Gaijin. Maximiliano Matayoshi
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Название: Gaijin

Автор: Maximiliano Matayoshi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670539

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СКАЧАТЬ aún existían carteles que, detrás de insultos pintados luego de la guerra, indicaban en japonés direcciones y calles. La mayoría de los comerciantes intentaban hablar con nosotros para ofrecernos uniformes de soldados, cascos, rifles y otros equipos de la armada japonesa. Rechazamos todas las ofertas cuidando que nadie más nos escuchara hablar en un idioma odiado. Los edificios parecían a punto de derrumbarse y muchos a los que les faltaba todo el frente descubrían el comedor que alguna vez había reunido a una familia, o la habitación que algún niño habría usado para dormir. Llegamos a una parte de la ciudad que se extendía sobre un monte: podía verse el mar y todos los barcos del puerto, incluyendo el Ruys. En esa zona no había tanta gente y los negocios parecían más elegantes.

      Seguí a Kei, que había entrado a un local de antigüedades. El lugar casi vacío mostraba en los estantes llenos de polvo alguna escultura, unos sombreros, collares, relojes y no mucho más. ¿Se les ofrece algo?, preguntó en japonés un hombre que vestía un traje blanco. Se parecía a un profesor que cuando daba clases solía ponerse unos anteojos solo para impresionarnos. Estamos mirando, dije. Una mujer entró por la puerta de atrás para discutir con el hombre que nos atendía. Mientras la mujer nos hacía entender que no éramos bienvenidos, el vendedor dijo que debíamos irnos, que si la persona equivocada nos encontraba en su local habría problemas. Me llevo esto, dijo Kei, mostrando un collar de plata prendido a una piedra con forma de gota que brillaba con luz amarilla. El anticuario dijo que no podía atendernos, que por favor nos fuéramos, pero mi amigo insistió. Le doy treinta y cinco dólares, dijo mientras sacaba los billetes de su bolsillo interno. Pero treinta y cinco dólares no alcanzaban. Esa era una piedra de ámbar y por la forma en la que el hombre lo pronunció, el ámbar debía ser algo muy valioso. Mi amigo prometió traer por la tarde el resto del dinero, solo tenía que volver a buscarlo al barco. Pero el hombre respondió que ya no podíamos permanecer en su negocio y que si regresábamos no nos dejaría entrar. Se acomodaba los anteojos con el dedo índice, como solía hacerlo mi profesor. Hagamos una apuesta, dije, y saqué mi cuchillo. Lo hago girar: si la hoja apunta hacia usted, se queda con los treinta y cinco dólares y nosotros nos vamos; si la hoja apunta hacia mi amigo, nos da el collar por el dinero que tenemos. Papá a veces me leía una historia de señores feudales que terminaban de aquella forma una guerra que había durado décadas. Los dos me miraron. Luego de acomodarse los anteojos, el vendedor dijo que aceptaba la apuesta si la navaja la hacía girar él mismo. Y eso que llaman cuchillo es una navaja, señaló.

      En la calle, Kei miraba el sol líquido a través de la piedra semitransparente. La hora del almuerzo había pasado y el olor que salía de algunas casas me recordaba que mi última comida había sido la cena. Debemos regresar al barco para el almuerzo, dije. Él respondió que me invitaba a comer, que era mejor aprovechar el tiempo en la ciudad. No pude ver de dónde sacó unos billetes, pero ahora teníamos poco más de cinco dólares. Un tazón de arroz con verduras y una salsa verde, pescado y un poco de cerdo frito, y todo muy picante. Kei lo acompañó con cerveza y yo con el jugo de una fruta roja. Con los estómagos llenos caminamos para buscar un pañuelo y una caja en donde envolver el regalo. Al llegar a los negocios cercanos al puerto, entramos a uno que parecía tener lo que necesitábamos. Compramos una pequeña caja de madera ―nos garantizaron que venía de Japón, y en efecto se parecía a las que mamá guardaba en casa― y un pañuelo azul casi transparente. Además del poco dinero que nos quedaba, Kei debió dejar dos de sus habanos.

