El huésped. Sok-yong Hwang
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Название: El huésped

Автор: Sok-yong Hwang

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640165

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СКАЧАТЬ nunca decía “tu cuñada” o “mi mujer”.

      —Hermano mayor, en estos días no ha ido al rito, ¿verdad?

      —Oye, no hables de eso. No me gusta ese ambiente de reunión amistosa. Allí la gente celebra el rito de manera superficial, y después de haber comido a gusto y tomado té en el templo, casi siempre compiten sus vanidades.

      —Es el estilo de aquí. ¿Reza usted?

      —Claro que sí. Todos los días rezo y leo la Biblia.

      —Muy bien. Hace poco estuve de visita en la casa de un feligrés y hoy celebraremos el rito en casa de usted.

      —¿Has traído la Biblia y el himnario?

      —Voy a traerlos de mi coche.

      —Déjalos. Está bien. Tengo varios. Los de la señora de Ansong y los de mis hijos.

      Empezaron a celebrar el rito. Yosop abrió la Biblia y leyó un fragmento de “Regocijo de Pablo al arrepentirse los corintios”:

      Ahora me gozo, no porque hayáis sido entristecidos, sino porque fuisteis entristecidos por el arrepentimiento, porque habéis sido entristecidos por Dios, para que ninguna pérdida padecierais por nuestra parte. La tristeza, según Dios, produce el arrepentimiento para la salvación, de lo cual no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce la muerte. El hecho de que hayáis sido entristecidos por Dios, ¡qué preocupación produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto.

      Yosop predicó, esforzándose en ignorar la presencia de su hermano delante de él:

      —Salimos del pueblo natal hace 40 años. Pasaron muchas desgracias, pero el objetivo de la partida de nuestra familia fue ubicar un nuevo lugar donde construir una nación con fe en Dios. En aquellos tiempos nuestra patria estaba en guerra. Fallecieron muchos inocentes. Para sobrevivir mataron y fueron muertos. Moisés predica en el Deuteronomio cómo conseguir la victoria a través de los Mandamientos, al mismo tiempo que nos recuerda la promesa que hicieron los ancestros acerca de la tierra de Canaán. Jehová destruye así a los principales enemigos de Dios. Ha ordenado que los destruyamos sin considerar si son pobres y sin hacer ninguna promesa, pero Jesús nos ha enseñado el amor y la paz. Te decimos de nuevo que aquellos que ocupan nuestra tierra natal también tienen el mismo espíritu que nosotros. Tenemos que arrepentirnos primero.

      Parecía que el hermano mayor, puesta la lupa en la cara y cabizbajo, aguantaba muy bien con la Biblia abierta en las manos. Yosop habló de la paz en la vejez y de lo que tenía que hacer para superar la soledad.

      —Pues… cantemos un himno.

      Yohan cortó sin aguantar más los masculleos de su hermano. La voz de éste todavía se mantenía clara y llena de fuerza:

      Dios es nuestro amparo y fortaleza,

      nuestro auxilio en la tribulación.

      No tememos aunque la tierra se mueva,

      aunque los montes caigan al mar,

      aunque sus aguas bramen airadas

      y los montes tiemblen con mucho furor.

      Ríos, load la ciudad de Dios,

      santuario y morada del Altísimo.

      Dios está en ella; no será movida.

      Dios la protegerá al amanecer.

      Yohan rezó la última plegaria y no comentó nada sobre el viaje de su hermano menor. Pese a ello, se refirió a la salud de los sobrinos, de su cuñada y de su hermano menor; añadió insólitamente una oración:

      —Admitid el espíritu de mi mujer fallecida, de Daniel y de mis hijas, y hacedme verlos en aquel cielo donde están. Te rogamos en nombre de Jesús. Amén.

      Los dos hermanos terminaron así la plegaria de visita.

      Por ser la hora de la cena, olía a ramas de pino verde quemadas y el humo impregnaba las tejas de las chozas de la aldea y hasta el bosque de alisos posterior. El cielo todavía tenía un poco de resplandor blanquiazul; sin embargo, los alrededores ya estaban oscuros. Yo estaba de pie arreglándome los pantalones en el baño junto a la puerta lateral de la casa. Veía las ramas de los manzanos pequeños y medianos en la huerta, delante de la cual había una parcela de coles chinas. Un chico corría diametralmente saltando entre los surcos de la parcela hacia la huerta. Saltó una vez más un surco, quizá pisó coles enterradas que iban a convertirse en alimento en invierno.

      —Oye, ¿quién eres tú?

      —¿Yo…?

      —Ah, eres Yosop. Ven aquí —me acerqué lentamente hacia donde resonó la voz de mi hermano menor—. Date vuelta, ¿qué bulto llevas ahí?

      Se lo arrebaté de las manos y lo abrí. En una calabaza no muy grande se veía arroz blanco puesto en un cuenco, col fermentada y salada, y otro cuenco pequeño que contenía salsa de soya.

      —He traído esto para comer con mis amigos con los que voy a jugar.

      —Canalla. Dime la verdad. ¿Para quién es?

      —Hermano, esto es un secreto entre nosotros. Prométeme que vas a guardarlo.

      Cuando mi hermano me visitó y mencionó Chansemgol, al principio no recordé nada. A ver… ¿Dónde estaba esa aldea llamada Chansemgol? Pude recordarla después de que mi hermano se volteó, dejando en mis oídos su proposición: vamos a celebrar el rito, vamos a reflexionar, todavía están las almas de los rojos. Es decir, me acordé súbitamente de los muertos de la aldea. Entre ellos, se me apareció con claridad la cara de Ilang. Tenía la misma cara de aquellos tiempos: de 40 años. Si aún viviera, ahora tendría más de 80. Lo capturé y llevé al centro del pueblo, enganchada su nariz con un cable de teléfono.

      Por encima de la pantalla negra del televisor apagado aparecía la figura del japonés Ichiro. Su rostro era el que tenía cuando lentamente volvió en sí, después de caer desmayado por mi golpazo con la azada en la cabeza. Recibió el golpe en la sien, justamente encima de la oreja; sin embargo, despertó del desmayo. Al ver esto, pensé que Ichiro tenía mucha fuerza ya desde su nacimiento. Con los ojos perdidos se sentó en el suelo y movió despacio su cuerpo, como si su cabeza pesase mucho.

      —¡Levántate, hijo de puta!

      —Tú, hijo de la gran puta, ¿creías que después de haber saqueado esta aldea serías su comendador por miles de años?

      Iba a tirar del gatillo, pero los niños me lo impidieron diciéndome que tenía que llevarlo al centro del pueblo para la inspección. Por eso les dije que lo levantaran de las axilas. Y el hombre, levantándose rápido y fácilmente, masculló:

      —Cree en el dios de Corea.

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