Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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      Whit abrió los ojos de golpe.

      Su captor no era un hombre.

      El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

      Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl, sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

      No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

      Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

      Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

      «Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

      —¿Quién le ha atado?

      Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

      —¿Por qué está atado?

      Otra vez si­len­c­io.

      Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

      —El asunto es que usted es un in­con­ve­n­ien­te, puesto que ne­ce­si­to el ca­rr­ua­je esta noche.

      —¿Un in­con­ve­n­ien­te? —No quería res­pon­der y las pa­la­bras los sor­pren­d­ie­ron a ambos.

      —En efecto. Es el Año de Hattie —asin­tió ella.

      —¿El qué?

      La chica agitó una mano como para alejar la pre­gun­ta. Como si no fuera im­por­tan­te. Ex­cep­to que Whit ima­gi­nó que sí lo era.

      —Mañana es mi cum­ple­a­ños —con­ti­nuó ella—. Tengo planes. Planes que no in­clu­yen… lo que sea esto. —El si­len­c­io se ex­ten­dió entre ellos—. La ma­yo­ría de la gente me de­se­a­ría un feliz cum­ple­a­ños en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

      —No ne­ce­si­to su ayuda.

      —Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

      Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

      —Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

      —Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

      —Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

      Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

      —Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

      —Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

      —No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

      —Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

      Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

      —Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

      Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

      —Sí.

      —¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

      Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

      —Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

      —La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

      Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

      —Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

      —Esta noche sí.

      Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

      —Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

      —Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión СКАЧАТЬ