Obras de Jack London. Jack London
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras de Jack London - Jack London страница 8

Название: Obras de Jack London

Автор: Jack London

Издательство: Ingram

Жанр: Исторические приключения

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377178

isbn:

СКАЧАТЬ el temor de que las provisiones se agotaran. Preguntó acerca de ello al cocinero, al camarero de a bordo y al capitán. Todos le aseguraron infinidad de veces que no tenía nada que temer, pero él no podía creerlo, y se las ingenió para poder ver la despensa con sus propios ojos.

      Pronto se dieron cuenta todos de que el hombre engordaba. Cada día que pasaba su cintura aumentaba. Los científicos meneaban la cabeza y teorizaban. Lo pusieron a régimen, pero el hombre seguía engordando e hinchándose prodigiosamente bajo la camisa.

      Los marineros, mientras tanto, sonreían para su capote. Ellos sí sabían. Y cuando los científicos se decidieron a vigilar al hombre, supieron también. Lo vieron escurrirse al acabar el desayuno y acercarse como un mendigo a un marinero con la palma de la mano extendida. El marinero sonrió y le alargó un trozo de galleta. El hombre cerró el puño codicioso, miró la galleta como un avaro mira el oro y se la metió bajo la camisa. Lo mismo hizo con lo que le entregaron los otros marineros.

      Los científicos fueron prudentes y lo dejaron en paz. Pero en secreto registraron su litera. Estaba llena de galletas de munición; el colchón estaba relleno de galleta; cada hueco, cada hendidura estaba llena de galleta... Y, sin embargo, el hombre estaba cuerdo. Sólo tomaba precauciones contra una posible repetición de aquel período de hambre; eso era todo. Se restablecería, dictaminaron los científicos. Y así ocurrió aun antes de que el ancla del ballenero Bedford se hundiera en las arenas de la bahía de San Francisco.

      (

      Bâtard ("bastardo" en francés) era un demonio. Esto era algo que se sabía por todas las tierras del Norte. Muchos hombres lo llamaban «Hijo del Infierno», pero su dueño, Black Leclère, eligió para él el ofensivo nombre de Bâtard. Y como Black Leclère era también un demonio, los dos formaban una buena pareja. Hay un dicho que asegura que cuando dos demonios se juntan, se produce un infierno. Esto era de esperar, y esto fue lo que sin duda se esperaba cuando Bâtard y Black Leclère se juntaron. La primera vez que se vieron, siendo Bâtard un cachorro ya crecido, flaco y hambriento y con los ojos llenos de amargura, se saludaron con gruñidos amenazadores y perversas miradas, porque Leclère levantaba el labio superior y enseñaba sus dientes blancos y crueles, como si fuera un lobo. Y en esta ocasión lo levantó, y sus ojos lanzaron un destello de maldad, al tiempo que agarraba a Bâtard y lo arrancaba del resto de la camada, que no cesaba de revolcarse. La verdad es que se adivinaban el pensamiento, porque tan pronto como Bâtard clavó sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, le cortó éste la respiración con la firme presión de sus dedos.

      -Sacredam -dijo en francés, suavemente, mientras se quitaba con un movimiento de la mano la sangre que, rápida, había brotado tras la mordedura, y dirigía la vista al cachorrillo que jadeaba sobre la nieve, tratando de recuperar la respiración.

      Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sixty Mile Post.

      -Por esto es por lo que más me gusta. ¿Cuánto? ¡Oiga usted, M'sieu! ¿Cuánto quiere? ¡Se lo compro ahora mismo! ¡Inmediatamente!

      Y como Leclère sentía un odio tan profundo por Bâtard, lo compró y le puso un nombre ofensivo. Durante cinco años recorrieron los dos las tierras del Norte, desde St. Michael y el delta del Yukon hasta los confines de Pelly, e incluso llegaron hasta el río Peace, en Athabasca, y el lago Great Slave. Y se labraron una fama de maldad indiscutible, algo nunca visto con anterioridad entre un hombre y un perro.

