el Duque, ahí en el bosque; de Zenda irá a Estrelsau para la coronación el miércoles por la mañana.

      Me interesó la noticia y resolví dirigir al día siguiente mis pasos hacia la casa del guarda, con la esperanza de ver al Rey.

      —¡Ojalá se quedase cazando toda la vida!—me decía mi huéspeda.—Cuentan que la caza, el vino y otra cosa que me callo, es lo único que le gusta o le importa. Pues que coronen al Duque; eso es lo que yo quisiera, y no me importa que me oigan.

      —¡Cállese usted, madre!—dijeron ambas mozas.

      —¡Oh, son muchos los que piensan como yo!—insistió la vieja.

      Reclinado en cómodo sillón, de brazos, me reía al oirlas.

      —Lo que es yo—declaró la menor de las hijas, una rubia regordeta y sonriente,—aborrezco a Miguel el Negro. ¡A mí déme usted un Elsberg rojo, madre! Del Rey dicen que es tan rojo como... como...

      Me miró maliciosamente y lanzó una carcajada, sin hacer caso de la cara hosca que ponía su hermana.

      —Pues mira que muchos han maldecido antes de ahora a esos Elsberg pelirrojos—refunfuñó la buena mujer; y yo me acordé en seguida de Jaime, cuarto conde de Burlesdón.

      —¡Pero nunca los ha maldecido una mujer!—exclamó la moza.

      —También, y más de una, cuando ya era tarde—fue la severa respuesta, que dejó a la doncella callada y confusa.

      —¿Cómo es que el Rey se halla aquí, en tierras del Duque?—pregunté para romper el embarazoso silencio.

      —El Duque lo invitó, mi buen señor, a que descansase aquí hasta el miércoles, mientras él preparaba la recepción del Rey en Estrelsau.

      —¿Es decir que son buenos amigos?

      —Los mejores del mundo.

      Pero la linda rubia no era de las que se callan por largo tiempo, y exclamó:

      —¡Sí, se quieren tanto como pueden quererse dos hombres que ambicionan el mismo trono y la misma mujer!

      Su madre le dirigió una mirada furibunda, pero aquellas palabras habían picado mi curiosidad; y antes de que la vieja pudiera reñirla, le pregunté:

      —¿Cómo es eso? ¿La misma mujer?

      —Todo el mundo sabe que Miguel el Negro—bueno, madre, el duque Miguel,—daría su alma por casarse con su prima, la princesa Favia, que está destinada al Rey.

      —¡Pobre Duque!—repuse.—Declaro que empiezo a compadecerlo. Pero el segundón tiene que contentarse con lo que el mayor le deje, y aun dar gracias a Dios de que algo le toque.—Y pensando en lo que a mí mismo me sucedía, me encogí de hombros y me eché a reír. También recordé entonces a Antonieta de Maubán y su viaje a Estrelsau.

      —Lo que es Miguel el Negro...—continuó la muchacha arrostrando la indignación de su madre; pero en aquel momento se oyeron unos pesados pasos y una voz brusca preguntó, con acento amenazador:

      —¿Quién habla del duque Miguel con tan poco respeto y en sus propias tierras?

      La muchacha dio un ligero grito, entre atemorizada y risueña.

      —¿No me acusarás a tu amo, Juan?—preguntó.

      —Ahí tienes lo que nos traes con tu charla—dijo la madre.

      El hombre que había hablado entró en la habitación.

      —Tenemos un huésped, Juan—dijo la posadera al recién llegado, que inmediatamente se quitó la gorra. Pero al verme retrocedió un paso, como ante una aparición.

      —¿Qué tienes, Juan?—preguntó la mayor de las jóvenes.—Este señor es un viajero, que viene a ver la coronación.

      El guardabosque se había repuesto de su sorpresa, pero seguía mirándome fijamente, con expresión de intensa curiosidad no exenta de amenaza.

      —Buenas noches—le dije.

      —Buenas noches, señor—murmuró, observándome sin cesar, hasta que la rubia exclamó con gran risa:

      —¡Sí, míralo bien, Juan; es tu color favorito! Lo ha sorprendido el color de su cabello, señor viajero; color que no es el que más vemos aquí en Zenda.

      —Dispense el señor—balbuceó el mozo, todavía sorprendido.—No creí encontrar aquí más que a los de casa.

      —Denle ustedes un vaso de vino para que lo beba a mi salud. Buenas noches a todos, y gracias, señoras mías, por su bondad y su grata conversación.

      Me levante, e inclinándome ligeramente me dirigí hacia la puerta. La alegre muchacha corrió a alumbrar el camino y el joven retrocedió un paso, fijos los ojos en mí. Al llegar a su lado me dijo:

      —Con perdón, señor: ¿conoce usted al Rey?

      —Jamás СКАЧАТЬ