      A la salida del negocio se había reunido mucha gente que gritaba y arrojaba piedras. Tres hombres que habían bajado de nuestro barco intentaban cubrirse de los golpes, uno sangraba por un corte en la frente. Cuando quise ayudarlos, mi amigo me tomó del brazo y me arrastró por la calle. ¿Sos estúpido?, preguntó. Te matarán, y si nos quedamos acá y nos ven, nos matan a los dos. Nuevos gritos ahora dirigidos a nosotros. Corrimos alejándonos de la gente y del puerto. Pasamos por una calle estrecha, después por una más ancha y cuesta arriba y por otra calle estrecha que presentaba varias curvas. El sol proyectaba largas sombras que se adelantaban a nuestros pasos. Hacía horas que estábamos perdidos, sin poder decidir si bajar a la costa para buscar el puerto y la seguridad del Ruys, o si seguir alejándonos del barco y de nuestros perseguidores. Al caer la noche nos refugiamos en un callejón y esperamos en el silencio de la ciudad dormida que nuestro temor se desvaneciera. Al fin, seguros de estar a salvo, comenzamos una larga y oscura caminata hasta la costa. Llegamos al puerto a medianoche. Kei, luego de mirar a su alrededor, comenzó a silbar el himno japonés, que nos acompañó hasta subir al barco.

      Los hombres que habían sido golpeados volvieron tres días más tarde; la policía, luego de haberlos encontrado en un terreno baldío, los encerró por su propia seguridad, o eso fue lo que dijeron. Nos recomendaron que ningún pasajero japonés volviese a salir del puerto. Pero ese consejo ya no era necesario: después de lo ocurrido en las calles todos permanecíamos en el Ruys. La cubierta de primera estaba vacía, los pasajeros chinos se habían ido a la ciudad para gastar algo de dinero y luego mostrar relojes dorados y zapatos brillantes. Aunque aún faltaban dos días para zarpar, ya me sentía aburrido. Jugaba un poco al tenis de mesa pero casi no apostaba, intenté leer unos libros que me habían prestado y escribí un par de hojas en mi diario de viaje. Por suerte ya nadie me palmeaba la espalda ni me felicitaba por aquella tarde en que me habían dado una paliza. Solo un chico que viajaba en segunda y que siempre vestía con camisa y saco hacía algún comentario. Kiyoshi, dos años menor que yo, se parecía a un chico que había vivido cerca de casa y que había muerto junto con su familia durante los bombardeos. Mi vecino siempre intentaba comportarse como alguien mayor; a veces, cuando me escapaba de la escuela, preguntaba si podía venir conmigo y aunque me negué siempre, nunca dejó de preguntar. Tendría que haber dejado que me acompañara al menos una vez. Kiyoshi parecía mucho más agradable y tenía un don natural para saber cuándo era bienvenido y cuándo no. En Japón había estudiado en una escuela bilingüe y le gustaba decir alguna frase en inglés para demostrar que era cierto ―a great game cuando ganaba un partido o see you later cuando la abuela lo llamaba para que fuese a estudiar―. Ella era profesora de idiomas y había conocido a papá; decía que yo era igual a él y que si tenía suerte también podía llegar a ser un gran hombre.

      Aunque faltaban solo dos meses para llegar a Argentina, aún no sabía cómo me comunicaría con la gente. Argentina queda en América, los americanos hablan inglés, el castellano debe ser parecido, pensé. De modo que le pedí a Kiyoshi que me enseñara inglés; a cambio le enseñaría a jugar al ping-pong y le prestaría mi navaja cuando quisiera. Luego de aceptar, lo primero que hizo fue pedirme la navaja. El día en que zarpamos de Singapur tuve mi primera clase: Kiyoshi era mejor profesor que los que había tenido en el colegio y además podíamos estudiar mientras jugábamos al tenis de mesa o hacíamos otras cosas.

      Con la ayuda de un tripulante al que le había dado algunos habanos, Kei escribía una carta para Lin. Al llegar a Singapur el pañuelo y la caja ya envolvían el regalo, pero la carta aún estaba sin terminar. Les tomó varias horas más corregirla hasta que Kei estuvo conforme. Ahora solo faltan las flores, dijo, y caminó hacia los pasillos de segunda clase. Durante dos días intentó conseguir un ramo de flores, pero en el barco no había nada que se pareciera a una planta y menos aún a una flor. No puedo ir así, dijo. Un hombre no va hablar con una chica si no tiene flores para darle. Cuando dije que el regalo sería suficiente respondió que yo era un tonto, que no entendía nada y que en lugar de decir estupideces lo ayudara a buscar. Le dije que sabía un poco de origami, y que si él quería podía hacer una flor de papel. Esperé un nuevo insulto, pero no. Dijo que era una gran idea, que para esa misma tarde conseguiría papeles de todos los colores y que me pagaría por el favor.

      Cuando regresó, después de mi clase de inglés, le dije good afternoon y él respondió bien, gracias. Había conseguido una docena de hojas de papel de todos los tamaños y de varios colores, algunas escritas en un idioma que no conocía y otras en japonés. Con la tijera de la navaja recorté una de color violeta, una roja y una verde. Le dije a Kei que mientras yo hacía la flor, él fuera a la cocina a buscar un palillo. No hizo preguntas, salió corriendo. СКАЧАТЬ