Dame un respiro. Clara Núñez
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Название: Dame un respiro

Автор: Clara Núñez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750118

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СКАЧАТЬ de Erasmus en último curso de Antropología. Carmen era la anfitriona de una rave en una casa de campo, tenía diez años más que Sharon y mucha más experiencia que ella. No era guapa, pero sí muy sensual, de piel morena y cuello esbelto, con el pelito corto y rizado, y nunca llevaba sujetador. Siempre llevaba los labios pintados de rojo, así como las uñas, y un collar de perlas auténticas decoraba su pecho moreno. Fue la primera mujer con la que se acostó. Estaba locamente enamorada de Carmen, tanto, que se mudó a vivir con ella a Roma cuando solo llevaban saliendo un mes. Pero una vez allí la atracción de Carmen hacia ella se esfumó. La dejaba sola muchos días y más que su novia se comportaba como si fueran compañeras de piso. Invitaba a amigos a casa sin avisarla y se comía toda la comida sin comprar más. Sharon se sintió sola y triste en un país que no era el suyo y se maldijo a sí misma por ser tan ingenua. Una noche Carmen se llevó a una chica a casa y le propuso a su novia hacer un trío. Sharon estaba agotada de trabajar en un andrajoso restaurante todo el día y de ocuparse de las tareas domésticas porque Carmen se pasaba el día pintando o de juerga.

      —Una mañana me miré al espejo y no reconocí a la persona que tenía delante. Entonces hice la maleta y volví a Inglaterra. Pensé que todas las relaciones serían así. Cuando conocí a Ingrid tenía miedo de dejar de ser yo misma, de volver a pasar por lo mismo, pero la vida con Ingrid es tan sencilla, Oli… Yo soy muy independiente, ya lo sabes. Cuando nos fuimos a vivir juntas pensé que se iría todo a la mierda, pero no fue así. Fue todo tan natural… Ingrid es tan genial… Sé que a veces da miedo con esas pintas de “reina del hielo” que tiene, pero es un encanto, nunca se enfada por nada y tiene pequeños detalles como dejarme pósit con mensajitos por toda la casa o golosinas dentro de mi bolso. Es tan mona.

      Le dediqué a mi amiga la mejor sonrisa que encontré.

      —Lo siento, Oli. Tú estás fatal por lo de Daniel y yo presumiendo de novia.

      —No seas tonta.

      Agarré a Sharon de la mano.

      —Ayer llené una bolsa de basura entera con cosas que me recordaban a Daniel y las guardé en el trastero. Libros que me regaló, toda la ropa que me puse en nuestras primeras citas, película que vimos juntos, platos y copas en los que él había comido, la manta del sofá y un osito Teddy porque la primera vez que vino a mi piso de soltera lo puso delante de su cara y empezó a poner voces graciosas. Mi madre me dijo “¡Olivia! ¿Han entrado a robar en tu casa?”. Y yo pensé, sí. Me han robado la dignidad y la ilusión de vivir.

      Tras unos segundos más de silencio, Sharon se levantó del sofá y me ofreció la mano. Yo casi había olvidado que mi amiga estaba allí.

      —Venga, vamos a emborracharnos.

      * * *

      Ya estaban abiertos los puestos del mercado de Portobello Road y aproveché para comprar naranjas y tomates. Llevaba puesto un feo chubasquero azul oscuro y unas botas de caucho verdes. Mi madre me habría matado al verme de esa guisa, pero la capucha me tapaba el pelo sucio —y el feo gorro fucsia—, lo que me recordó que también debía comprar champú. Además, cuando llueve la gente se fija menos en los demás y yo no tenía ganas de entablar conversación con nadie.

      —¿Olivia?

      Me giré con tal fuerza al reconocer aquella voz que casi me disloqué el cuello, y tiré varias manzanas del puesto de Mark y Julie, que me disculparon sin problema, pues les compraba tanto género y hablaba tanto con ellos de mi vida que eran prácticamente mis segundos padres.

