Gaijin. Maximiliano Matayoshi
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Название: Gaijin

Автор: Maximiliano Matayoshi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670539

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СКАЧАТЬ no mucho más. A nosotros nos gustaban las canciones de guerra, algunas tan antiguas que ya no tenían nombre y otras que eran llamadas de forma distinta en cada pueblo. Taira, la historia de un joven que quería vengar a su padre, era la mejor. Papá siempre la cantaba cuando íbamos a la playa a bañarnos. Decía que era una historia real y que nosotros proveníamos de esa familia.

      Kei, que subía de vez en cuando, se mantenía alejado del grupo y siempre se negaba a cantar, decía que su voz era mala, que arruinaría nuestras canciones. Cuando Kiyoshi lograba escaparse de las clases de su abuela, cantaba con los niños y a veces pedía que le dejara hacerlo con nosotros. Tenía muy buena voz, me contó que formaba parte del coro de su colegio y que la profesora le había dicho que sería un gran cantante. Cuando le pedí que no viniera más sin el permiso de la abuela, dijo que ella dormía por las tardes, segura de que él se quedaría en su cuarto para hacer la tarea. Una hermosa voz no va a darte un futuro en Argentina, le decía la abuela antes de irse a la cama, deberías estudiar.

      Dos semanas antes de llegar a Lorenzo Márquez, una ciudad portuguesa y nuestro próximo puerto, la abuela llegó a cubierta para buscar a Kiyoshi. Los tres grupos cantábamos la historia de un amor imposible, muy parecida a un libro que la profesora Hiroko nos había traducido en clase. Unos jóvenes que pertenecen a feudos enemigos luchan por su amor. Cuando vi llegar a la abuela por el pasillo creí que mi amigo estaría mucho tiempo encerrado escuchando un largo sermón, pero no: la voz increíblemente joven de la abuela comenzó a entonar los versos en que la protagonista canta sola para declarar su amor al joven. Alguno de nosotros debía responder, pero ninguno parecía dispuesto a hacerlo. Cuando pensaba que la canción había llegado a su fin, Kei se acercó a nosotros y fue él quien cantó.

      Saato, el viejo del sake, había perdido el brazo defendiendo mi isla. Deberías tener un poco de respeto, respondió Kei cuando le pregunté dónde conseguiría el viejo tanto sake. Entonces supe que la botella siempre estaba llena de agua, que actuaba como un borracho porque no le gustaba estar con otras personas. Algunas veces me sumaba a ellos en el depósito para escuchar las historias del viejo, historias de guerra. Cuando estaba en la escuela, el director solía entrar a clase para informar sobre los logros de nuestros hombres: batallas que parecían perdidas y en las que siempre nos encontrábamos en desventaja terminaban por ser victorias heroicas, siempre estábamos a punto de ganar la guerra y de hacer que los americanos se arrodillaran ante el emperador. Y al final, sin que hubieran anunciado una sola derrota, nos rendimos.

      Mientras tu querido director estaba en su casa, cientos de sus alumnos eran enviados al frente, dijo Saato, cuando le comenté lo que sucedía en la escuela. Chicos de tu edad morían a mi alrededor, pero las órdenes nos obligaban a seguir resistiendo. Algunos luchaban solo con varas de bambú y se lanzaban al enemigo como si fueran invencibles. Corríamos hacia las ametralladoras solo para morir y para ver morir a otros. Al fin nos empujaron hasta las cuevas, ¿conocen el lugar?, preguntó. Sí, Tatsuo y yo habíamos entrado una vez. Meses antes de la rendición las clases se habían suspendido y no se reanudaron hasta dos meses más tarde. Habían organizado grupos de estudio que se reunían en las casas de familia. Yo no asistía a esas clases, prefería caminar por los que habían sido campos de batalla y recoger los equipos abandonados en el lugar. En una de esas caminatas llegamos a las cuevas. Eran túneles cavados en granito y habían sido el refugio de nuestros soldados. Vimos cómo semanas después de la última batalla aún sacaban cuerpos y cómo los amontonaban en fosas comunes. Un camión arrojaba tierra y escombros sobre ellos y luego pasaba por encima del montículo para alisar el suelo. Había familias enteras refugiadas con nosotros, siguió contando Saato. Nuestra última resistencia fue quemada por los lanzallamas de los americanos. Muchos hombres se hacían matar por sus amigos, y otros formaban grupos para soltar una granada que los liberaría de caer prisioneros; las familias se suicidaban juntas: formaban un círculo alrededor de una pequeña mina que el padre se encargaba de activar. Los que pudieron escapar de las cuevas se lanzaron al acantilado al ver los tanques que se acercaban. Los menos afortunados fuimos capturados y llevados al campo de concentración.

