El futuro comienza ahora. Boaventura de Sousa Santos
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СКАЧАТЬ ejemplo, la Liga de las Naciones, el primer sistema político mundial, se fundó en 1919, estableciendo con ella una organización de salud, en 1923 (que sería reemplazada por la OMS en 1948; Fidler, 2001). Estos organismos internacionales jugaron un papel importante en pandemias posteriores. Además, se fueron creando en todo el mundo muchas instituciones nacionales de salud, que aún no existían, para ayudar a planificar el sistema de vigilancia de la salud pública. Sin embargo, estas instituciones, como mencioné en la introducción de este capítulo, reflejan una concepción monocultural de la salud y la medicina, realidad que se traduce, por un lado, en la incapacidad de aprender de otros sistemas de salud, y, por otro, en la imposición de un sistema único de salud, reproducido sobre todo a partir de las experiencias de países europeos.

      Investigaciones más recientes en China sugieren que la pandemia de influenza de 1918-1919, especialmente en su segunda ola, considerada la más virulenta y mortífera, tuvo un impacto mitigado por el uso de la medicina tradicional china. Cheng y Leung (2007: 363), a partir del análisis de archivos, muestran que no sólo los médicos tradicionales realizaban vacunación contra la viruela en el pasado, sino que también sugieren que los médicos chinos antiguos habían reconocido otros medios útiles para la prevención y el tratamiento de enfermedades epidémicas, además de los medicamentos a base de hierbas, incluido el tratamiento temprano y preventivo durante un brote epidémico. La documentación histórica existente identifica más de 200 epidemias, incluidas 95 registradas oficialmente por las autoridades gubernamentales.

      La pandemia de gripe asiática de 1957-1958, causada por el virus H2N2, se originó en China en febrero de 1957 (Potter, 2001: 577). Las primeras infecciones se detectaron en marzo. La epidemia llegó a Hong Kong en abril y se extendió rápidamente a Singapur, Taiwán y Japón, momento en el que la OMS reconoció el brote causado por un nuevo subtipo de virus de influenza. La infección afectó a la India, Australia e Indonesia en mayo; Pakistán, Europa, América del Norte y Oriente Medio en junio; llegó a Sudáfrica, América del Sur, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico en julio; y finalmente a África central, occidental y oriental, Europa oriental y el Caribe en agosto (Dunn, 1958). En aproximadamente seis meses, la epidemia había infectado al mundo, a través de rutas terrestres y marítimas, con los viajes aéreos aún desempeñando un pequeño papel en la propagación. Como en la gripe española de 1918, esta gripe asiática reapareció de forma impredecible. Cuando en otoño en el hemisferio norte, las escuelas reabrieron, hubo una contaminación más amplia, con tasas de contagio en los entornos escolares entre el 40 y el 60 por 100.

      Al igual que con la gripe española, los grupos de edad más jóvenes dominaron las tasas de contaminación, lo que sugiere que los grupos de mayor edad ya tenían inmunidad. La hospitalización en la mayoría de los hospitales aumentó dramáticamente durante esta pandemia, aunque los hospitales pudieron acomodar a la mayoría de los infectados, utilizando varias medidas: reutilización de camas, reasignación de médicos, cancelación de cirugías electivas, etc. Estas medidas se complementaron con el esfuerzo por promover la recuperación de los infectados en el entorno familiar, para casos de gripe no complicados (Henderson, 2009), medidas que se están utilizando para contener la pandemia de la covid-19.

      Para el control de la gripe asiática, se utilizó por primera vez la vigilancia integral, buscando rastrear la propagación y el impacto de la infección. El carácter «suave» de la pandemia dio lugar a intervenciones mínimas de carácter no farmacéutico, como el cierre de establecimientos educativos, restricciones de viaje, prohibición de reuniones masivas o cuarentena. A pesar de ser considerada una pandemia leve, la gripe asiática sirvió como recordatorio de la persistente amenaza de la propagación mundial de enfermedades emergentes. Una década más tarde, surgió una nueva pandemia de gripe, ahora en Hong Kong (1968-1970), del subtipo H3N2. La primera advertencia también se dio en China en julio de 1968, cuando la epidemia se extendió rápidamente por Europa, América del Norte y Australia, ya a principios de 1969 (Saunders-Hastings y Krewski, 2006). Aunque las tasas de mortalidad se mantuvieron relativamente bajas, la pandemia se habría cobrado entre 500.000 y 4 millones de vidas.

      En abril de 2009 surgió la pandemia de gripe porcina. Causada por la cepa H1N1, comenzó con brotes casi simultáneos en México y Estados Unidos, antes de extenderse por todo el mundo en aproximadamente seis semanas. Ante la presencia de la enfermedad infecciosa en más de 75 países y en varios continentes, en junio la OMS determinó que se trataba de una pandemia. En total, en 2009-2010, entre el 11 y el 21 por 100 de la población mundial fue infectada por este virus (Roos, 2011). Las medidas profilácticas tomadas para sofocar esta pandemia, en un contexto en el que muchas personas tenían autoinmunidad, ayudan a explicar la baja tasa de mortalidad asociada a ella: 284.000 muertes en todo el mundo.

      En cualquier caso, varios expertos han expresado reiteradamente su preocupación por las formas de comunicación en relación a las incertidumbres sobre el nuevo virus, que no fue tan mortal como se anticipaba (Mcneil Jr., 2009). Uno de los temas polémicos de esta pandemia tuvo que ver con el uso de la mascarilla. En ese momento, EEUU recomendaba usar mascarillas faciales sólo en casos excepcionales: personas enfermas con el virus cuando estaban cerca de otras personas y personas en grupos de alto riesgo mientras cuidaban a alguien con gripe. Como afirmaron en su momento algunos expertos, las mascarillas pueden dar una falsa sensación de seguridad y no deben reemplazar otras precauciones importantes (Roan, 2009). Otro elemento problemático tuvo que ver con la recomendación, por parte de la OMS, del uso de antivirales (GAR, 2009). La forma en que la OMS manejó esta crisis fue cuestionada en 2010 por Fiona Godlee. Ella, entonces editora del prestigioso British Medical Journal, publicó un editorial criticando a la OMS. Según ella, un estudio había expuesto los nexos financieros existentes entre algunos de los expertos que habían asesorado a la OMS sobre la pandemia y las compañías farmacéuticas que producían antivirales y vacunas, un tema al que dedico más atención en el Capítulo 6.

      Los estudios existentes sugieren que las epidemias anuales de influenza afectan normalmente entre el 5 y el 15 por 100 de la población mundial. Aunque en la mayoría de los casos la infección gripal sea leve, estos brotes epidemiológicos pueden causar enfermedades graves en 3 a 5 millones de personas, resultando, en promedio, entre 290.000 y 650.000 muertes en todo el mundo. En los países industrializados, las enfermedades graves y las muertes ocurren principalmente en poblaciones de alto riesgo: bebés, ancianos y enfermos crónicos, aunque el brote de gripe H1N1 de 2009-2010 (como en el caso de la gripe española de 1918) ha mostrado una tendencia a afectar a personas más jóvenes y saludables (Biggerstaff, 2014). Estos estudios apuntan claramente a la dificultad de anticipar el comportamiento de las epidemias; además, muestran la importancia de identificar los mecanismos locales de afrontamiento y «resiliencia» que permitan combatir estas pandemias y que contribuyan, en el largo plazo, a afrontar algunos de los grandes desafíos que plantean las recurrentes crisis de salud y las injusticias epistémicas, ontológicas y políticas que las acompañan.

      Conclusión

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