      Henry O´Donnell, profesor de Historia de mi universidad, en mi barrio, a las once de la mañana. Con su cabello azabache, sus gafas de pasta, su chaqueta de pana y su bandolera cruzada, era la imagen andante del típico guaperas intelectual. Solo que él era auténtico, no impostado, como todos esos jóvenes modernos que pululan por el Soho, con gafas sin graduar, pajaritas de colores y patillas al estilo The Beatles. Tenía treinta y dos años. Era de Dublín y prácticamente acababa de aterrizar en Londres.

      —Henry, ¿qué haces tú por aquí?

      Esto no podía estar pasando…

      —Perdido. No encuentro una librería que me han recomendado y necesito el libro para una de mis clases. No paro de dar vueltas y vueltas, se me ha roto el paraguas y encima estoy empapado.

      “Pero guapo”, pensé. Yo parecía la superviviente de un naufragio.

      —Más de un año viviendo en Londres y sigo perdiéndome por todos sitios. Es muy patético. Pero nunca había vivido en una gran ciudad. Y tengo un pésimo sentido de la orientación.

      “Patético no, encantador”, me dije. “¡No lo hagas, ni se te ocurra invitarlo a tu casa con la excusa de un secador y un té caliente, no! ¡No lo hagas, Olivia! Juraste que…”.

      —Mi casa está ahí enfrente. Tengo secador y toallas.

      Demasiado tarde, allí estaba él, mirándome con sus ojazos verdes, como un cachorrillo, y no pude resistirme.

      —Ya sé dónde vives, Olivia —dijo con dulzura. Y me sostuvo la mirada.

      Claro que lo sabía. Qué estúpido comentario.

      —Pero no quiero molestar. Iré a alguna cafetería y esperaré a que cese la lluvia.

      —No es molestia —me apresuré a decir.

      Él dudo unos segundos, pero finalmente aceptó.

      —De acuerdo.

      Sin preguntarme, cogió mis bolsas de la compra y con la otra mano libre abrió su paraguas que, como había dicho, estaba roto.

      —Permíteme. Sé que está hecho un asco, pero al menos te cubrirá un poco.

      Era el colmo de la galantería, ya que yo llevaba capucha y él no y lo había colocado justo encima de mi cabeza. Nuestros hombros se rozaban y no nos miramos durante todo el camino. Mi casa estaba cerca, menos mal. Al abrir la puerta las llaves se me cayeron al suelo debido a que tenía las manos chorreando. Henry las cogió y me las dio. Al levantarse casi se le caen las gafas al suelo.

      —Gracias.

      —De nada —dijo con una sonrisa, y se limpió los cristales de las gafas con la camisa. Era tan educado, torpe y bello como Clark Kent, solo que sin poderes ocultos.

      Mientras Henry O´Donnell estaba en mi baño secándose el pelo con mi secador puse la tetera a hervir e intenté adecentarme un poco. Me recogí el pelo en una coleta y me puse ropa seca. Coloqué su camisa junto al radiador y asegurándome de que él no salía del baño, la agarré un momento y me perdí en su aroma. Definitivamente, no estaba en mis cabales. Falta de sueño, embarazada —aunque no confirmado por mi ginecóloga, era casi una certeza— y todavía con cicatrices por mi divorcio.

      Al cabo de un rato Henry apareció en el salón en camiseta blanca interior, inconsciente de su enorme atractivo. Rápidamente le pasé una manta del sofá. La tentación era demasiado fuerte.

      —¿Cómo te va todo? —preguntó, dando un sorbo a la taza de té.

      —Bien, mucho trabajo. Además, la nueva novela me tiene ocupada los fines de semana —mentí, apenas escribía.

      —Lo sé, ya no vienes por el pub. ¿Me dejarás leerla?

      —Por СКАЧАТЬ