Название: Obras de Jack London
Автор: Jack London
Издательство: Ingram
Жанр: Исторические приключения
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377178
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Porque ellos se habían convertido en un problema el uno para el otro. El simple aire que aspiraba cada uno era un desafío para el otro. El odio que sentían los unía de una forma que el amor nunca conseguiría. Leclère estaba decidido a esperar el día en que Bâtard decayera en su ánimo y se agazapara y lamentara a sus pies. Y en cuanto a Bâtard, Leclère bien sabía lo que pasaba por la mente de Bâtard, y lo había leído con tal claridad que cuando Bâtard estaba a su espalda, no dejaba de echar una mirada hacia atrás. Los hombres se extrañaron cuando Leclère rechazó una gran cantidad de dinero por el perro.
-Algún día lo matarás y no valdrá nada -le dijo John Hamlin en cierta ocasión que Bâtard yacía jadeando en la nieve, donde Leclère lo había lanzado de un puntapié y nadie sabía si tenía las costillas rotas ni se atrevían a comprobarlo.
-Eso -decía Leclère, cortante-, eso es asunto mío, M'sieu.
Y los hombres se quedaban maravillados de que Bâtard no se escapara. No lo entendían. Pero Leclère sí lo entendía. Él era un hombre que vivía gran parte del tiempo al aire libre, más allá del sonido de la voz humana y había aprendido a reconocer el lenguaje del viento y de la tormenta, el suspiro de la noche, el susurro del amanecer, el estruendo del día. De una forma confusa oía el crecer de las plantas, el fluir de la savia, el nacimiento de la flor. Y conocía el sutil lenguaje de las cosas que se mueven: el conejo en su madriguera, el siniestro cuervo con su sordo batir de alas, el arrastre del oso bajo la luna, el deslizar del lobo como una sombra gris, entre el crepúsculo y la oscuridad. Para él, el lenguaje de Bâtard era claro y directo. Sabía muy bien por qué Bâtard no se escapaba, y por eso miraba hacia atrás con tanta frecuencia.
Cuando Bâtard estaba enfadado no resultaba agradable mirarle, y en más de una ocasión en que había saltado al cuello de Leclère terminó postrado en la nieve, estremeciéndose y sin sentido, tras el golpe del látigo, siempre a mano. Y así, Bâtard aprendió a esperar su oportunidad. Cuando su fuerza se desarrolló al máximo, en plena juventud, pensó que había llegado su hora. Tenía un ancho pecho, poderosos músculos, su tamaño era superior al corriente y el cuello, desde la cabeza a los hombros, era una masa de pelo erizado: por su aspecto físico era un perro lobo de pura raza. Leclère yacía dormido dentro de sus pieles cuando Bâtard creyó que había llegado el momento. Se deslizó hacia él a hurtadillas, con la cabeza pegada a la tierra y su única oreja hacia atrás, con el suave pisar de un felino. Bâtard respiraba quedamente, muy quedamente, y no levantó la cabeza hasta que lo tuvo al alcance de la mano. Paró un momento y miró hacia la garganta, recia y curtida, que, desnuda, mostraba sus venas y latía con un ritmo firme y regular. La baba comenzó a caer por sus colmillos y la lengua se deslizó hacia fuera, ante la vista, y en ese momento se acordó de la oreja que le colgaba, de los innumerables golpes e increíbles maldades, y sin hacer ningún ruido saltó sobre el hombre que dormía.
Leclère despertó con la punzada de los colmillos en su garganta, y como tenía todo el instinto de un animal, despertó totalmente despejado y con completa conciencia de lo que ocurría. Agarró la tráquea de Bâtard con ambas manos y salió rodando de las pieles que le cubrían para presionar con todo su peso. Pero miles de antepasados de Bâtard se habían aferrado a las gargantas de innumerables alces y caribús y los habían derribado, y él tenía la sabiduría de todos esos antepasados. Cuando todo el peso de Leclère cayó sobre él, metió sus patas traseras y clavó sus garras en el pecho y el abdomen del hombre, rasgando y abriéndose paso entre la piel y músculos. Y cuando sintió el peso del hombre combarse hacia arriba, se aferró al cuello del hombre, sacudiéndolo. Los otros perros de su equipo se acercaron, formando un círculo amenazador, y Bâtard, sin aliento y a punto de perder el sentido, comprendió que estaban ansiosos por echarle el diente. Pero lo que le importaba no era esto, sino el hombre que estaba encima de él, y siguió rasgando y clavando sus garras y sacudiendo el cuello al que se mantenía aferrado con todas sus fuerzas. Pero Leclère lo estrangulaba con las dos manos hasta que el pecho de Bâtard subía y bajaba, retorciéndose en busca del aire que se le negaba, y se le nublaron los ojos hasta perder la expresión, y las mandíbulas se aflojaron poco a poco y la lengua le asomó negra e hinchada.
