Obras de Jack London. Jack London
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Название: Obras de Jack London

Автор: Jack London

Издательство: Ingram

Жанр: Исторические приключения

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377178

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СКАЧАТЬ el más leve indicio de su existencia. No tenía idea de dónde se hallaba el norte, y había olvidado por qué camino había llegado hasta allí la noche anterior. Pero no se había perdido. De esto estaba seguro. Pronto llegaría a «la tierra de los palitos»: Intuía que ese lugar se hallaba hacia la izquierda, no muy lejos..., quizá al otro lado de la próxima colina.

      Volvió a liar el fardo para el viaje. Se aseguró de que aún tenía en su poder los tres paquetes de fósforos, aunque esta vez no se entretuvo en contarlos. Pero sí se detuvo dudoso a la vista de una bolsa rechoncha de piel de gacela. Se trataba de un saquito de reducidas dimensiones. Podía taparlo con las dos manos, pero sabía que pesaba unas quince libras (tanto como el resto del fardo), y eso le preocupaba. Al fin lo dejó a un lado y comenzó a liar el fardo. Se detuvo de nuevo a contemplar el saco de piel de gacela. Lo recogió con aire desafiante, como si aquella desolación tratara de arrebatárselo, y cuando se levantó para adentrarse en el día con paso vacilante, lo llevaba cargado a la espalda en el interior del fardo. Se dirigió hacia la izquierda, deteniéndose una y otra vez a comer bayas de pantano. El tobillo dislocado se le había entumecido y su cojera era más pronunciada que la del día anterior, pero el dolor que aquello le producía no era nada comparado con el que sentía en el estómago. Las punzadas del hambre eran agudas. Roían y roían hasta el punto en que ya no le permitieron concentrarse en qué camino seguir para llegar a «la tierra de los palitos». Las bayas de los pantanos no sólo no aplacaban su apetito, sino que con su sabor punzante le irritaban la lengua y el paladar.

      Llegó por fin a un valle donde la perdiz blanca se elevaba con aleteo estremecido sobre las rocas y los cenagales. «Quer, quer, quer...», graznaban. Arrojó piedras contra ellas, pero no logró alcanzarlas. Dejó el fardo en el suelo y se dispuso a cazarlas al acecho, como cazan los gatos a los ruiseñores. Las rocas abruptas fueron desgarrando sus pantalones hasta que fue dejando con las rodillas un rastro de sangre, pero aquel dolor se perdía en el dolor mayor que le causaba el hambre. Avanzó serpenteando sobre el musgo empapado; sus ropas se mojaron y se enfrió su cuerpo, pero tan grande era su ansia de comer que ni cayó en la cuenta. Y mientras tanto las perdices blancas seguían elevándose en el aire, hasta que su «quer, quer...» le sonó a burla, y las maldijo y les gritó en voz alta imitando su graznido.

      En una ocasión casi se arrastró sobre una perdiz que debía estar dormida. No la vio hasta que ésta levantó el vuelo de su escondrijo rocoso y le pegó en la cara con las alas. Tan asombrado como la propia perdiz, cerró la mano y en el interior del puño quedaron tres plumas de la cola del ave. Siguió su vuelo con la mirada, odiándola como si le hubiera hecho algo terrible. Luego retrocedió y se cargó el fardo a la espalda.

      Conforme el día avanzaba se adentró en valles y bajíos, donde la caza era más abundante. No muy lejos de él pasó una manada de unos veinte caribús tentadoramente a tiro. Sintió un deseo ciego de correr tras ellos y la certeza de que podía abatirlos. Un zorro negro se aproximó a él llevando entre los dientes una perdiz blanca. El hombre gritó. Fue un grito temible aquel, pero el zorro huyó de su lado sin soltar su presa.

      Más tarde, pasado el mediodía, siguió un arroyo lechoso de limo que corría entre juncales. Cogiendo los juncos con fuerza por la base logró arrancar algo semejante a un cebollino no más grande que la cabeza de un clavo. Era tierno, y sus dientes se hundieron en él con un crujido que prometía un sabor delicioso. Pero las fibras eran duras. Estaba compuesto, como las bayas, de filamentos saturados de agua, y, como aquéllas, no proporcionaba ningún alimento. Arrojó al suelo el fardo y se lanzó a cuatro patas sobre los juncos, mordiendo y rumiando como un bovino.

      Estaba muy cansado y a veces sentía la tentación de descansar, de echarse al suelo y dormir, pero seguía adelante acuciado más por el hambre que por el deseo de llegar a «la tierra de los palitos». Inspeccionó los charcos en busca de ranas y excavó la tierra con las uñas para encontrar gusanos, aunque sabía que en aquellas latitudes ya no había ni ranas ni gusanos.