      Bâtard no conoció a su padre, y de ahí su nombre, pero según John Hamlin, éste había sido un gran lobo gris. En cuanto a la madre, él recordaba, no con mucha precisión, que era una husky, desafiante y pendenciera, obscena, fornida, de ancha frente y pecho corpulento, de mirada maligna, con un apego felino a la vida y una habilidad especial para el engaño y la maldad. No se podía tener fe ni confianza en ella. Sólo en sus traiciones se podía confiar, y sus aventuras amorosas en el bosque atestiguaban su absoluta depravación. En los progenitores de Bâtard había mucha fuerza y mucha maldad, y él las había heredado junto con su carne y su sangre. Y entonces apareció Black Leclère y puso su mano implacable sobre el pedacito de vida palpitante que era el cachorro, y la apretó y zahirió hasta moldear toda una bestia erizada, dispuesta a cualquier canallada y rebosante de odio, siniestra, malvada, diabólica. Con un dueño adecuado, Bâtard podía haber llegado a ser un perro de trineo normal y bastante eficiente. Nunca tuvo esa oportunidad, pues Leclère no hizo más que reafirmar la iniquidad que llevaba en sus genes.

      La historia de Bâtard y de Leclère es la historia de una guerra implacable y cruel, que duró cinco años y de la que es un fiel testimonio el primer encuentro que tuvieron. Para empezar, la culpa fue de Leclère, porque odiaba con inteligencia y conocimiento, mientras que el torpe cachorrillo de largas patas lo hacía a ciegas, instintivamente, sin método ni razón. Al principio, las muestras de crueldad no eran sofisticadas (esto vendría más tarde) y se reducirían a simples golpes de una brutalidad cruel. En una de estas ocasiones, Bâtard se lesionó una oreja. Nunca volvió a controlar los músculos cortados y le quedó la oreja colgando, inerte para siempre, como recuerdo perenne de su torturador. Y nunca lo olvidó.

      Mientras fue un cachorro su rebeldía fue inocente. Siempre resultaba derrotado, pero volvía a la carga, porque su naturaleza lo impulsaba a volver a la carga. Y no se le podía vencer. El dolor del látigo y el garrote le hacían emitir intensos gañidos, pero, pese a todo, siempre contestaba con un gruñido desafiante, su alma exigía amargamente venganza y no dejaba de granjearse más golpes y más palos. Pero en él estaba el férreo apego a la vida de su madre. Nada podía acabar con él. Mejoraba con la mala suerte, engordaba con el hambre, y como consecuencia de esta lucha terrible por la supervivencia desarrolló una inteligencia preternatural. Suyas eran la cautela y la astucia de la perra esquimal que fue su madre, y la fiereza y el valor del perro lobo, su padre.

      Probablemente, el no quejarse nunca le venía de su padre. Los gañidos de cachorro se acabaron cuando sus patas dejaron de ser larguiruchas, de modo que se hizo torvo y taciturno, rápido para atacar, lento para prevenir. Contestaba a las maldiciones con gruñidos, a los golpes con zarpazos, mostrando al tiempo su odio implacable a través de una sonrisa que dejaba ver sus dientes, pero nunca pudo Leclère hacerle gritar de nuevo de miedo o de dolor, aun estando en la mayor de las agonías. Y esta imposibilidad de vencerle no hacía más que avivar el odio que sentía Leclère y que lo empujaba a mayores maldades.

      Si Leclère le daba a Bâtard medio pez y a sus compañeros uno entero, Bâtard se dedicaba a robarles los peces a los otros perros. También robaba víveres que estaban escondidos y era autor de mil fechorías, hasta que se convirtió en el terror de todos los perros y de sus dueños. ¿Que Leclère pegaba a Bâtard y acariciaba a Babette, que no era ni la mitad de trabajadora de lo que era él...? Hasta que Bâtard la tiró sobre la nieve y le rompió las patas traseras con sus fuertes mandíbulas, de modo que Leclère se vio obligado a pegarle un tiro. Del mismo modo, a través de sangrientas batallas, Bâtard dominó a todos sus compañeros, les impuso la ley del más fuerte y los obligó a vivir bajo la ley que él dictaba.

      Durante cinco años no oyó más que una sola palabra cariñosa, ni recibió más que una suave caricia de una mano, así es que no supo entonces qué era eso. Saltó como lo que era: un animal salvaje, y sus mandíbulas se cerraron en un instante. Fue el misionero de Sunrise, un recién llegado al país, quien le dirigió esa palabra cariñosa y le hizo esa suave caricia con su mano. Y durante los seis meses siguientes no pudo éste escribir ninguna carta a los Estados Unidos, y el cirujano de McQuestion tuvo que recorrer quinientos kilómetros sobre el hielo para salvarle de la gangrena.

      Los hombres y los perros miraban a Bâtard con recelo cuando se adentraba por sus campamentos y puestos. Los hombres lo recibían con el pie levantado, amagando darle un puntapié, los perros con el pelo erizado y enseñando sus colmillos. En cierta ocasión, un hombre СКАЧАТЬ