Gaijin. Maximiliano Matayoshi
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Название: Gaijin

Автор: Maximiliano Matayoshi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670539

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СКАЧАТЬ la letra ya podía pronunciar las palabras. No recordaba mucho de la noche anterior, de modo que le pregunté a Kei cómo llegar al puesto de comunicaciones, pero él tampoco sabía. Deberías preguntarle a un tripulante, dijo, por un par de dólares nadie tendrá problemas en responder. Le pedí dinero a mi amigo y subí a cubierta.

      El lugar quedaba mucho más lejos de lo que pensaba, caminé por pasillos aún más angostos y oscuros que los del camino al depósito, y a veces, al pasar por una puerta, debía agachar la cabeza. El tripulante gaijin arrastraba una caja y murmuraba algo. Lo saludé en inglés y cuando le pregunté en qué podía ayudar, dijo que tomara el otro extremo: llevaríamos la caja a un lugar que quedaba en el piso de arriba. Arrastramos varias cajas más, algunas pequeñas, pero la mayoría del mismo tamaño que la primera. ¿Qué son?, pregunté después de haber dejado la última. Algunas cosas viejas, respondió y me recordó que yo aún debía limpiar el piso. Ordenó que fuera a la cocina a buscar un trapo y un balde. Fregué la mancha del piso hasta que me dolieron las manos y las rodillas, pero los espacios entre las tablas de madera seguían sucios. El tripulante dijo que ya estaba bien, era hora de dormir. Me incorporé y por primera vez me di cuenta del aspecto del lugar: una habitación pequeña llena de aparatos electrónicos y cables que colgaban por todas partes. El hombre subía el volumen de cada radio antes de apagarla. Cuando pregunté por qué hacía eso me explicó que verificaba algunas frecuencias de emergencia porque el clima en esa zona cambiaba de un momento a otro. Escuché a mamá, que recitaba un poema.

      Esta mujer lee lo mismo todas las noches, dijo. Creo que se lo recita al esposo, aunque nunca le presté atención. Al preguntar si podía comunicarme con ella, dijo que solo podíamos recibir, que la radio estaba descompuesta. Pronto comprendí que la voz era más aguda, más joven que la de mamá. Aunque sabía que no era ella, no podía dejar de pensar en responder a su llamado. El tripulante dijo que si quería podía regresar a escucharla unos minutos la siguiente noche; a cambio me comprometí a ordenar y limpiar el cuarto.

      Después de cada almuerzo me dirigía al puesto de comunicaciones para mover cajas de equipos fuera de uso. Mark, el tripulante que me había llevado a mi litera, me ayudaba con las más pesadas y de vez en cuando intentaba explicarme cómo se operaba cada radio. Aprendí a usarlos pero nunca supe qué era lo que los hacía funcionar, y él se cansó de repetir siempre lo mismo. Mark era el primer gaijin con el que me llevaba bien. Me gustaba que no fuera americano ―era holandés― y que me tratara como a un igual. Cuando hablábamos de la guerra escuchaba mi versión y después comentaba lo que informaban las radios occidentales. Al contarle la historia de los refugiados de las cuevas, se sorprendió y dijo que los japoneses éramos gente extraña.

      Dejé las clases después de que Mark se burlara de mí: el inglés no se parecía en nada al castellano. Aunque siempre había cajas que mover y equipos que limpiar, me gustaba pasar la tarde en el puesto y oír voces extrañas que hablaban idiomas desconocidos. Cuando Mark me hizo escuchar a un hombre que hablaba en holandés y le dije que el sonido se parecía mucho al alemán, apagó la radio y me ordenó que terminara de mover las cajas que faltaban.

      Tomé la costumbre de ir al puesto después de cada cena. La mujer que recitaba los poemas se presentaba cada noche y leía los mismos versos. Algunas veces terminaba con un llanto y decía que extrañaba los paseos por el parque, los domingos en la playa, las noches en las que se sentaban en el piso solo para mirarse. El hijo ya tenía dos años y era muy fuerte. Estarías orgulloso de él, decía. Mark me dejaba pasar la noche en el puesto, pero debía retirarme por la mañana porque al capitán le gustaba presentarse sin aviso. A veces me acostaba en el suelo y escuchaba aquel poema solo para recordar otras noches en que mamá se quedaba junto a mi cama hasta que me dormía. Algunas veces cerraba los ojos y permanecía inmóvil, despierto, para sentir el beso que ella me daba antes de regresar a su cuarto.

