Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 22

Название: Lady Hattie y la Bestia

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788412316704

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      Pa­re­cía que ese día sí que iba a ser el inicio del Año de Hattie, des­pués de todo.

      Capítulo 7

      La tarde si­g­u­ien­te, mien­tras el sol se hundía por el oeste, Whit se en­con­tra­ba en la pe­q­ue­ña y si­len­c­io­sa en­fer­me­ría, en lo pro­fun­do de la Co­lo­n­ia de Covent Garden, vi­gi­lan­do al chico que había sido tras­la­da­do allí des­pués del ataque al car­ga­men­to.

      La ha­bi­ta­ción, llena de luz dorada, estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te limpia en com­pa­ra­ción con el mundo ex­te­r­ior, un mundo donde rei­na­ba la su­c­ie­dad y eso de­be­ría ha­ber­le pro­por­c­io­na­do una pizca de paz.

      No fue así.

      Había ido in­me­d­ia­ta­men­te a la co­lo­n­ia des­pués de salir del 72 de Shel­ton Street… Había ido a ver a aquel chico, Jamie, que estaba en el suelo cuando lo no­q­ue­a­ron, bañado en su propia sangre. In­clu­so cuando había per­di­do el co­no­ci­m­ien­to, algo que lo en­fu­re­cía. Nadie hería a los hom­bres de los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le y so­bre­vi­vía para con­tar­lo.

      Su co­ra­zón se ace­le­ró con el re­c­uer­do y no se fijó en que la puerta de la ha­bi­ta­ción se abría y un joven doctor con gafas en­tra­ba y se acer­ca­ba mien­tras se secaba las manos.

      —Lo he sedado —dijo el doctor, arran­cán­do­lo de sus pen­sa­m­ien­tos—. No se des­per­ta­rá du­ran­te horas. No es ne­ce­sa­r­io que es­pe­res aquí.

      Pero él ne­ce­si­ta­ba ha­cer­lo. Pro­te­gía a los suyos.

      Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le rei­na­ban en el re­tor­ci­do la­be­rin­to de Covent Garden, más allá de las ta­ber­nas y de la se­gu­ri­dad de los te­a­tros para los ri­ca­cho­nes de Lon­dres, donde nada era seguro para los fo­ras­te­ros. Había lle­ga­do a la co­lo­n­ia junto con su medio her­ma­no y la chica que lla­ma­ban her­ma­na, y habían apren­di­do a pelear como perros por cual­q­u­ier cosa que ne­ce­si­ta­sen. Las peleas se habían con­ver­ti­do en algo na­tu­ral, y así habían lle­ga­do a lo más alto. Mon­ta­ron un ne­go­c­io y arras­tra­ron al resto de la co­lo­n­ia con ellos. Con­tra­ta­ron a los hom­bres y mu­je­res del ve­cin­da­r­io para tra­ba­jar en sus in­nu­me­ra­bles em­pre­sas: sir­v­ien­do pas­te­les en las ta­ber­nas, en­car­gán­do­se de las ap­ues­tas en los cír­cu­los de las peleas, des­c­uar­ti­zan­do ganado, cur­t­ien­do cueros y trans­por­tan­do la carga que lle­ga­ba en los barcos dos veces al mes.

      Si no se hu­b­ie­ran ase­gu­ra­do la le­al­tad de los ha­bi­tan­tes del Garden desde niños, el dinero lo habría hecho. La co­lo­n­ia de los Bas­tar­dos era co­no­ci­da en todo Lon­dres como un lugar que pro­por­c­io­na­ba tra­ba­jo ho­nes­to por un buen sa­la­r­io y en con­di­c­io­nes se­gu­ras, bajo el amparo de un trío de per­so­nas que se habían hecho a sí mismas desde la su­c­ie­dad de las calles de Covent Garden.

