Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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Como también ocurrió con el derecho a la reforma de 1555, la Paz de Westfalia de 1648 se limitó a incorporar esta autoridad militar de forma modificada, en lugar de concederle nuevos poderes. El cambio principal fue denegar de forma explícita a los militares autoridad para mediar en asambleas de nobles, localidades o territorios. Esto se ha malinterpretado en general. El veredicto común fue que «el imperio, en el sentido antiguo, había dejado de existir» debido a que «cada autoridad era emperador en su propio territorio».106 Pero, de hecho, los príncipes no recibieron nuevas atribuciones para hacer alianzas; sus tratos con potencias exteriores seguían limitados por la obligación de no perjudicar ni al emperador ni al imperio. En la práctica, su intervención en las relaciones europeas varió en función de sus inclinaciones, recursos materiales, localización geográfica y estatus dentro del orden constitucional del imperio. El cambio realmente significativo fue que esta orden entraba cada vez más en conflicto con la evolución de los Estados soberanos. La aceptación gradual de la idea de Bodin de la soberanía indivisible la separaba del estatus social, lo cual reducía el círculo de actores públicos legitimados, que pasaba de abarcar a todos los señores a tan solo los Estados mutuamente reconocidos. Por el contrario, en el seno de la jerarquía interna del imperio el estatus de los príncipes siguió siendo tanto social como político. Como Estados imperiales, los príncipes solo poseían una parte de la soberanía del imperio, la «soberanía territorial» (Landeshoheit), la cual seguía estando delimitada por la ley imperial y por la posición formal del emperador de señor feudal de los príncipes. Así, en un orden internacional cada vez más caracterizado por los Estados independientes, los príncipes ocupaban una posición anómala, pues no eran soberanos de pleno, pero tampoco se diferenciaban con claridad de los aristócratas de los países occidentales.
Esto explica la intensidad de la participación principesca en las guerras y en la diplomacia de Europa a partir de finales del siglo XVII, cuando todos los principados mayores establecieron ejércitos permanentes y comenzaron a mantener enviados en las principales capitales europeas. Hubo una «epidemia de deseos y aspiraciones al título regio», dado que tal cosa era ahora lo único que equivalía a soberanía: ser elector o duque ya no era suficiente.107 Cabe aducir que esto contribuyó a la inestabilidad internacional, ya fuera de forma indirecta, por medio de la provisión de tropas auxiliares, o por medio de la intervención directa como beligerantes, como es el caso de Sajonia, Prusia y Hanover en la Gran Guerra del Norte. Pero, por otra parte, otros Estados europeos mucho más centralizados no tuvieron más éxito que el imperio a la hora de limitar la violencia autónoma de sus súbditos, como por ejemplo las compañías comerciales armadas de ingleses y neerlandeses, o las milicias coloniales que desencadenaron la Guerra Franco-India de 1754. Aún más notable es el hecho de que, a pesar de ser la región mejor armada de Europa, el imperio no se fragmentase entre señores de la guerra como ocurrió en China a partir de 1911.108
El imperio y la paz europea
Hacia finales del siglo XVI, ya no se esperaba de un emperador del Sacro Imperio que ejerciera de policía de Europa, pero este seguía teniendo cierto margen para actuar como pacificador. Tales acciones redundaban a menudo en interés del imperio, además de encajar con el ideal imperial tradicional. Pese al fracaso de reiterados esfuerzos de mediación en las guerras civiles neerlandesas, Maximiliano II arbitró el fin de la Guerra Sueco-Danesa de 1563-1570, que garantizó cincuenta años de paz para la Alemania septentrional.109
El acuerdo westfaliano vinculaba de forma explícita el equilibrio interno del imperio a la paz europea general, por medio de una combinación de cambios constitucionales en el seno de un acuerdo internacional.110 Las «libertades germanas» de los Estados imperiales se formalizaron para impedir que el emperador convirtiera el imperio en un Estado centralizado capaz de amenazar a sus vecinos. La situación práctica conformó estas consideraciones, que iban más allá de lo teórico. La Paz de Westfalia prohibía a Austria auxiliar a España, que continuó en guerra contra Francia hasta 1659. Las condiciones inestables de las fronteras occidentales del imperio animaron al elector Johann Philipp von Schönborn de Maguncia y a otros príncipes de ideas similares a buscar una alianza internacional más amplia que garantizase el acuerdo westfaliano y asegurase una paz permanente. En 1672, después del fracaso de tales intentos, Schönborn y otros trataron de conformar un «tercer partido» neutral para impedir que el imperio se viera arrastrado a las guerras contra Francia.111
Por lo general, tales propuestas iban en contra de los intereses de los Habsburgo, los cuales solían sabotearlas y presentaban a los príncipes como unos necios manipulados por los pérfidos franceses. Aun así, la opción de una Reichsmediation colectiva del Reichstag continuó teniendo un peso moral considerable desde que se propuso por primera vez en 1524 para poner fin a la guerra de Carlos V contra Francia. Fernando III recuperó la influencia perdida por los Habsburgo al comienzo de la Guerra de los Treinta Años cuando invitó a los Estados imperiales a participar en el congreso de Paz de Westfalia. La permanencia del Reichstag a partir de 1663 ofreció nuevas posibilidades, pues la presencia de enviados de la mayoría de Estados europeos le dio el carácter de un congreso internacional.112 En cada una de las guerras principales subsiguientes hubo ofertas de mediación, pero estas siempre se veían frustradas por la oposición de los Habsburgo y por las crecientes dificultades ceremoniales planteadas por las discrepancias entre Estados imperiales y soberanos europeos.
Las limitaciones del imperio como pacificador activo no redujeron el interés por su lugar dentro de la paz continental, en particular entre aquellos insatisfechos con el enfoque de libre mercado dado a la paz basado en el autorregulado, supuestamente, «balance de poder». Dado que el imperio había representado un orden universal idealizado durante el Medievo, no debe sorprendernos que, a partir del siglo XVI, algunos autores también vieran en este un modelo para un sistema común europeo. Destacados representantes de esta idea fueron el filósofo político Samuel von Pufendorf, el abate de St. Pierre, William Penn, Jean-Jacques Rosseau e Immanuel Kant. Estos proponían que los Estados cedieran al menos parte de su soberanía a una o más instituciones comunes inspiradas por el Reichstag y las cortes supremas del imperio y daban una visión positiva del mismo en una época en la que otros consideraban que estaba en declive terminal.113 Pero sus debates idealizados guardaban escasa semblanza con las realidades políticas y sociales del imperio. La paz imperial continuó anclada en métodos de consenso premoderno y en la defensa de los derechos corporativos, ideas que chocaban con los nuevos ideales de soberanía, derechos individuales y (después de 1789) control popular del poder hegemónico del Estado.