El prisionero de Zenda. Anthony Hope
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Название: El prisionero de Zenda

Автор: Anthony Hope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664139122

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      —¡Ah! Por lo visto la historia es tan bien conocida aquí como entre nosotros.

      —¡Conocida!—exclamó Sarto.—Y como siga usted algún tiempo en el país no habrá en toda Ruritania quien la dude.

      Empecé a sentirme algo inquieto. Si hubiera sabido hasta qué punto podía leerse mi genealogía en mi aspecto, lo hubiera pensado mucho antes de visitar a Ruritania. Pero a lo hecho pecho.

      En aquel momento se oyó una voz imperiosa entre los árboles:

      —¡Federico! ¿Dónde te has metido, hombre?

      Tarlein se sobresaltó y dijo apresuradamente:

      —¡El Rey!

      El viejo Sarto se limitó a reírse con sorna.

      No tardó en aparecer un joven, a cuya vista lancé una exclamación de asombro; y él, al verme, retrocedió un paso, no menos atónito que yo. A no ser por mi barba, por cierta expresión de dignidad debida a su alto rango y también por media pulgada menos de estatura que él podía tener, el rey de Ruritania hubiera podido pasar por Rodolfo Raséndil y yo por el rey Rodolfo.

      Permanecimos un momento inmóviles, contemplándonos. Después me descubrí y saludé respetuosamente. El Rey recobró entonces el uso de la palabra y preguntó con extrañeza:

      —Coronel, Federico ¿quién es este caballero?

      Iba yo a contestar, cuando el coronel Sarto se interpuso y empezó a hablar al rey en voz baja, con su tono gruñón. La estatura del Rey aventajaba mucho a la de Sarto, y mientras escuchaba a éste, sus ojos se fijaban de cuando en cuando en los míos. Por mi parte lo contemplé larga y detenidamente. Nuestra semejanza era en verdad extraordinaria, si bien noté asimismo los puntos de diferencia. La cara del Rey era ligeramente más llena que la mía, el óvalo de su contorno un tanto más pronunciado, muy poco, y me pareció o me imaginé que a las líneas de su boca les faltaba algo de la firmeza (obstinación quizás) que denunciaban mis comprimidos labios. Pero con todo esto y a pesar de esas diferencias menores, nuestro parecido subsistía, innegable, evidente, portentoso.

      El coronel dejó de hablar, pero el rostro del Rey siguió contraído; por último, moviéronse sus labios, se encorvó su nariz (exactamente como le sucede a la mía cuando me río), parpadeó y acabó por echarse a reír de tan buena gana y tan fuertemente, que sus carcajadas resonaron en el bosque, proclamando la jovial disposición de su ánimo.

      —¡Bienvenido, primo mío!—exclamó acercándose y dándome una palmada en el hombro, sin cesar de reírse.—Muy disculpable es mi sorpresa, porque no todos los días ve un hombre su propia imagen contemplándole frente a frente. ¿Verdad, señores?

      —Espero no haber incurrido en el desagrado de Vuestra Majestad...—comencé a decir.

      —¡No, a fe mía! Y la verdad es que nadie con más razón puede aspirar al favor del Rey. ¿Adónde se dirige usted?

      —A Estrelsau, para presenciar la coronación.

      El Rey miró a sus servidores; continuaba sonriéndose, pero su expresión revelaba ligera inquietud. Sin embargo, el lado cómico de la situación volvió a imponérsele.

      —¡Tarlein!—exclamó,—daría mil escudos por contemplar mañana la cara de mi hermano Miguel cuando vea que somos dos. ¡Un par de Reyes, nada menos!—Y sus alegres carcajadas resonaron de nuevo.

      —Hablando seriamente—dijo Tarlein,—dudo que sea muy acertada la visita del señor Raséndil a Estrelsau en estos momentos.

      El Rey encendió un cigarrillo.

      —¿Y bien, Sarto?—preguntó.

      —No debe de ir—gruñó el veterano.

      —Veamos, coronel; es decir que el señor Raséndil me haría un servicio si...

      —Eso, eso; Vuestra Majestad puede darle la forma más cortés y diplomática que juzgue conveniente—dijo Sarto sacando del bolsillo una enorme pipa.

      —¡Basta, señor!—exclamé dirigiéndome al Rey.—Hoy mismo saldré de Ruritania.

      —¡Eso no!—exclamó el Rey.—Cenará usted conmigo esta noche, suceda después lo que quiera, ¡Voto a! como dice Sarto; no se encuentra uno de manos a boca con un pariente todos los días.

      —Nuestra cena de esta noche será sobria—dijo Tarlein.

      —No tal—repuso el Rey,—teniendo por convidado a nuestro primo. No por eso olvido que debemos partir mañana temprano, Tarlein.

      —Tampoco lo olvido yo—dijo el coronel fumando gravemente,—pero siempre habrá tiempo de pensar en ello mañana.

      —¡Ah, viejo Sarto!—exclamó el Rey.—¡Bien dicho! Cada cosa a su tiempo. Andando, señor Raséndil. Y a propósito, ¿qué nombre le han puesto a usted?

      —El mismo de Vuestra Majestad—contesté inclinándome.

      —¡Bravo! Eso prueba que no se avergüenzan de nosotros—repuso riéndose.—¡Vamos, primo Rodolfo. No tengo palacio ni casa propia por aquí, pero mi amado hermano Miguel me presta una de las suyas y en ella procuraremos tratarlo a usted lo mejor posible.—Y tomando mi brazo, indico a los otros que nos siguiesen y nos pusimos en camino.

      Anduvimos por el bosque cosa de media hora y el Rey fumó cigarrillos y charló incesantemente. Mostró vivo interés por mi familia, se rió en grande cuando hablé de los retratos con cabellera de Elsberg, existentes en nuestra galería de antepasados y redobló su risa al oir que mi expedición a Ruritania era secreta.

      —¿Es decir que tiene usted que visitar a su depravado primo a escondidas?—dijo.

      Al salir del bosque nos hallamos ante un rústico pabellón de caza. Era una construcción de un solo piso, toda de madera. Salió a recibirnos un hombrecillo con modesta librea, y la única otra persona que allí habitaba era una vieja, la madre de Juan, el guardabosque del Duque, según averigüé después.

      —¿Está lista la cena, José?—preguntó el Rey.

      El hombrecillo contestó que todo estaba pronto y no tardamos en sentarnos a una mesa abundantemente servida. El Rey comía con apetito, Tarlein moderadamente y Sarto con voracidad. Yo me mostré buen comedor, como lo he sido siempre, y el Rey lo notó, sin ocultar su aprobación.

      —Nosotros, los Elsberg, nos portamos siempre bien en la mesa, observó.—Pero ¿qué es esto? ¿Estamos comiendo en seco? ¡Vino, José! Eso de engullir sin beber se queda para los animales. ¡Pronto, pronto!

      José puso apresuradamente sobre la mesa numerosas botellas.

      —¡Acuérdese Vuestra Majestad de la ceremonia de mañana!—dijo Tarlein.

      —¡Eso es, mañana!—repitió el viejo Sarto.

      El Rey vació una copa a la salud de «su primo Rodolfo,» como tenía la bondad de llamarme, y yo apuré otra en honor «del color de los Elsberg,» brindis que le hizo reír mucho. No diré si era buena la carne СКАЧАТЬ