Gaijin. Maximiliano Matayoshi
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Название: Gaijin

Автор: Maximiliano Matayoshi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670539

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СКАЧАТЬ lo único en lo que podía pensar luego de la muerte de mi padre. La primera pelea que recuerdo fue a causa del origami. Había hecho una caja de papel para que Yumie pudiera guardar sus lápices y otras cosas. Luego de terminarla en la escuela, mientras regresaba a casa, un chico un año mayor que yo me la quitó y la tiró al piso para aplastarla. Ni siquiera alcé la mirada. Tomé sus piernas y lo hice caer. Mientras golpeaba su cabeza contra el suelo, recibí muchas patadas, pero no me detuve hasta que un profesor se acercó a separarnos. Estuve castigado durante casi un mes y no había ganado esa pelea, pero nadie volvió a burlarse de mi origami.

      La hoja de la flor con el papel verde, los pétalos y la copa con los otros dos. Muy bien, dijo Kei cuando regresó de la cocina. Usé el palillo como tallo y até la hoja con un poco de hilo de mi camisa. ¿Cuánto te debo?, preguntó. Me quedo con los papeles y estamos a mano. Son tuyos, dijo Kei, mientras se incorporaba para salir corriendo hacia la escalera que llevaba al depósito.

      ¿Cómo me veo? De saco, camisa y corbata, y con un pantalón azul que nunca supe de dónde lo había robado, Kei parecía mayor. El saco y la corbata eran de Kiyoshi, en realidad de su hermano, que al morir le dejó mucha ropa. La camisa era mía ―solo la había usado en algunos funerales― y combinaba bien con el resto. Te ves muy bien, dije y Kiyoshi estuvo de acuerdo. Kei, con la flor, el regalo y la carta en sus manos, salió del depósito. Lo seguimos hasta la cubierta de segunda clase y antes de que subiera las escaleras le deseamos suerte. Lin terminaba de comer a esa hora y después daba una caminata de unos veinte minutos antes de ir a su cuarto a leer, o al menos eso aseguraba un tripulante al que le habíamos dado dos dólares. Gracias, dijo Kei mientras acomodaba una vez más el saco sobre sus hombros.

      Las nubes cubrían el cielo y el viento soplaba fuerte. Nos inclinábamos hacia adelante para jugar a que el aire nos sostenía. Un barrilete, pensé. A Yumie, que le encantaba remontar barriletes en la plaza, le hubiese gustado. Kiyoshi dijo algo que no pude entender. Las olas se hicieron más grandes, el barco se inclinaba en todas direcciones y era difícil mantenerse en pie. Comenzó a lloviznar. Intentamos regresar al depósito, pero el suelo se levantaba y sacudía sin dejarnos avanzar. Comenzó a llover más fuerte. Un tripulante gaijin atado a una soga nos tomó de los brazos para arrastrarnos hasta los pasillos que llevaban al depósito. Otro hombre que esperaba detrás de la puerta nos ordenó bajar para dar aviso de que nadie subiera hasta nueva orden. Cerraron la puerta de acero y la manivela del seguro giró para trabarla.

      El ruido que hacía el eje era insoportable. Algunos se habían atado ropa en la cabeza para no tener que taparse las orejas con las manos. Kiyoshi intentó hacer lo mismo, pero al parecer no funcionaba. Pasaron solo unos minutos y ya me dolía la cabeza. Los niños lloraban y abrazaban a sus padres, nadie podía subir a las literas superiores. Algunas lámparas cayeron estrellándose contra el piso de metal y una tubería, al romperse, comenzó a chorrear agua. Saqué la navaja para cortar una tira de mi camisa; esperaba que al poner la tela mojada en mis oídos el ruido del eje se amortiguaría. Aunque aún era insoportable, al menos no me dolía tanto. Corté otros dos pedazos para Kiyoshi, que me imitó, y juntos indicamos a quienes teníamos cerca que hicieran lo mismo, mojando los pedazos de tela que yo les daba en el agua que se juntaba en el piso. Pronto, la mayoría de la gente en el depósito usaba pedazos de telas mojadas, pero nos dimos cuenta de que cuando el agua se escurría el artilugio perdía todo efecto. Debíamos mojar la tela en forma constante, de modo que cada quien se hizo de dos pares para no quedar desprotegido cuando se secaba uno. Aunque las horas pasaron, la puerta siguió cerrada.

