Zahorí 1 El legado. Camila Valenzuela
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Название: Zahorí 1 El legado

Автор: Camila Valenzuela

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: Zahorí

isbn: 9789563634020

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СКАЧАТЬ alas separadas por unas puertas altas y talladas. Ingresaron por el lado derecho y caminaron por un pasillo que colindaba con otro. En la esquina había una estufa a parafina que, con dificultad, calentaba el ambiente; sobre ella se quemaban algunas cáscaras de naranjas que propagaban su olor por todo el pasillo. Mercedes abrió otra puerta de madera igual a las que había en el resto de la casa y le señaló a Matilde su nuevo dormitorio ubicado a la derecha del corredor. Era preciso para ella y tenía todo lo que necesitaba: una cama decorada con un cobertor que ella misma había traído de uno de sus viajes a la India y tres cojines grandes del mismo estilo tirados en una esquina. Frente a ella había un televisor junto al DVD y al lado de este, los mejores documentales de viajes. Marina siempre había pensado que, de todas sus hermanas, Matilde era la que más se podía identificar con su carrera: turismo. Desde que tenía recuerdos, siempre había visto a Matilde viajar. Primero, lo hacía a través de los documentales sobre lugares lejanos, en especial aquellos pertenecientes al norte de Europa, como si tuviera cierta nostalgia por ellos; más tarde, cuando pudo trabajar y juntar sus ahorros, fue la primera en tomar un bus y recorrer Chile. Había pasado los últimos años recorriendo el país como si buscara algo perdido en cada destino. Quizás su apego. Y así, en más de una ocasión, Marina sintió que el único lazo verdadero de su hermana era el viaje.

      Siguieron caminando y su abuela les mostró dos piezas al lado izquierdo, justo frente al baño: en la primera dormiría Manuela y en la segunda, Magdalena. La habitación de Manuela era más de lo que había esperado. El mueble regalado por su padre se veía pequeño en un espacio tan grande, lo cual fue un verdadero acierto porque tendría la posibilidad de poner otra repisa para dejar el resto de sus libros. Lo que sí extrañaría, en cambio, era la posibilidad de tener una pieza alejada de sus hermanas. Ahora tendría a Magdalena a un lado y, peor aún, a Matilde enfrente. ¿Qué podía ser peor que estar en Puerto Frío? Que la irresponsable de Matilde estuviera a unos metros de ella. Ya sabía lo que le esperaba: las toallas húmedas compartidas, la pasta de dientes retorcida y la ropa sucia tirada detrás de la puerta del baño como esperando a que alguien —ella— la recogiera; los gritos de Marina cuando peleaba con Matilde porque le sacaba la ropa sin preguntarle, los gritos de Magdalena cuando le exigía a Matilde que bajara el volumen de su música pseudo-intelectual, y sus propios gritos cuando todas gritaran y ella no pudiera leer. Se sentía dichosa.

      Magdalena, por el contrario, se alegró de que todas estuvieran juntas. Era cierto que tener a Matilde en el mismo pasillo significaría menos horas de sueño —en especial las que necesitaba recuperar cuando estaba posturno—, pero lo veía como un detalle en momentos como los que estaban pasando. Creía que la unidad familiar era crucial para poder soportar un dolor tan grande e incomprensible y, mientras más cerca estuviera de sus hermanas, mejor se sentiría. Recordó a sus papás y pensó lo contentos que estarían al ver a sus cuatro hijas viviendo juntas, en Puerto Frío. Estarían felices de que hubieran aceptado la propuesta de ir hasta allá en conjunto y que, a pesar de la pena, estuvieran dispuestas a seguir adelante. Sí, ellos estarían satisfechos. Orgullosos.

      Al final del pasillo se encontraba el último dormitorio, el de Marina. Cuando llegaron, Mercedes abrió la puerta y permitió que su nieta entrara primero. El espacio impresionó a la menor de las Azancot; los ventanales casi reemplazaban por completo a la madera, quedando en esta solo el muro de la puerta y al lado derecho, donde había un armario. Marina pudo notar unas manillas pequeñas que se asomaban entre las cortinas blancas de los ventanales y pensó que, probablemente, estas darían al balcón. Como el resto de la casa, la decoración era simple. Resaltaba, sin embargo, una alfombra persa en tonos terrosos que hacía contraste con el cubrecamas blanco ubicado frente a la puerta y cerca del ropero.