-¿Qué, vale ya, demonio? -dijo Leclère entrecortadamente, con la boca y la garganta encharcadas en su propia sangre, al tiempo que apartaba de él al perro ya inconsciente.
Después, Leclère apartó con improperios a los otros perros que iban por Bâtard. Se abrieron en un círculo más amplio y se sentaron alerta sobre sus patas traseras, lamiéndose los labios y con todos los pelos del cuello erizados.
Bâtard se recuperó en seguida y a la voz de Leclère se puso en pie, tambaleándose y moviéndose débilmente hacia adelante y hacia atrás.
-¡Ah, eres un auténtico demonio! -farfulló Leclère-. ¡Ya te daré yo a ti! ¡Verás la paliza que te voy a dar! ¡Santo cielo!
Bâtard, sintiendo que el aire le quemaba como el alcohol sus exhaustos pulmones, se lanzó de lleno a la cara del hombre, y sus mandíbulas se cerraron sin presa, con un ruido metálico. Rodaron sobre la nieve una y otra vez, mientras Leclère lo golpeaba con sus puños como un loco. Luego se separaron, frente a frente, y avanzaron y retrocedieron en círculo el uno en torno al otro. Leclère pudo haber sacado su cuchillo. El rifle estaba a sus pies. Pero la bestia que en él había estaba alerta y rabiosa. Él lo haría con las manos y los dientes. Bâtard dio un salto, pero Leclère lo derribó con un golpe de su puño, cayó sobre él y clavó sus dientes en el hombro del perro hasta llegar al hueso. Era una escena salvaje en un escenario primitivo, como podría haber tenido lugar en el mundo salvaje de los primeros tiempos. Un claro abierto en un bosque sombrío, un círculo de perros mostrando sus dientes y en el centro dos bestias, unidas en el combate, atacándose y gruñendo, locamente enfurecidas, jadeantes, sollozando, maldiciendo, esforzándose, presos de una pasión salvaje, ansiosos por matar y rasgar, abrir jirones y clavar sus garras con primitiva brutalidad.
Pero Leclère agarró a Bâtard por detrás de la oreja, derribándolo de un puñetazo que por un instante le hizo perder el conocimiento. Después, Leclère saltó sobre él con sus pies, dando botes arriba y abajo, en su afán por clavarlo a tierra, hecho trizas. Bâtard tenía las dos patas traseras rotas antes de que Leclère parara para recuperar fuerzas.
-¡Ah, ah, ah! -gritaba, incapaz de articular palabra, y agitando su puño mientras sentía que no podía hacer uso de su laringe y su garganta.
Pero no era posible dominar a Bâtard. Allí yacía convulsionándose, sin amparo, con el labio levantado y retorcido en su intento de esbozar un gruñido para el que no tenía fuerzas. Leclère le dio una patada y las mandíbulas, cansadas, se cerraron sobre el tobillo sin poder rasgar la piel.
Entonces, Leclère levantó el látigo y se dispuso a hacerlo pedazos, gritando a cada golpe de látigo:
-¡Esta vez te voy a romper en pedazos! ¡Por los santos del cielo que lo voy a hacer!
Al final, exhausto y desfallecido por la pérdida de sangre, se plegó sobre sí mismo, cayendo junto a su víctima, y cuando los perros lobos se acercaron a tomarse la revancha, su último acto consciente fue arrastrarse y colocarse sobre Bâtard para protegerlo de los colmillos de éstos.
Esto ocurría no lejos de Sunrise, y el misionero, al abrirle la puerta a Leclère unas horas después, se sorprendió al observar la ausencia de Bâtard en el tiro de perros. Y no se sorprendió menos cuando Leclère levantó las pieles del trineo, recogió a Bâtard en sus brazos y cruzó el umbral, dando traspiés. Daba la casualidad de que el médico de McQuestion, СКАЧАТЬ