      Buscó vanamente en todas las charcas de agua hasta que, cuando ya lo envolvía el largo crepúsculo, descubrió en una de ellas un diminuto pez solitario. Hundió el brazo en el agua hasta el hombro, pero el pez lo esquivó. Lo buscó con ambas manos y revolvió el barro lechoso que estaba depositado en el fondo. En su avidez cayó al agua, empapándose hasta la rodilla. Ahora la charca estaba demasiado turbia para poder ver el pez, y tuvo que esperar a que el barro volviera a sedimentarse.

      Continuó la búsqueda hasta que el agua se enturbió de nuevo. Pero esta vez ya no pudo esperar más. Desató del fardo el cubo de estaño y comenzó a achicar el agua, salvajemente al principio, salpicándose la ropa y arrojando el agua a tan poca distancia que volvía a vertirse en la charca; más cautelosamente después, pugnando por dominarse, aunque el corazón le saltaba en el pecho y las manos le temblaban. Al cabo de media hora la charca estaba casi seca. No quedaría más de un tazón de agua. Pero el pez había desaparecido. Entre las piedras halló un pequeño orificio por el que éste había escapado a una charca contigua y más grande, una charca que no podría desecar ni en un día y una noche. Si hubiera sabido de la existencia de ese orificio lo habría tapado con una piedra y el pez habría sido suyo.

      Mientras esto pensaba se incorporó para derrumbarse después sobre la tierra húmeda, y allí lloró, silenciosamente primero, para su capote, y luego en alta voz, para la desolación despiadada que se extendía en torno a él. Durante largo tiempo lo sacudieron sollozos profundos y sin lágrimas.

      Hizo después una hoguera, bebió un poco de agua hirviendo para calentarse y acampó sobre una roca del mismo modo que lo había hecho la noche anterior. Lo último que hizo aquel día fue comprobar si los fósforos estaban secos y dar cuerda al reloj. Las mantas estaban húmedas y viscosas. El tobillo le latía de dolor. Pero él sólo sentía el hambre, y en su dormir inquieto soñó con festines y banquetes y con manjares servidos y aderezados de todas las formas imaginables.

      Despertó helado y enfermo. No había sol. El gris del cielo y de la tierra era ahora más intenso, más profundo. Soplaba un viento crudo y los primeros copos de nieve blanquearon las crestas de las colinas. El aire se fue haciendo más espeso y blanquecino, mientras él encendía una hoguera en que puso a hervir más agua. Era una nieve blanda, mitad agua, y los copos eran grandes y acuosos. Al principio se derretían tan pronto como entraban en contacto con la tierra, pero pronto comenzaron a caer en mayor cantidad y cubrieron el suelo, apagaron la hoguera y mojaron sus provisiones de musgo seco.

      Aquello le indicó que era hora de echarse el fardo a la espalda y seguir su vacilante camino no sabía hacia dónde. Ya no le preocupaban ni «la tierra de los palitos», ni Bill, ni las vituallas ocultas bajo la canoa volcada junto al río Dease. Se hallaba totalmente a merced del verbo «comer». Estaba loco de hambre. No le importaba qué dirección seguir con tal de que su camino atravesara la zona más profunda del valle. Caminó entre la nieve blanda, buscando a tientas las bayas acuosas de pantano y arrancando al tacto los juncos por la raíz. Pero todo aquello carecía de sabor y no le calmaba el apetito. Halló una hierba de sabor amargo y devoró todas las que pudo encontrar, que no fueron muchas, porque crecía a ras de tierra y por ello se ocultaba fácilmente bajo la nieve, que alcanzaba ya varias pulgadas de espesor.

      Aquella noche no hubo ni hoguera ni agua caliente, y durmió entre las mantas el sueño roto de los hambrientos. La nieve se convirtió en una lluvia fría. Las muchas veces que se despertó la sintió caer sobre su rostro vuelto hacia el cielo. Y llegó el nuevo día, un día gris y sin sol. Había dejado de llover y la punzada del hambre había desaparecido. Su sensibilidad en ese aspecto había llegado al límite. Sentía, eso sí, un dolor pesado y sordo en el estómago, pero eso no le preocupaba demasiado. Volvía a imperar la razón y una vez más su principal interés consistía en hallar «la tierra de los palitos» y el escondijo junto al río Dease. Rasgó lo que le quedaba de una manta en tiras y se envolvió con ellas los pies ensangrentados. Se vendó también el tobillo dislocado y se preparó para un largo día de camino. Cuando llegó la hora de liar el fardo volvió a detenerse СКАЧАТЬ