Dame un respiro. Clara Núñez
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Название: Dame un respiro

Автор: Clara Núñez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750118

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СКАЧАТЬ pesar de que llovía tuve que salir a la calle a comprar los ingredientes para la lasaña. Mi nevera estaba vacía. Solo había medio cartón de leche, dos yogures y un trozo de queso gruyer con pinta sospechosa. En la despensa: un paquete de porridge y un bote de Marmite que compré cuando mis padres me visitaron la primera vez y que jamás había vuelto a abrirse. Mi padre era uno de esos ingleses de pura cepa que siempre se toman una tostada con Marmite por las mañanas. Yo jamás he entendido cómo hay gente a la que le gusta ese engrudo con sabor a alquitrán. Pero los ingleses somos un poco así. Una peculiar mezcla entre lo rancio y tradicional y lo ultramoderno. Y Londres era igual. Pasabas de los rascacielos de La City y jóvenes trajeados a toparte con una viejísima pero entrañable cottage donde un señor de ochenta años cuida su jardín.

      Hice una parada en la tienda paquistaní del final de la calle y le compré un par de latitas gourmet a Darcy. Tal y como lo había ignorado durante más de una semana debido a mi constante estado de pánico se merecía los mayores mimos. Aquella iba a ser nuestra noche, los dos solos disfrutando de una sesión larga de manta y la serie de Orgullo y Prejuicio de la BBC, donde rebobinaría doscientas veces para ver a Colin Firth salir empapado del lago.

      Agarré las llaves antes de salir de casa y mi segunda reacción fue abrir el cajón de la cómoda del salón y sacar mis guantes y mi gorro de lana de color turquesa. Pero entonces recordé lo que había también en ese cajón y mi estómago se llenó de una especie de líquido espeso y grisáceo, como cemento. Fui a mi dormitorio y agarré otro juego de guantes y gorro que me había comprado mi madre la Navidad anterior. No me gustaban porque eran terriblemente infantiles, con lazos adornados con diamantes de imitación. Pero me los puse a regañadientes.

      El primer sentimiento que a uno le viene a la mente cuando le hablan de un divorcio es la tristeza. Pero no es eso. Es algo mucho peor. Es el sentimiento del más absoluto fracaso. Tu mente no puede asimilar que has pasado diez o quince años de tu vida con alguien que estaba destinado a ser un agujero en tu álbum de fotos. Y lo que más te duele es que esa persona forma parte de tu vida, de momentos muy importantes, y los recuerdos no se pueden borrar. Entonces te encuentras frente a un dilema. ¿Era feliz de verdad o era solo una quimera? ¿Viví todos esos años una mentira? ¿Era yo la única enamorada en esa relación? Y lo más corrosivo de todo, la pregunta que se repite en tu cerebro noche tras noche tras noche al meterte en la cama: ¿Cómo pude estar tan ciega? ¿Cómo soy tan lista para unas cosas y tan estúpida para otras?

      Lo primero que hice cuando me separé del Innombrable fue algo infantil y universal: tirar todas sus cosas. Estaba atravesando la fase uno: la ira. Pero no solo eso, también decidí deshacerme de todas las cosas que me recordaban a él, que me di cuenta de que eran casi todas. Incluido un feo imán con forma de nutria de una gasolinera que le dieron a Daniel por repostar allí y que yo le robé de la guantera para recordar nuestra primera cita. Yo tenía veintiocho años y él treinta y cuatro. Su aspecto algo descuidado, de chico rebelde, su risa y lengua mordaz me cautivaron enseguida. Daniel era un seductor nato. Pero lo hacía sin descaro, con pequeños detalles, para que casi no te dieras cuenta de que ibas cayendo en sus redes. Y que hubiera puesto sus ojos en mí, teniendo una fila de veinteañeras suspirando por él, le dio un chute a mi autoestima de antigua adolescente gordita.