      —Es preciosa —dijo Marina—. Gracias, Meche.

      —La ocupaban tus papás cuando estaban recién casados.

      Marina sintió una punzada en el pecho y prefirió no ahondar en ese tema.

      —Esta pieza debería haber sido de la Maida.

      —¿Por qué dices eso?

      —Porque es la hermana mayor.

      —¿Y quién dice que las hermanas menores no tenemos los mismos derechos que los grandes? —le respondió con una sonrisa de complicidad.

      Marina sabía que Mercedes era la menor de su familia. Sabía, también, que su hermana Muriel había fallecido muy joven, aunque nunca le habían explicado con mayor detalle las circunstancias de su muerte.

      —Muchas gracias de nuevo, Meche. Es muy lindo de tu parte darme esta pieza.

      —Me alegro que te haya gustado. Nos veremos mañana a las diez para el desayuno. Si despiertas antes...

      —No te preocupes —interrumpió Marina—. Eso nunca ha pasado.

      —A veces, cuando uno menos lo espera, cosas que antes no ocurrían comienzan a suceder. Buenas noches, Marina.

      Mercedes abandonó la habitación dejando tras de sí un agradable aroma a miel. Marina se quedó detenida en el mismo lugar, contemplando todo a su alrededor. Una extraña sensación la invadió de pronto: de ahora en adelante, ya no compartiría su pieza con Matilde, tendría un balcón para mirar la naturaleza y una abuela que todas las noches le daría té caliente. Y ahora, más que nunca, debería aceptar que esas cuatro murallas era todo lo que le quedaba de sus padres.

      Sodalita

      A las diez de la mañana sonó la alarma de su celular. A pesar de que generalmente demoraba por lo menos veinte minutos en despertar, esta vez Marina no tardó en abrir los ojos. Le había costado mucho conciliar el sueño: los acertijos de su abuela, las dudas sin resolver y el hecho de estar en la misma habitación que sus padres habían ocupado impidieron que se durmiera con la rapidez acostumbrada. Sin embargo, en esos minutos no le importaba el cansancio acumulado. Empujó las sábanas hacia atrás y se levantó tan rápido de la cama que sintió un poco de vértigo, aunque no duró mucho. Luego, corrió las cortinas blancas de los ventanales para abrir uno de ellos y salir hacia la terraza. Entonces, se asombró de la vista que tenía en frente: el balcón de su pieza recorría todo el segundo piso; los adoquines rojos resplandecían con el sol frío de la mañana, que se colaba entre las copas de los árboles. En algunos rincones caían enredaderas desde lo más alto del techo, cruzando el segundo piso hasta llegar al primer nivel.

      Regresó al interior de su pieza y se quedó quieta observando con detenimiento todo a su alrededor. Desde aquella mañana cuando les informaron que sus padres habían muerto, Marina sintió que algo dejaba su cuerpo. Una sensación de vacío se había apoderado de ella, pero, por el momento, le gustaba sentirlo porque era precisamente el espacio dejado por Milena y Lucas. Ese vacío era la huella de la ausencia. El padre que se fue, la madre que no está. Sin embargo, por alguna razón, en un par de horas la antigua casona le estaba devolviendo eso que había perdido. Y no lo quería de vuelta. No, porque era una ilusión creer que vería a Milena entrar por esa puerta. No, porque era una niñería creer que vería llegar a Lucas para contarle alguna anécdota histórica. No quería ilusiones. No quería creer que su papá la vería crecer, estudiar, trabajar. No quería pensar que su mamá la acompañaría, la escucharía, le aconsejaría. No quería soñar que llegarían a conocerla como adulta, como esposa, como madre. No quería porque no podía y si no podía, nada de lo que le devolviera la casona le servía. Bruscamente, la vista se le nubló y con una mano se afirmó del borde de una silla mientras con la otra restregó suavemente sus ojos.

      —No ahora —murmuró para sí, dando una seguidilla de inspiraciones que de nada servían—. No hoy día, por favor...

      El llanto subió por su garganta y en cuestión СКАЧАТЬ