      Cuando le pregunté a Mark si había alguna forma de reparar la radio, explicó que en el barco no se encontraban las piezas necesarias. Le dije que hiciera una lista, que tal vez yo podía conseguirlas, pero me aseguró que ya las había buscado y que era mejor esperar hasta la próxima ciudad. Escriba una lista, dije, quiero hacer el intento. Con el papel en la mano subí a cubierta para buscar a Kei que, con Kiyoshi, jugaba a un juego que nos había enseñado el señor Saato. Necesito que me hagas un favor, dije y dejé la lista sobre el tablero. ¿Es por una chica?, preguntó.

      Dos noches después, Mark pudo componer la radio. Como aún no la habíamos probado, me dejó hacer el primer intento. Después de cenar fui al puesto de comunicaciones y cerré con llave. Debí esperar más que las otras veces porque ella se había retrasado y llegué a pensar que ya no se presentaría. Soy yo de nuevo, dijo. Recitó todo el poema y tomó un par de minutos antes de volver a hablar. Conocí a un hombre que es bueno y me gusta mucho, dijo, y sin escuchar la siguiente palabra apagué la radio y me acosté en el piso.

      Mark me despertó por la mañana, dijo que yo había olvidado cerrar la puerta y dejado una de las radios encendida. Subí las escaleras cuidando en cada escalón que no se me salieran los zapatos. Cada vez que subía una pierna debía acomodar el pie, levantar los dedos y bajar el talón: un movimiento inconsciente, pero ahora que me fijaba en ello resultaba gracioso. En la cubierta, solo un pasajero que fumaba el cigarrillo de la mañana. Luego de quitarme los zapatos, pasé las piernas al otro lado de la barandilla; mis pies colgaban diez metros por sobre el agua pero algunas gotas llegaban a tocarlos. Cerca de casa, en una playa, había una roca en la que solía sentarme. Siempre me pareció curiosa, tenía una especie de escalera tallada por la que resultaba muy fácil subir. Medía unos cuatro metros y las olas rompían contra ella, pero nunca mojaban la parte de arriba. Me acosté, pensé en aquella roca y cerré los ojos.

      Kei me ofreció una taza de té. Estaba decidido a decirle que no deseaba hablar, que me dejara solo, pero no dijo nada y yo tampoco lo hice. Nos quedamos sentados con las piernas colgando del barco, los brazos apoyados en los barrotes de la barandilla y la taza entre las manos. Mi amigo se acostó y yo permanecí con la mirada en la línea entre el azul oscuro y el claro, que algunas veces era llana y otras como una gran serpiente. Me concentré y fijé la vista lo más lejos que pude, pero aun así no lograba distinguir más que dos tonos de un mismo azul. Desde mi roca, cerca de casa, solía mirar las islas: eran muchas y cada vez que contaba eran un número diferente. Siempre pensaba que de animarme podría nadar, recorrerlas todas y saber al fin cuántas eran en realidad. No parecían muy lejanas y yo era un buen nadador.

      Kiyoshi se acercó unos minutos antes del almuerzo. Mañana llegamos a Lozano Márquez, dijo. Lorenzo Márquez, le corregí. Mi amigo, que no tocaba tierra firme desde Japón, emocionado por la oportunidad de bajar, le había preguntado a la abuela si podía visitar la ciudad siguiente, y ella había dicho que solo podía hacerlo si nosotros aceptábamos cuidarlo. Debía prometer obedecernos y nunca separarse del grupo. Le dije a la abuela que no se preocupara, que nosotros lo cuidaríamos. Kei hizo que a cambio el chico le regalara un encendedor y diez dólares. Ahora observábamos las aves que seguían nuestro barco, y a veces les arrojábamos sobras de comida que atrapaban en pleno vuelo. Kiyoshi se quitó los zapatos, se sentó entre nosotros y comenzó a hablar de todo lo que deseaba hacer en la ciudad, del dinero que había guardado para la ocasión y de cosas por el estilo. Casi no se detenía para tomar aire y repetía varias veces lo mismo. Al fin, cuando calló, nos quedamos en silencio. Entonces quiso saber si me sentía enfermo, si había tomado sake y si me dolía la cabeza; la abuela tenía un remedio para esos casos. Algunas veces, cuando había mucho oleaje, se tomaba una de esas pastillas y después se sentía mejor. Ahora las traigo, dijo Kiyoshi, pero antes de que pudiera levantarse lo tomé del brazo y le dije que estaba bien, que no necesitaba nada.

      Lorenzo Márquez era mucho más pequeña que las otras ciudades en las que habíamos estado. Pocos edificios tenían más de tres plantas y desde la cubierta podíamos ver hasta la última casa. La guerra parecía no haber llegado hasta allí, no se veían las montañas de escombros, ni los pozos que dejaban СКАЧАТЬ