Название: Mujeres que escriben
Автор: Varias Autoras
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789569946936
isbn:
La malta con harina es el mejor invento de mi abuelo. Miro cómo sus manos baten la cuchara de palo con sus dedos chuecos, (Yo tengo mis dedos meñiques chuecos, igual que él. Es una herencia que llevo con orgullo) los cientos de cicatrices por los cortes y su concentración. Lo prueba y me pasa el vaso, por fin voy a disfrutar de este brebaje que me hace sentir una borrachita más.
La hora de almuerzo es caótica en el restaurante y no me queda más que ir al fondo, pasar una pequeña puerta y llegar al patio donde más allá, está la casa de mis primas Paulina y Pamela. Si están de buen humor (a veces son un poco extrañas porque a veces quieren jugar y otras no) podríamos hacer una casita con las cajas de bebidas, si no, tendré que jugar con los cinco perros de mi abuela: la Pindi, la Chica, la Chola, el Toby y la Lulú. También podría ir al subterráneo a cachurear, pero dependerá de que una de mis primas también quiera. Me da miedo ir sola. Una vez fui, era un sábado y estaba aburrida. Corrí con dificultad las tablas y bajé. Era lo más parecido a una película de terror que había visto: el frío me recibió a la entrada. Mientras bajaba las escaleras, se hacía más intenso. Mi preocupación eran las arañas (debía pensar que no era espacio para arañas, sí para ratones). Cuando llegué al final, miraba constantemente hacía arriba por si alguien sin querer volvía a poner las tablas en su lugar. Ahí yo iba a quedar atrapada para siempre, con un arsenal de antigüedades, garrafas de vinos, botellas con cosas raras, cajas de todo tipo, mucho polvo y suciedad. No pude terminar mi recorrido, tuve miedo y me devolví corriendo con la sensación de que alguien tomaría mis piernas y me llevaría al más allá. Del frío inmenso, pasé al sudor incontrolable.
Deambulo por el patio pensando en los juguetes que quedaron en casa. Me dejo lengüetear por la Luli y espero que me llamen para almorzar. De vez en cuando mi abuelo pasa por el patio y cuando me ve, me invita a conocer sus nuevos inventos: una malla para hacer charqui o peor, una trampa de ratones. Lo observo curiosa. Lo quiero tanto que lo abrazo: sé que en unos años morirá y ya no lo veré nunca más.
La hora peak es la locura misma y es mejor quedarme en el patio mientras todo pasa. Allí escucho los gritos de mi abuela anunciando que la cazuela está servida o retando a la garzona de turno porque es muy lenta para atender y no sirve. A veces las veo salir al patio a llorar. Cuando me ven me dicen: “Su abuelita es muy cruel, Gerita, muy cruel”. Yo les digo que no lloren, que no la tomen en cuenta y se entran porque el restaurant está lleno. Mi mamá también anda por ahí, se encarga de ordenar los pedidos y de apurar a mi abuela, pero ellas pelean constantemente y todo es un alboroto. Siempre pasa algo terrible: una cazuela que nunca se sirvió, una chuleta que llegó fría o un pescado añejo. Mi papá, mientras, está en la caja y se paga y vigila que todo sea cobrado y nadie haga perro muerto. Pero pasa: siempre hay uno que esconde una cerveza o que se hace el tonto y se va sin pagar. Mi papá se enoja y dice: “Ya lo tengo cachao, cuando vuelva lo voy a echar”.
Mientras juego con los perros, mi mamá me llama a almorzar y me dice que pida rápido ahora que hay menos gente. Mi abuela me pregunta qué quiero de almuerzo y le pregunto si tiene arroz quemado. Mi mamá se enoja, dice que me hace mal, pero de lejos miro a la María, la cocinera, que me muestra los restos de una olla quemadita. Yo le hago un gesto para que me lo guarde. Comeré un puchero seco: arroz, papa y carne, o sea, una cazuela sin caldo. Si es día de colegio, comeré en cinco minutos y me iré corriendo, pero antes me voy a perfumar bien para intentar eliminar el olor de fritura de mi uniforme. Pero el olor no se va, se queda impregnado, no solo en mi ropa, también en mi pelo y en mi piel. Y me sigue, día y noche, hasta que un día se cierra la cortina y paso sin querer por fuera y ya no hay más olor a fritura.
