Cartas a Thyrsá. La isla. Ricardo Reina Martel
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Название: Cartas a Thyrsá. La isla

Автор: Ricardo Reina Martel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro

isbn: 9788417334307

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СКАЧАТЬ caía salvajada, de aquí para allá. Le pellizcaba y sacaba los colores, a esas mejillas protuberantes que le otorgaban cierta comicidad. Jugábamos a desafiarnos y a ver quién era capaz, de mantener por más tiempo la mirada puesta en el otro, sin cerrar ni mover las pestañas. Compitiendo y enfrentándome a los ojos del abuelo que eran capaces de calmar cualquier tempestad. Dicha asociación y complicidad, me llevaban hacia una entrega y confidencialidad como jamás sintiera por nadie. El abuelo parecía a veces un búho, se mantenía en silencio mirándolo todo con una curiosidad que me exasperaba. No solía mencionar palabra alguna, sobre su país de procedencia ni sobre la lejana Casalún. Teniendo que rogarle una y otra vez, referencias sobre el enigmático lugar en el que residía mi hermana.

      Con la reparación del horno, se sumó una nueva afición por el dulce y los pasteles, enseñándome a decorar huevos de oca, con pigmentos extraídos de las plantas y resinas de los árboles. Entusiasmada con esa nueva tarea, me entregué de lleno a ella, pasando horas enteras concentrada en el arte de la ornamentación. En primer lugar seleccionaba los huevos, limpiando con esmero su cáscara, hasta obtener un blanco reluciente. Luego los cocía en agua con un poco de sal y con sumo cuidado de que no se agrietasen, enfriándolos a continuación, bajo el caño de agua fría.

      Disfrutaba de lo lindo, entre el desaliñado arsenal de resinas, olores y pinceles en que se había convertido el comedor de casa. Una vez absortos en la tarea, el abuelo intentaba explicarme, con su piadosa paciencia, el significado más profundo de cuanto hacíamos. Aunque también es cierto, que mi inquietud y nerviosismo, propios de la edad, lo hacían exasperar hasta el infinito; por lo que acababa retirándose tras nuestro mutuo y habitual ataque de histeria, dándose al fin por vencido de tan infructuosa tarea. Seguidamente, recostaba su cabeza sobre el diván, dejándola caer exhausto y siendo esta mi señal de victoria. Entonces me lanzaba mojando pinceles sin ton ni son, coloreando los huevos desahogadamente, sin esquema ni precisión alguna.

      Los jueves aprovechábamos para vender la elaboración semanal en el mercado, aunque el abuelo, por más que le suplicase, se negaba siempre a acompañarme. Su presencia en la comarca, supuso una verdadera revolución en la aldea, levantando el interés general en una población aburrida y bastante indiscreta, todo hay que decirlo.

      El abuelo jamás se encontraba en casa cuando despertaba, nunca supe hacia dónde se dirigía. La mayor parte de las veces, no regresaba hasta pasada la hora del almuerzo, y tras tomar algo, descansaba un buen rato encerrándose en su habitación, mientras le aguardaba junto a la ventana, remendando ropa o simplemente observando los árboles y la lluvia. Ya entrada la tarde, cuando despertaba, tomábamos algún dulce y si el tiempo acompañaba; bajábamos hasta las ruinas, visitando el corral y la tumba de la yaya. Conversábamos de lo lindo, y yo me entregaba a él sin reservas, cada deseo y cada pensamiento lo ponía en mi boca, sin miedo ni temor a ser censurada.

      Así fue sucediendo el primer año de nuestra particular relación, yo fui haciéndome más mujer cada día que pasaba y él más cauto y preservado. Cierto día manifesté el deseo de ir a Casalún, quería salir del altozano y la reclusión que suponía vivir al final de un camino que no llevaba a ningún lugar. Entonces su rostro se transfiguró en desconcierto, viendo algo en mí que hasta entonces le había pasado inadvertido y desde ese instante, noté que se volvía aún más meditabundo si cabe. Curiosamente pasé de la entrega sin reservas, a una retirada y repliegue de mi intimidad. Le espiaba intrigada, intentando averiguar los secretos que ocultaba el hombre con quien compartía mi vida y que en suma, me era un auténtico desconocido.