      Allí, los Bas­tar­dos eran reyes. Re­co­no­ci­dos y ve­ne­ra­dos in­clu­so más que el propio mo­nar­ca, ¿y por qué no? El otro lado de Lon­dres podría ser el otro lado del mundo para los que cre­cí­an en la co­lo­n­ia.

      Pero ni si­q­u­ie­ra un rey podía man­te­ner a raya a la muerte.

      El joven que yacía in­cons­c­ien­te era casi un niño y había re­ci­bi­do una bala por ellos. Por eso se en­con­tra­ba en una ha­bi­ta­ción im­po­lu­ta y blanca entre unas sá­ba­nas im­po­lu­tas y blan­cas, en manos del des­ti­no; porque él había lle­ga­do de­ma­s­ia­do tarde para pro­te­ger­lo.

      «Siem­pre es de­ma­s­ia­do tarde».

      Se metió una mano en el bol­si­llo, y sus dedos fro­ta­ron el metal ca­l­ien­te de un reloj y, luego, el del otro.

      —¿Vivirá?

      —Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la ha­bi­ta­ción donde mez­cla­ba un tónico.

      Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un cos­ta­do e hizo una mueca de dolor. ¡Mal­di­ta vida! Había estado tan cerca la noche an­te­r­ior que, si hu­b­ie­ra des­per­ta­do junto al ene­mi­go, podría ha­ber­se co­bra­do su ven­gan­za.

      Pero en cambio había re­cu­pe­ra­do el co­no­ci­m­ien­to junto a aq­ue­lla mujer, Hattie, de­se­o­sa de ex­pe­ri­men­tar en un burdel mien­tras sus hom­bres aca­ba­ban lu­chan­do por su vida en las manos de un ci­ru­ja­no. Y luego se había negado a darle un nombre.

      Miró la si­l­ue­ta ya­cen­te; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pe­q­ue­ño y frágil de lo que era en re­a­li­dad, cuando se reía con sus ca­ma­ra­das y le gui­ña­ba un ojo a las chicas bo­ni­tas que pa­sa­ban a su lado.

      Hattie le aca­ba­ría dando el nombre del hombre al que pro­te­gía, el que le había robado, el que ame­na­za­ba lo que era suyo. El que tra­ba­ja­ba con su ver­da­de­ro ene­mi­go y al que él di­ri­gi­ría toda la fuerza de su ira para que su­fr­ie­ra.

      Estaba en­fu­re­ci­do por Jamie y por todos aq­ue­llos que es­ta­ban bajo su pro­tec­ción en el Garden, donde la es­ca­sez ame­na­za­ba a no más de medio ki­ló­me­tro de al­gu­nas de las casas más ricas de Gran Bre­ta­ña. Estaba en­fu­re­ci­do por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta ha­bi­ta­ción y se habían ido di­rec­ta­men­te al suelo del ce­men­te­r­io.

      Otro gru­ñi­do.

      —En­t­ien­do que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Me­di­ci­na es im­per­fec­ta. Pero la herida está todo lo de­sin­fec­ta­da que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió lim­p­ia­men­te; hemos de­te­ni­do la he­mo­rra­g­ia. Está ven­da­do y pro­te­gi­do. —Se en­co­gió de hom­bros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que su­je­ta­ba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas des­p­ier­to más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que lle­gas­te.

      —No ne­ce­si­to que tu mujer me vigile.

      —Ya que ha estado des­p­ier­ta en esta ha­bi­ta­ción du­ran­te doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vis­ta­zo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no ad­mi­ti­rás que tienes.

      Whit lo tomó de un trago ig­no­ran­do el dolor pun­zan­te en la parte pos­te­r­ior de su cráneo, antes de mal­de­cir du­ra­men­te sobre el sabor a ba­zo­f­ia po­dri­da.

      —¿Qué de­mo­n­ios es eso?

      —¿Im­por­ta? —El doctor re­co­gió el vaso y re­gre­só a su es­cri­to­r­io.

      No im­por­ta­ba. СКАЧАТЬ