      Recordé a Tsuguio, un chico cuatro años mayor que yo que asistía a mi escuela. Él solía molestar a todos y le gustaba pelear a la salida del colegio. Era bastante robusto y ganaba casi siempre. Algunos se reían de él porque era gordo y en cierto sentido torpe, claro que lo hacían cuando Tsuguio no los podía escuchar. Un día fue llamado junto con otros chicos del mismo año para que fuese al patio. Se habían formado en dos filas y un hombre mayor les entregaba un rifle, un casco, una mochila y otras cosas. Tsuguio no esperó a recibir su equipo, intentó escapar corriendo, pero no era muy rápido y un soldado lo alcanzó antes de que pudiera salir del colegio. Nadie volvió a ver a los chicos que habían formado aquellas dos filas.

      Una semana antes de llegar a puerto, Kei fue a buscarme a cubierta; llevaba algo envuelto en papel y pidió que lo acompañara abajo. Le pregunté qué haríamos en el depósito, pero no respondió. Cuando llegamos a su litera abrió la bolsa y sacó una botella: era sake. ¿Dónde la conseguiste?, pregunté. No importa, dijo y preguntó si tomaría con él. Como Kiyoshi es muy chico pensaba compartirla con Saato, pero después pensé que tal vez querías dejar de ser un niño y compartir la botella con nosotros, dijo mientras sacudía el sake frente a mí. Acepté, pero luego, cuando fuimos a verlo, Saato nos sorprendió: prefería seguir con su botella de agua. Esperamos que se hiciera de noche para subir a cubierta. Abrí la botella con mi navaja y le ofrecí a Kei el primer sorbo. Luego de tomar un trago largo dijo que estaba muy bien, que era mejor tomar mucho y que el líquido pasara rápido por la garganta. Le hice caso y no pude evitar escupir la mitad del sake. Tosiendo y de rodillas, lo insulté. Sin dejar de reírse, me sacó la botella de la mano. Tendré que enseñarte a tomar, dijo.

      El depósito se encontraba más lejos de lo que recordaba. Sabía que para ir desde la cubierta debía mantener una mano apoyada sobre la pared derecha y luego de bajar las escaleras, dejarla sobre la de la izquierda. Había aprendido este truco después de los primeros días de tormenta, cuando varias lámparas habían caído y muchos de los pasillos se encontraban a oscuras. Pasé por muchos lugares, pero nunca llegué al depósito. Kei me había dejado solo para buscar otra botella y dijo que no lo acompañara porque yo estaba demasiado borracho como para caminar. Me sostuve aferrándome de un picaporte y vomité. La puerta se abrió, caí de rodillas y manché mi pantalón con la comida de la cena. En la habitación oscura, mamá recitaba un poema de amor.

      Me incorporé y todo comenzó a girar. El eje se doblaba y retorcía como una soga. A veces la litera estaba debajo y otras por encima. Cuando intenté poner los pies sobre el piso, solo encontré aire. Mis piernas cedieron al toparse con algo sólido, me golpeé la cara con la rodilla derecha, me mordí la lengua y mi nuca resonó contra una litera. Usé el truco para llegar a cubierta y esta vez funcionó. Inclinado sobre la barandilla, Kei me miró sorprendido cuando lo saludé. Se limpió la boca con la manga para luego preguntarme cómo había dormido. No tendrías que haberme dejado solo, dije, pudo haberme pasado algo, pude haber caído al agua. Él respondió que era yo el que lo había abandonado. Al regresar con otra botella yo ya no estaba, él me buscó en el depósito y tampoco me encontraba allí, me buscó por todo el barco y cuando se fue a dormir, yo ya estaba acostado en mi litera. No sé cómo llegué, dije, lo único que recuerdo es haber soñado con mi madre y ahora tengo mucha sed. ¿No te duele la cabeza?

      Intenté comer, pero el solo pensarlo me daba náuseas. Al salir del comedor un tripulante gaijin pasó junto a mí y sonrió. Ya estás despierto, dijo. Él me había encontrado en el puesto de comunicaciones, me había arrastrado hasta el depósito para, con la ayuda de unos hombres, subirme a la litera. Vomitaste todo el piso, dijo y ya no sonreía. Me disculpé y agradecí. Aseguré que repararía los daños y que limpiaría todo en ese mismo momento. Dijo que después de la cena fuera al puesto de comunicaciones, él ya había limpiado el piso pero aún quedaban algunas manchas. Además, necesitaba ayuda para mover unos equipos.

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