      Las astas del rey

      Cierta tarde y recién entrada la primavera, el abuelo me enseñó a cocinar unos pastelillos, pidiéndome a continuación que los llevase al mercado, a la jornada siguiente. Les llamó «las astas de rey» recuerdo como pasamos una tarde divertida, dando forma a una masa crujiente de almendras que habíamos preparado. Ya había pasado más de un año, desde la llegada del abuelo. Su presencia había conseguido pasar a un segundo plano la figura de padre. Del que por cierto no volví a tener noticias, ni tampoco las echaba en falta.

      Tenía catorce años recién cumplidos, era un día de mercado a principios de primavera, cuando le vi por primera vez. Vestía pantalones rojos y una amplia camisa amarilla que le colgaba por fuera. Se quedó observándome por encima del tenderete, permaneciendo detenido, absorto delante de mí… y en cuanto coincidía nuestra mirada, este la desviaba apresuradamente. Decidida y sin mediar palabra alguna, cedí al impulso de ofrecerle un pastelillo. Desde ese momento algo irrumpió súbitamente, una novedosa sensación que envolvió todo mi ser, saturándome de un apasionamiento que prevalecía, ante todo cuanto había conocido.

      Cada nuevo día de mercado esperaba con desazón, la vuelta del joven de camisa amarilla y pelo despeinado; sumergiéndome de lleno en este misterioso descubrimiento que significa la confluencia y el contacto.

      Así se dio el comienzo de mi historia de amor y puede que la única pasión indiscutible de mi vida. En ese mercado se inició una batalla, cuya encrucijada final consistió en el intento de unión, con el hombre que he amado durante toda mi vida. Comenzamos cruzando pequeñas palabras en principio, para pasar posteriormente a una mutua y correspondida entrega de obsequios que recopilábamos durante la semana. No debí disimular mucho mi estado de exaltación y contento, ya que el abuelo descubrió mi secreto pidiéndome que invitase a mi misterioso amigo a casa, si era ese mi deseo.

      Así que en cuanto tuve oportunidad, le propuse que se acercase una tarde a merendar, y él aceptó, limitándose a hacer un gesto nervioso que en principio no sabía si tomarlo como afirmación o negativa. Entonces una señora hermosísima, como salida de una fábula le zarandeó por los hombros. Su belleza superaba cuanto había conocido, vestía una túnica verde que resaltaba sobre la muchedumbre de la plaza y entonces, fui yo quien no se atrevió a levantar la mirada. Avergonzada le ofrecí mi mano inclinándome, y ella… salvando el carromato, me envolvió entre sus brazos.

      —¿Cómo te encuentras Thyrsá? —sin responderle, me limité a saludarla con un ligero gesto, inclinando mi cabeza en señal afirmativa.

      —¿Usted es de Casalún, verdad que sí? —Esta se sorprendió ante mi pregunta—. ¿Y Celeste? ¿Conoce usted a mi hermana, verdad? —pregunté con un hilo de voz.

      —Precisamente se encuentra en Casalún, aprendiendo mucho, hija —contestó la dama—. No debes preocuparte por ella, es feliz. Nos vemos pronto Thyrsá, ahora tenemos prisa, hemos de volver a casa y el tiempo parece que no acompaña. —Dándose media vuelta la dama, se perdió entre el gentío.

      Algún día seré como ella, me dije mientras la observaba marcharse, bajo una suave e inesperada llovizna. Lo recuerdo como si fuese hoy, impresionada tras el encuentro, llegué a la conclusión de que aún no había visto nada, manteniéndome vegetando como una hiedra más de las ruinas de Vania. Los bosques de Hersia se me hicieron pequeños, el mundo había vuelto a girar abriendo sus fronteras. Con verdadera ilusión aguardé mi primera cita, diseñando mi ropa y decorando la casa con flores y hojas balsámicas del bosque. Limpié con verdadero ahínco la casita del altozano, mi morada debería de convertirse en un palacio limpio y transparente como el cristal.

      Cabalgando sobre un precioso potrillo blanco, hizo aparición por el camino que llegaba desde Jissiel, reluciendo bajo los primeros rayos СКАЧАТЬ