Dame un respiro. Clara Núñez
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Название: Dame un respiro

Автор: Clara Núñez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750118

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СКАЧАТЬ me dolía admitirlo, ansiaba que se marchara ya para poder regodearme en mi miseria, a solas y sin público.

      —Bien. Está decorando la casa de una cantante de jazz que acaba de comprarse un loft en Camden.

      Ingrid Larsson era la novia de Sharon y amiga mía también. Era sueca, rubia, alta y esbelta como una vikinga. Irónicamente se había educado en el colegio católico de Santa Ana. Así que Sharon solía decir que siempre estuvieron destinadas a encontrarse. Eran la pareja perfecta. Ingrid era pulcra, ordenada y discreta, y enseguida se sintió atraída por el temperamento espontáneo y el cabello rojizo e indómito de Sharon. Eran inseparables.

      Darcy se acercó a Sharon enrollándose entre sus piernas. Ella lo cogió y lo acarició. Yo seguía fregando la torre de Pisa del fregadero.

      —¿Por qué te has vuelto tan reservada, Oli? Antes no eras así. Bueno, siempre has sido bastante comedida, pero soy tu mejor amiga. ¿Ya no confías en mí? ¿He hecho algo que te haya molestado?

      —No has hecho nada, Sharon.

      Intenté calmarme y pensar que dentro de poco estaría sola en mi apartamento con Darcy y ella se habría ido. No quería enfadarme con Sharon, pero llevaba diez días durmiendo cuatro horas desde que tuve el retraso en el período —nunca se me retrasaba—, comiendo de mala manera y con los nervios de punta. Se me olvidaba cambiarle la arena a Darcy, recoger la ropa de la tintorería e iba a dar clase con combinaciones que rayaban lo horripilante. Por suerte, mis alumnos estaban más concentrados en las ironías del señor Rochester que en mis pantalones rojos y camisa verde pistacho.

      —Yo siempre te he contado todos los detalles escabrosos de mi vida sexual… —continuó para hacerme reír.

      Me quité el cursi delantal de gatos y flores, regalo de mi madre, y me acerqué a ella. Darcy saltó de su regazo. Podía percibir mi ira a kilómetros.

      —Pues tal vez no deberías hacerlo, Sharon. No todos tenemos la necesidad imperiosa de contar nuestras intimidades a todo el mundo como haces tú. Conoces a alguien en un pub y a los cinco minutos ya les has contado cuándo tuviste tu primera regla.

      En el mismo instante en que terminé aquella frase me arrepentí. Sharon se levantó del sofá y cogió su bolso de flecos y su llamativo abrigo de pelo sintético de color rosa.

      —Tengo que irme. Ingrid me espera para una cena romántica —dijo mientras abría la puerta. Luego se giró—. Perdón, había olvidado que mi vida personal te importa un pimiento.

      Y cerró de un portazo.

      Mi amiga era tan despreocupada que a veces olvidaba que tenía sentimientos. La había ofendido. Me odiaba a mí misma. Estuve a punto de salir corriendo tras ella, pero no lo hice. “Mañana le haré un plum cake y se lo llevaré a primera hora”. Y con ello, olvidé el tema.

      A pesar de que no era ni mediodía abrí una botella de vino blanco y me serví una copa. La miré durante unos segundos y finalmente tiré el contenido al fregadero. Aún no había decidido lo que iba a hacer con… bueno… con la alubia, como la había llamado Sharon.

      Intenté escribir, pero no pude. Seis años atrás había publicado una novela de gran éxito, El pelo de la Barbie no crece. Mi primera y única novela hasta la fecha. Unas memorias adolescentes más o menos autobiográficas que habían sido número uno en las críticas del Times y The Guardian, y sorprendentemente para mí había sido un gran éxito de ventas tanto en el público joven como en el adulto. Lo escribí cuando aún estaba casada. Con las ganancias de los primeros años compré la casa de Notting Hill para Daniel y para mí.