      Aquel día no fuimos a ningún lugar bonito ni romántico. Pero yo estaba tan atontada mirando sus ojos negros que no me importaba ver pandillas de adolescentes pasándose porros o caminar por túneles subterráneos llenos de grafitis, porque Daniel sujetaba mi mano con fuerza. Hice unas cuantas fotografías con mi Polaroid y luego fuimos a por unos kebabs. Los comimos en el coche y Daniel puso una emisora nostálgica para treintañeros. Se quitó la chupa de cuero y me inundó su olor, masculino e intenso. Entonces, me atrajo hacia él. Yo noté la calidez de su cuello y su barba de dos días me hacía cosquillas en la mejilla. Fue el mejor beso que me habían dado en toda mi vida. Y ese fue el momento. Justo ese momento. Dejé de pensar con claridad y todo mi mundo empezó a girar en torno a Daniel Larkin.

      Al poco de mudarme a Notting Hill, Sharon me visitaba con regularidad. Tenía miedo de que no me alimentara bien. Siempre venía con exquisiteces de Marks and Spencer y alguna estrafalaria prenda de ropa de Camden para animarme. Ropa que yo jamás me ponía, por supuesto.

      Una tarde me tocaba colocar los libros en las estanterías del salón y Sharon me ayudó, sin parar de pedirme libros prestados, cuanto más profundos y gordos, mejor —que nunca se leía, pero yo siempre se los dejaba—. Al cabo de dos horas de trabajo mecánico Sharon sugirió ir a cenar al pub del Soho, con Jason, Ingrid y los demás. En el bolso rosa de peluche llevaba dos libros míos y el hombro derecho se le caía hacia abajo por el peso. Mi amiga era muy menuda y el novelón de dos tomos de Los Miserables pesaba mucho más que ella.

      —Oli, sabes que estamos a menos ocho grados, ¿verdad? —me preguntó mi mejor amiga al verme salir sin guantes y sin gorro. Algo que yo jamás haría.

      Ella llevaba su minifalda de quinceañera, esta vez una de cuadros escoceses, pero unos gruesos guantes de lana y un gracioso gorro de lana de colores con una borla en la punta.

      —¿Y tu gorro y tus guantes? —dijo con esa mirada maternal que últimamente me dedicaba.

      —No puedo cogerlos —respondí sin mirarla.

      Sharon se cruzó de brazos.

      —Están guardados en un cajón que no puedo abrir, ¿de acuerdo?

      Mi amiga me miró con interés.

      —¿Por qué? ¿Está roto?

      —No, simplemente no puedo abrirlo —le respondí entre dientes y a punto de mandarla a hacer puñetas. Pero me obligué a no enfadarme porque me había estado ayudando a quitarles el polvo a los libros toda la tarde de aquel domingo lluvioso en lugar de estar en el sofá con su novia viendo películas bajo la misma manta.

      —Entiendo… —dijo con una sonrisa irónica.

      Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Darcy enseguida apareció, bostezando, intuyendo que yo no me encontraba bien. Sharon se sentó al lado y mi gato se subió sobre ella, buscando atención.

      —Hay algo en él que no quiero ver y cada vez que lo abro me hace sentir mal. Es un libro y una pulsera que me regaló Daniel en nuestra luna de miel. Los guardé allí el día de la mudanza y no los he vuelto a sacar. Están dentro de una bolsa, pero aun así no puedo ni mirar la bolsa. Debes pensar que estoy loca.

      —Para nada. Tiene mucho sentido —dijo mi amiga encendiendo un cigarro.

      La lluvia se hizo más intensa y se veía a varias personas pasar por la calle tapándose con periódicos o refugiándose en los portales. Los domingos lluviosos Daniel y yo solíamos ver películas antiguas y pedir comida china.

      Hice un gran esfuerzo por no llorar.

      —Sé que debería sacar la bolsa y tirarla o regalarla. Pero el día que la mire y no sienta que me quedo sin aire significará que lo he superado. Es como la prueba de oro definitiva.

      Sharon dio una gran calada al cigarro y se cruzó de piernas. Llevaba una pequeña carrera en las medias verdes.

      —Yo tiré una aspiradora de cuatrocientas libras. Mi novia por esa época, Carmen, la pintora exheroinómana portuguesa, me acompañó a comprarla cuando vino a Londres a verme, porque yo no entiendo mucho de aparatos, ya lo sabes. La llevó a mi casa en coche. Y esa noche fue la primera noche que… bueno… Ya sabes.

      La mirada de mi mejor amiga se perdió en un lugar remoto de su mente. Entonces supe que las relaciones pasadas se superan, pero jamás se olvidan. Yo superaría СКАЧАТЬ