Vacaciones de verano
Por Isabel Tuñón
Tenía 8 años y era tiempo de Navidad. Yo le había pedido al viejito Pascuero una muñeca Marilú que en ese tiempo eran como las Barbies de mis hijas.
Medía más o menos 40 centímetros, tenía las piernas y los brazos articulados, el pelo rubio y lleno de rulitos como una peluca. Su cara era como de porcelana, tenía los ojos azules y las pestañas largas. Su vestido era de color rojo, tenía el talle cortado a la cintura y de ahí, una falda recogida. De la cintura salía un lazo para amarrar atrás. Sus mangas eran aglobadas y tanto en estas como en todo el contorno de la falda, iban dos corridas de una huincha blanca en zigzag. El cuello era redondo y blanco. Como se decía en esa época, cuello bebé.
Sus zapatos eran blancos como ballerinas con correa al tobillo y zoquetes blancos. Además, traía un vestido de fiesta rosado con una florcita en la cintura como adorno.
Mi sorpresa fue maravillosa ya que mi madre no solo se ocupó del regalo, sino que también le encargó a la señora del lado de mi casa, la costurera del barrio, que me hiciera un vestido igual a mí, así es que imagínense la escena.
Yo era muy vergonzosa, me ponía roja con mucha facilidad y pienso que más de alguna vez la sufrí al ir por la vida como muñeca viva.
Augusto, mi hermano dos años menor, había pedido un auto comandancia (no sé porque este nombre) y le llegó su auto, también rojo, a pedales y con un volante. Yo le rogaba que me lo prestara para tirarme por el patio de mi casa. Vivíamos en una casa quinta antigua, no crean que por esto éramos ricos, era el esfuerzo de mi querida y estricta mamá.
Mi hermana menor, Marisol, tenía 4 años y la verdad no me acuerdo lo que pidió o le trajeron, ya que ella no le escribía cartas al Viejito. Yo conducía los juegos con ellos. Augusto hacía de papá, pero lo más divertido es que él siempre fue el tío: hoy creo que él, cómo era mi hermano, no podía estar casado conmigo y menos tener hijos.
A un costado de la casa existían tres piezas unidas entre sí y ahí jugábamos: yo hacía comidas y el aseo, o sea era la perfecta dueña de casa, que ese era el modelo que yo veía con las mamás de mis amigas, puesto que la mía trabajaba en una oficina y salía en la mañana a las 8 de la mañana, volvía al mediodía y luego partía a las 2 de la tarde. Su regreso junto con mi papá a la casa era como a las 8 de la tarde, por lo tanto mi querida nana Julia, a quien la llamábamos Tulita (porque yo cuando chica no podía decirle Julia) ya estaba a punto de acostarnos a esa hora, salvo en vacaciones.
Esas vacaciones eran muy esperadas porque nos juntábamos con los vecinos de enfrente: Lilian, mi amiga y compañera de colegio, Adrián, hermano de ella y compañero de mi hermano. Ya a estas alturas de mis recuerdos, las mujeres ya teníamos unos doce años, eran nuestras primeras incursiones en el Metrópoli, pasábamos tardes enteras jugando a eso. No teníamos celulares, nintendos, instagram o youtube.
Mi mamá nos dejaba tareas todos los días: debíamos hacer copias o dibujar y nos traía premios: los primeros lápices de pasta – y yo creo que de ahí que ahora me gustan y tengo azules, rojos y negros. Mi marca favorita es Pilot.
Augusto fue arquitecto, era bueno para dibujar y pienso que de ahí nació su vocación, ya que cuando salió del colegio no tuvo indecisión para elegir carrera. Fue el único con título universitario. Mi mamá era capaz de dejar de comer para comprarle sus materiales de las maquetas.
Se vienen a mis recuerdos, esa vez que jugábamos a los indios y prisioneros. Era divertido para mí, pero terrible para mi hermana Marisol. La sentábamos СКАЧАТЬ