Название: El prisionero de Zenda
Автор: Anthony Hope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664139122
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—Tiene mucha razón Roberto—declaré.
—Prométeme que lo harás—dijo Rosa muy entusiasmada con mi plan.
—Nada de promesas, pero si reúno suficientes materiales lo haré.
—No se puede pedir más—dijo Roberto.
—¡Qué materiales ni qué calabazas!—exclamó Rosa, haciendo un gracioso mohín.
Pero no cedí, y tuvo que contentarse con aquella promesa condicional. Por mi parte, hubiera apostado cualquier cosa a que mi excursión veraniega no daría por resultado ni una sola página. Y la mejor prueba de que me equivocaba de medio a medio, es que estoy escribiendo el prometido libro, aunque confieso que ni me puede servir a mí para lanzarme a la política, ni tiene nada que ver con el Tirol.
Y bien puedo añadir que tampoco merecería la aprobación de la Condesa mi cuñada, suponiendo que yo lo sometiese a su severa censura; cosa que me guardaré muy bien de hacer.
II
que trata del color de los cabellos
Mi tío Guillermo solía decir, y lo sentaba como máxima invariable, que nadie debe pasar por París sin detenerse allí veinticuatro horas. Y yo, con el respeto debido a la madura experiencia de mi tío, me instalé en el Hotel Continental de aquella ciudad, resuelto a pasar allí un día y una noche, camino del... Tirol. Fui a ver a Jorge Federly en la embajada, comimos juntos en Durand y después nos fuimos a la Opera; tras una ligera cena nos presentamos en casa de Beltrán, poeta de alguna reputación y corresponsal de La Crítica, de Londres. Ocupaba un piso muy cómodo, y hallamos allí algunos amigos suyos, personas muy simpáticas todas, con quienes pasamos el rato agradablemente, fumando y conversando. Sin embargo, noté que el dueño de la casa estaba preocupado y silencioso, y cuando se hubieron despedido todos los demás y quedádonos solos con él Federly y yo, empecé a bromear a Beltrán, hasta que exclamó, dejándose caer en el sofá:
—¡Pues nada, que tienes tú razón y estoy enamorado, perdidamente enamorado!
—Así escribirás mejores versos—le dije por vía de consuelo.
Se limitó a fumar furiosamente sin decir palabra, en tanto que Federly, de espaldas a la chimenea, lo contemplaba con cruel sonrisa.
—Es lo de siempre, y lo mejor que puedes hacer es cantar de plano, Beltranillo—dijo Federly.—La novia se te va de París mañana.
—Ya lo sé—repuso Beltrán furioso.
—Pero lo mismo da que se vaya o que se quede. ¡La dama pica muy alto para ti, poeta!
—¿Y a mí qué?
—Vuestra conversación me interesaría muchísimo más—observé,—si supiera de quién estáis hablando.
—Antonieta Maubán—dijo Federly.
—De Maubán—gruñó Beltrán.
—¡Hola!—exclamé.—¡Conque esas tenemos, mocito!
—¿Me haces el favor de dejarme en paz?
—¿Y adónde va?—pregunté, porque la dama gozaba de cierta celebridad y su nombre no me era desconocido.
Jorge hizo sonar las monedas que tenía en el bolsillo, miró a Beltrán dirigiéndole su más despiadada sonrisa y replicó:
—Nadie lo sabe. Y a propósito, Beltrán; la otra noche vi en su casa a todo un personaje, el duque de Estrelsau. ¿Le conoces?
—Sí, ¿y qué?
—Muy cumplido caballero, a fe mía.
Era evidente que las alusiones de Jorge al Duque tenían por objeto aumentar las penas del pobre Beltrán, de donde inferí que el Duque había distinguido a la señora de Maubán con sus atenciones. Era ella viuda, hermosa, rica, y la voz pública decíala ambiciosa. Nada tenía de extraño que procurase, como lo había insinuado Jorge, conquistar a un personaje que ocupaba en su país lugar inmediato al del Rey; porque el Duque era hijo del finado rey de Ruritania y de su segunda y morganática esposa y, por consiguiente, hermano paterno del nuevo Rey. Había sido el favorito de su padre, quien fue objeto de muy desfavorables comentarios al crearlo Duque y dar por nombre a su ducado el de la capital del Reino. Su madre había sido de buena familia pero no de alta nobleza.
—¿Sigue en París el Duque?—pregunté.
—¡Oh, no! Se ha ido porque tiene que asistir a la coronación; ceremonia que de seguro no le hará mucha gracia. ¡Pero no desesperes, Beltrán! Con la bella Antonieta no se ha de casar, por lo menos mientras no fracase otro plan. Sin embargo, quizás ella...—Hizo una pausa y dijo, riéndose:—No es fácil resistir las atenciones de un príncipe real, ¿no es así, Rodolfo?
—¿Te callarás?—le dije, y levantándome, dejé a Beltrán en las garras de Jorge y me fui al hotel.
Al siguiente día Jorge Federly me acompañó a la estación, donde tomé un billete para Dresde.
—¿Vas a contemplar las pinturas?—preguntó Jorge guiñándome el ojo.
Jorge es un murmurador incorregible, y si hubiese sabido que yo iba a Ruritania, la noticia hubiera llegado a Londres en tres días. Iba, pues, a darle una respuesta evasiva cuando le vi dirigirse apresuradamente al otro extremo del andén y saludar a una joven bonita y muy elegantemente vestida, que acababa de dejar la sala de espera. Podría tener unos treinta o treinta y dos años y era alta, morena y algo gruesa. Mientras hablaba con Jorge noté que me miraba, con gran disgusto mío, porque no me consideraba muy presentable con el largo gabán ruso que me envolvía para preservarme del frío en aquella destemplada mañana de abril, sin contar la bufanda que llevaba al cuello y el sombrero de fieltro calado hasta las orejas.
—Tienes una encantadora compañera de viaje—me dijo Federly al reunírseme.—Esa es la diosa adorada de Beltrán, la bella Antonieta, que va, como tú, a Dresde... a ver pinturas también, probablemente. Sin embargo, me extraña que precisamente ahora no desee tener el honor de conocerte.
—No he podido serle presentado—dije un tanto mohino.
—Pero yo me ofrecí a presentarte y me contestó que otra vez sería. No importa, chico; quizás haya un descarrilamiento o un choque durante el viaje y tengas oportunidad de dejar plantado al duque de Estrelsau.
Pero ni la señora de Maubán ni yo tuvimos el menor desastre, y bien puedo afirmarlo de ella con tanta seguridad como de mí, porque tras una noche de descanso en Dresde, al continuar mi jornada, la vi subir a un coche del mismo tren que yo había tomado. Comprendiendo que deseaba hallarse sola, evité cuidadosamente acercármele; pero vi que llevaba el mismo punto de destino que yo y no dejé de observarla atentamente sin que ella lo notase.
Tan luego llegamos a la frontera de Ruritania (y por cierto que el viejo administrador de la aduana se quedó mirándome con tal fijeza que me hizo recordar más que nunca mi parentesco СКАЧАТЬ