Название: Mujeres que escriben
Автор: Varias Autoras
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789569946936
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De a poco, Jaime le habló de mí. Cuando se dio cuenta quién era yo, su rostro cambió. Entró en shock y volvió a lloriquear. Que le quitaron la guagua, que yo era su sangre, que le habían dicho que una matrona había adoptado a su hija. Le dije que yo no pretendía juzgarla ni reclamarle nada. Llamé a mi mamá y las presenté. “Gracias por darme la oportunidad de tener la mejor mamá del mundo”, le dije.
Nunca me miró a los ojos, no preguntó mi nombre. Entramos a su casa y conocí a su pareja. Mi madre le pidió unas plantas y empezaron a hablar otros temas. Mientras yo recorría el terreno con Jaime y le dije: “Ella no me abandonó, no tiene la capacidad de ser madre. De la que me salvé”. Sentí alivio y entendí muchas cosas. Asimilé años de preguntas con solo mirarla. No le pregunté el porqué, esa preguntaba sobraba. No deseo volver a verla, solo es el ser que me engendró. Tengo cosas de ella, es indudable. Debo aceptarlas y seguir adelante, sabiendo que mi madre es inteligente, bella y yo la elegí. Mi madre se llama María Eujenia.
Tres sorbos de cerveza
Por Soledad Brinck
Con los años he llegado a la conclusión que a la gente que no le gusta la cerveza es porque no sabe tomarla. Parto con lo básico, tiene que estar bien helada. Nunca se toma de la botella porque uno se llena del gas y se pierde el sabor. Mucho más crimen es tomarla de la lata porque el metal altera el sabor. Debe servirse en vaso, ojalá de boca ancha con un poco de espuma. Se debe tomar a tragos largos para que en la boca quede el sabor y no la amargura. Mi papá me enseñó todo esto cuando tenía alrededor de 16 años y los tres primeros tragos de cada una de mis cervezas son un recuerdo y a la vez un homenaje para él.
Mi papá murió un 27 de abril del año 2012. Múltiples infartos cerebrales no fueron capaces de quitarle la vida durante 7 años, pero el cáncer se lo llevó rápidamente en solo algunos meses. Fue un lluvioso viernes de un fin de semana largo. Sabíamos que partiría en cuestión de horas, así que el jueves cuando fui a verlo le ofrecí a mi mamá quedarme a dormir por si me necesitaba durante la noche. Mi papá estaba en un estado de sopor, semi inconsciente. Esa noche, le pude dar un yogurt, con los ojos cerrados, pero apenas abría la boca. Lo último que comió se lo di yo, el cierre perfecto del ciclo de la vida. Es viernes mi mamá me despertó temprano y angustiada: la noche había sido mala, mi papá estaba inquieto y el desenlace era inminente.
La doctora de paliativos llegó temprano, le puso un suero y le dio un calmante para que partiera más tranquilo. Cuando la fui a dejar a la puerta me dijo:
– Estamos en las últimas horas
– Mi hermana viaja hoy de Estados Unidos, llega mañana temprano – contesté
– No va a alcanzar a llegar, lo lamento.
La lluvia no paraba, caía incesantemente y con mucha fuerza. Era temprano y las calles ya se veían inundadas. Al poco rato apareció mi hermano y ahí nos quedamos los tres – mi mamá, mi hermano y yo – viendo caer esta lluvia torrencial. Solo ahí noté que en los pisos altos de los departamentos la lluvia no se oye, solo se ve. Había un silencio profundo, pero no incómodo. Solo quedaba esperar. Me tendí a su lado y empecé a hacerle cariño en el brazo como a él tanto le gustaba. Mi cabeza se llenó de recuerdos.
Mi papá era pediatra y trabajó durante 35 años en el Calvo Mackenna. Era hepatólogo, una especialidad difícil, especialmente hace algunas décadas cuando en Chile todavía no se hacían trasplantes de hígado. Muchos de los pequeños pacientes de mi papá estaban irremediablemente condenados a muerte. Convivir con este dolor de manera constante no es fácil. Lo hablamos tantas veces. Creo que mi papá se volvió agnóstico en parte por eso. “Cómo creer en un Dios que permite tanto dolor”, le oí decir algunas veces.