      El ruido disminuyó junto con el movimiento del barco. El piso seguía inclinándose, pero ahora podíamos estar en pie sin tener que apoyarnos en una pared o aferrarnos a alguna cadena. Poco después, el capitán, seguido de varios tripulantes, se presentó para decirnos que había intentado comunicarse por los altavoces, pero que de seguro el ruido del eje había tapado cualquier otro sonido. Nos explicó que hacía unas horas habíamos entrado en una tormenta, que para mayor seguridad habían tenido que bloquear las compuertas y era por eso que habíamos estado encerrados. Era peligroso que entrase demasiada agua al depósito, o que algún pasajero intentara subir durante la tormenta. Una señora que viajaba en primera clase había caído del barco para ser rescatada una hora más tarde. Tuvimos suerte de que nadie más cayera y de que el barco haya quedado en tan buenas condiciones, dijo; el oleaje es intenso, les recomiendo que aten sus pertenencias y que permanezcan sentados o acostados la mayor parte del tiempo. Cuando el capitán y los tripulantes salieron por la puerta del depósito, la gente, en silencio, comenzó a ordenar las cosas que se habían desparramado por el piso. Me cambié de ropa y le ofrecí a Kiyoshi una camisa seca y un pantalón. Él se quitó su camisa y con un pañuelo secó un collar de plata que le colgaba del cuello. Le dije que para regresar con su abuela era mejor esperar a que fuera de día, que durmiera en mi cama. Yo usaría la de Kei.

      Me despertaron. Kei sonreía. Ve a tu cama, dijo. Le expliqué que allí dormía Kiyoshi, y pregunté cómo le había ido. Bien. Esperaba que dijera algo más, pero se quedó mirándome y me empujó para que le hiciera lugar. Insistí, pero él repitió lo mismo: me fue bien.

      Me desperté con un golpe: me había caído de la cama. Me levanté; con el eje junto a mi cabeza vi a otros hombres que también se incorporaban. Me dolía el hombro y la espalda y era extraño que no me doliera nada más: la litera colgaba a más de dos metros de altura y cualquiera podía romperse un hueso al caer desde ahí. Desperté a Kei y fui a buscar a Kiyoshi. Él también se había caído. Con la espalda golpeada, estaba sin aire pero no muy lastimado. Es mejor que vayamos ahora con tu abuela, dije. Cuando se recuperó, salimos a cubierta y vimos el cielo azul y un océano mucho más azul que el cielo. Las olas se levantaban a la altura de nuestra cubierta y rompían contra el casco. El barco escalaba una montaña tras otra, y nos detuvimos a sentir la nueva calma. Le dije a Kiyoshi que debíamos apurarnos. Cuando llegamos a la habitación, la abuela ya estaba levantada y abrazó con fuerza a su nieto, que le contó todo: el juego con el viento, el ruido que hacía doler la cabeza, las telas mojadas para tapar los oídos y cómo todos seguían nuestro ejemplo, la caída y las enormes olas azules tras las enormes olas azules. La señora me agradeció por cuidar del chico y preguntó si me quedaría a desayunar. No, gracias, quiero ver a mi amigo, dije.

      Kei nunca habló sobre lo ocurrido aquella noche; decía que los caballeros no debían comentar esas cosas y que yo no debería preguntarle. La mayor parte del tiempo se quedaba en el depósito para conversar con el viejo del sake. No lo llames de esa forma, su nombre es Saato, dijo cuando le pregunté por qué pasaba tanto tiempo con él. No entenderías, aseguró.

      Desde cubierta no se veía nada que se pareciera a una isla o a un pedazo de tierra. En el horizonte, dos tonos de azul, y de vez en cuando manchas grises o blancas. Después del desayuno buscaba a Kiyoshi para nuestra clase de inglés. Ya no podíamos jugar tenis de mesa porque el movimiento del barco hacía imposible predecir cómo rebotaría la pelota, y habían caído tantas al agua que los tripulantes decidieron no darnos más. Pasábamos la mañana juntos y por la tarde, él se retiraba a estudiar con la abuela y yo cantaba.

      Cantar era lo más divertido que podía hacerse en el barco. Después de la muerte de papá, solía escaparme de la escuela para caminar por la playa o el bosque y cantar todas las canciones que conocía. A veces cambiaba las letras o inventaba unas nuevas y de ese modo aumentaba mi repertorio, no me aburría tan rápido y dejaba pasar el tiempo para no regresar a casa temprano, porque en esa época intentaba pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa. Mamá no trabajaba y estaba todo el día en su cuarto. De vez en cuando salía para abrazarnos a Yumie y a mí, pero pronto volvía a entrar y ya no la veíamos hasta dos o tres días más tarde. Pasaron varios meses antes de que se recuperara. Solo cuando consiguió el trabajo en la Cruz Roja volvió a ser la de antes.

      Los pasajeros de tercera nos dividimos en tres grupos de canto: mujeres, hombres y niños. СКАЧАТЬ