      Aquel verano yo paseaba por el barrio después de hacer unas compras. Bajé por Ladbroke Road. Los cantos góspel de la pequeña parroquia que había en la esquina se escuchaban desde la calle. La comunidad que allí se reunía era mayoritariamente negra. Las mujeres se vestían con ropas muy elegantes y coloridas, y por las noches iluminaban la fachada de violeta, dándole un aspecto muy neoyorkino. Más abajo me encontré con un albergue para estudiantes y mochileros, la mayoría jóvenes recién llegados a Londres que vienen a buscarse la vida. Eso era lo más que gustaba de Notting Hill, que vivía mucha gente diversa.

      Caminé hasta el final de la calle, donde descubrí el coqueto pub Ladbroke Arms, cuya terraza siempre estaba abarrotada a esas horas —y que más adelante se convirtió en un segundo hogar para mi grupo de amigos— y crucé hasta llegar a una zona muy tranquila de casas elegantes con cuidados jardines y gatos caseros bien alimentados. La calle estaba en pendiente, por lo que aquella exclusiva zona residencial pasaba desapercibida a simple vista. Apenas se oía el ruido del tráfico de Holland Park porque los jardines privados amortiguaban el sonido. Era un pequeño pueblecito en mitad de Londres.

      En cuanto vi el letrero de Se vende me enamoré. Una encantadora casa victoriana de tres plantas, con enredaderas, buhardilla y jardín. Hyde Park estaba solo a diez minutos a pie —donde podríamos ir con los niños—, había varias guarderías y la zona comercial estaba muy cerca. ¡Dios mío! ¡Si hasta teníamos una comisaría de policía al lado! Concluí que era el sitio ideal para vivir. Entré e hice una oferta al dueño, aunque sabía que era un arrebato que lamentaría al llegar a casa. Era el lugar perfecto para formar una familia. Los niños jugarían en el jardín, yo escribiría en la buhardilla y Daniel podría tener su guarida masculina en el sótano para ver el fútbol con sus amigos. Necesitaba algunas reformas, pero no importaba. En el fondo compré esa casa en un intento desesperado por salvar mi matrimonio. Me aferré a la idea de que un precioso y cálido hogar resolvería los problemas que ya teníamos como pareja.

      A Daniel no le sentó nada bien aquella sorpresa. El que yo hubiera pagado la entrada de la casa sin su permiso y con mi dinero era una ofensa para su masculinidad. Pero acabó aceptando a regañadientes. Mientras los obreros hacían las reformas en la casa y arreglaban tuberías y goteras, las auténticas goteras de mi matrimonio crecían, hasta que la casa quedó perfecta y mi matrimonio en ruinas.

      Cuando una relación no funciona, no funciona. Aunque te vayas de viaje a París o compres una casa de cuento de hadas.

      Pero es muy fácil engañarse a una misma.

      Acabé pagando yo sola la hipoteca. Ya que la idea de comprar la casa fue mía, la abogada de Daniel se mostró inflexible en eso. Tras las reformas la casa quedó preciosa y me dio pena ponerla a la venta. Así que acabé mudándome sola allí, sin marido y sin hijos. Con mis plantas, mi máquina de escribir y un armario y una cama de matrimonio demasiado grandes para una soltera.

      Desde entonces había intentado escribir varias cosas, pero no terminaba ninguna. Ahora llevaba unas doscientas páginas de una nueva novela que sabía que terminaría abandonando.

      Sé que lo de escritora suena muy romántico y bohemio. ¿Qué escritor no ha oído alguna vez “¡A ver cuándo me pasas algo tuyo! ¡Me encantaría leerlo!”? En todos los años que llevo escribiendo no recuerdo una sola vez que alguien se haya leído una sola página de algo que le haya enviado. Bueno, quizás una página. Pero oye, que no pasa nada. Con el tiempo dejas de sentirte herida en tu ego de artista.

      Como escribir me daba vértigo decidí limpiar la casa. Restregué con tanto ahínco una mancha de vino tinto del parqué del salón que dejé un círculo más claro que el resto. Por suerte tenía varias alfombras —regalos de mi madre, todas en distintos tonos fucsias— con las que tapar aquel desastre. Esa noche necesitaba tranquilidad por encima de todo. Una lasaña casera y una buena película. Desconectaría el teléfono y me tumbaría en el sofá. Como decía Escarlata O´Hara: “Después de todo, mañana será otro día”.

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