Soy la menor de tres hermanos, así que, aunque ellos no les guste reconocerlo, siempre fui la regalona. Durante las vacaciones era habitual que yo lo acompañara al hospital, un lugar para mí maravilloso. No veía las carencias, solo veía a mi papá transformarse en superhéroe sin capa pero con delantal. Siempre andaba impecable. Verlo atender a sus pacientes era como si sus superpoderes se desplegaran, qué manejo de los niños y de los adultos, normalmente eran padres aterrados que no entendían mucho. Todo partía siempre con algo de magia, pequeños trucos que distraían a los niños y que hacían más fácil su tarea de examinarlos. Se sacaba un pollito imaginario del bolsillo, hacía como si se quebrara la nariz o se sacara el dedo gordo. Todos trucos que sus pacientes conocían de memoria sin embargo, igual que yo, disfrutaban verlos nuevamente. Al salir de cada sala venía una lección simple, sin grandes discursos: “Te fijaste como a pesar de todo sonríe” o “viste lo preocupada que estaba la mamá” o bien “fíjate como aquí la gente vive con lo mínimo”. La privilegiada burbuja en la que nosotros vivíamos era una preocupación para mi papá.
Uno de sus hábitos preferidos era preguntarles a las mamás de sus pacientes qué le prepararían de almuerzo si alguna vez lo invitaran a su casa. Se sorprendía con las distintas y variadas respuestas y sentía que en ese plato de comida había admiración, amor y entrega. Una cazuela o un pastel de choclo eran las respuestas que más se repetían. “Tanto, en un simple plato de comida, Solcito”.
Muchas veces también lo acompañaba a su consulta privada en las tardes. Ahí atendía a pacientes más privilegiados, con enfermedades más sencillas y realidades mucho más fáciles. Sin embargo, hoy veo que el trato que mi papá le daba a esos dos mundos tan distintos era exactamente el mismo. Para mí, la consulta tenía un atractivo: los regalos de los visitadores médicos, esos pequeños tesoros muchas veces inservibles que para mí eran invaluables. Lápices, huinchas de medir, un vaso plástico, gomas de borrar. Reliquias que llegaban a un lugar secreto e importante en mi espacio privado.
Camino a casa muchas veces había que hacer visitas a domicilio, ese era sin duda mi momento preferido. Mi papá se manejaba por todo Santiago mejor que un taxista con años de circo. Conocía todas las calles, los atajos, los edificios y los monumentos y oírlo hablar casi sin parar era una verdadera clase de historia. Sin pontificar, mi papá estaba siempre tratando de enseñar. “Preocúpate de no necesitar muchas cosas”, le oí decir infinitas veces de manera tan simple. Solo con los años he entendido lo potente del mensaje. Lector constante, aprendiz eterno, era un hombre hambriento de saber y conocer más.
Cuando me casé, nuestra relación cambió: él me abrió su mundo privado, de adulto, como si al casarme estuviera a su mismo nivel. Se hizo cercano a mi marido, lo quería y respetaba mucho, fue como un segundo padre para él. Cuando nos convertimos en padres, sus consejos fueron enormes. Nos ayudó a enfrentarnos al desafío sin miedo ni angustia, entendiendo que la paternidad es la entrega más profunda, más constante, más bonita y a ratos, agotadora. “No descuides tu matrimonio, es importante que la pareja siga siendo pareja”. Que el pediatra de mis hijos fuera mi papá fue un tesoro para nosotros.
La genética hace un trabajo impactante al momento de heredar ciertas cosas. Más allá de obviedad de lo físico, me impacta el ADN en los caracteres o los gustos. Mi viejo y yo éramos en muchas cosas como dos gotas de agua. Desde el gusto por la cerveza hasta la agudeza del carácter obsesivo. No hay espacio para hacer las cosas a medias, el compromiso es completo siempre, aunque eso pueda ser molesto para quienes están cerca. La verdad, le duela a quien le duela. “Más vale ponerse colorado una vez que rosado mil veces”, decía él. Para mi papá no existían las medias tintas, o es correcto o no lo es. Tajante.
Heredó de su padre el amor por los viajes. Antes de cambiar el auto, prefería viajar. Antes de tener lujos, viajar. Antes de ropa fina o cara, viajar. Ahorrar para viajar. Viajar, siempre viajar. La historia СКАЧАТЬ